“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.
Hablar del cine de Óliver Laxe es hablar de un cuerpo espiritual, un cineasta que no filma tanto lo visible como lo que se esconde detrás del velo del mundo. Nacido en París en 1982 y criado en Galicia, Laxe debutó con Todos vós sodes capitáns (2010), una pieza entre la ficción y el documental rodada en Tánger, donde ya se anticipaban dos obsesiones que han recorrido toda su filmografía: la figura del guía (real o simbólico) y la fractura entre civilización y naturaleza. El film, premiado en Cannes, dejaba ver a un cineasta interesado más en el gesto que en el argumento, más en los silencios que en los diálogos.
Mimosas (2016), su segundo largometraje, es tal vez su obra más abiertamente mística: una caravana atraviesa el Atlas marroquí para llevar a un santo moribundo a su lugar de descanso. Pero lo que parecía una road movie deviene una reflexión profunda sobre la fe, la transmisión del legado y la fragilidad del cuerpo frente a la inmensidad. Laxe mezclaba imágenes de un lirismo abrumador con una estructura narrativa descentrada, rompiendo con cualquier expectativa dramática.
Con Lo que arde (2019), cambia el paisaje pero no el fondo: el fuego, la sospecha, la soledad. Amador, el protagonista, vuelve a su aldea gallega tras salir de prisión por provocar un incendio. La película, de un naturalismo casi ascético, muestra a Laxe en un momento de contención expresiva máxima. Ganadora del Premio del Jurado en Un Certain Regard, Lo que arde consolidó a Laxe como una figura de culto dentro del cine europeo contemporáneo.
Sirat, en este recorrido, es un paso adelante y una bifurcación. Si sus anteriores películas miraban hacia el pasado, hacia lo ancestral, lo sagrado, lo primigenio, aquí Laxe gira la cámara hacia una modernidad decadente, hueca y desconcertada. Pero no abandona sus preguntas fundamentales: solo las recontextualiza en un nuevo desierto.
La historia de Sirat parte de una ausencia: la de Marina, una joven desaparecida tras asistir a un festival perdido en las áridas montañas del sur de Marruecos. Su padre Louis (Sergi López) y su hermano Esteban (Bruno Núñez) emprenden un viaje que pronto se convierte en algo más que una búsqueda: una deriva espiritual, emocional y física a través de una cultura efímera y extática.
El ritmo del film no es el de una road movie al uso. Es lento, hipnótico, ceremonial. El guion de Laxe y Santiago Fillol evita la progresión lineal. Cada encuentro, cada paisaje, cada gesto se siente como una estación de paso en un viacrucis laico. Laxe no está interesado en resolver el misterio de la desaparición, sino en usarlo como excusa para abrir un espacio de contemplación y duelo. La estructura es más musical que narrativa, hecha de repeticiones, pausas, intensidades cambiantes.
El viaje por el desierto remite inevitablemente a Mimosas, pero mientras allí el protagonista era guiado por la fe, en Sirat lo guía el deseo de encontrar algo —o alguien— que quizás ya no está. Es un viaje sin brújula, sin certeza, y ahí radica su fuerza.
Sergi López compone un Louis desgastado, silencioso, tan hondo como la herida que arrastra. Es un hombre al que no le quedan palabras, solo la necesidad de seguir adelante. López logra, con mínimos gestos, encarnar la figura de un padre que ha perdido no solo a su hija, sino también su lugar en el mundo.
Bruno Núñez, en su primer papel, sorprende por su sensibilidad contenida. Su Esteban no es un adolescente rebelde ni un joven sabio: es un hijo que intenta sostenerse en medio del colapso. La relación entre ambos, casi muda, se convierte en el verdadero corazón de la película.
En el entorno, Jade Oukid y Stefania Gadda interpretan a dos jóvenes festivaleras que, lejos de ser clichés hedonistas, revelan capas de ternura y pérdida. El resto del elenco, mayoritariamente no profesional, aporta autenticidad a ese microcosmos de carpas, música y desamparo.
La fotografía de Mauro Herce es, simplemente, hipnótica. Cada plano de Sirat parece filmado con la luz de otro mundo. El desierto, en sus manos, no es un decorado sino un personaje que respira, amenaza, consuela. Hay un uso poético del grano, del contraluz, del encuadre que transforma el entorno en un estado mental.
La dirección artística de Laia Ateca, que también firma la decoración, es clave para crear ese universo visualmente tan potente. Los festivales se muestran como espacios casi post-apocalípticos: híbridos de feria, templo y ruina. El vestuario acompaña esa visión: ropas desgastadas, pieles tatuadas de polvo, un futurismo precario que recuerda al Mad Max más introspectivo.
La música, omnipresente pero nunca impuesta, mezcla sonidos electrónicos con cantos rituales y ambientes naturales. Amanda Villavieja construye un paisaje sonoro envolvente que refuerza la experiencia sensorial de la película: no solo vemos el desierto, lo oímos, lo sentimos vibrar.
Sirat dialoga con el cine de Gus Van Sant (Gerry), con la desolación afectiva de Michelangelo Antonioni, con la experiencia inmersiva de Climax (Gaspar Noé) o Enter the Void (Noé otra vez), pero también con documentales sobre festivales como Boom Festival o Burning Man. Sin embargo, lo hace desde una mirada ética: no juzga, pero tampoco idealiza. Laxe se acerca a ese mundo de libertad y éxtasis con compasión y desconfianza, mostrando su belleza efímera y su trasfondo de fuga.
El verdadero referente, sin embargo, es el propio cine de Laxe. En Sirat, por primera vez, la pregunta no es qué hacer con la herencia del pasado, sino cómo vivir en un presente que ha perdido el centro. El puente (sirat, en árabe, es el paso entre el mundo terrenal y el más allá) ya no lleva a ninguna parte. O quizás sí, pero no lo sabremos nunca.
El rodaje, llevado a cabo en festivales reales del sur marroquí, fue una experiencia casi documental. Varias escenas se improvisaron en tiempo real, entre asistentes reales, sin figuración. Se filmaron durante una tormenta de arena, que obligó a cambiar el plan de rodaje y reescribir parte del guion. Esta intemperie se cuela en la película, que se siente como un artefacto vivo, vulnerable, abierto al error.
Laxe, como en sus trabajos anteriores, confía en el azar y en la interacción con el mundo real. No busca controlar, sino dejar que el misterio se filtre. Lo ha dicho muchas veces: “No hago cine para contar historias. Hago cine para abrir espacios”.
Sirat es una obra que se resiste a ser interpretada de forma única. Es cine del que permanece, como el polvo del desierto en los pliegues de la ropa. Es una película sobre la pérdida, sí, pero también sobre el deseo de seguir, aunque sea sin certezas. Es una obra profundamente espiritual, pero sin dogmas, sin dioses. Un camino que no promete llegar, pero sí transformar al que lo recorre.
Louis y Esteban no encuentran lo que buscaban. Pero quizás encuentran algo más importante: la posibilidad de estar, de seguir, de sobrevivir en un mundo donde ya no hay respuestas. En este sentido, Sirat no cierra, no concluye, no redime. Y, precisamente por eso, conmueve con una fuerza inusitada.
El verdadero mensaje de Sirat no está en la trama, sino en la grieta que deja abierta: ¿cómo seguir adelante cuando el sentido se ha disuelto? ¿Cómo sostener un vínculo cuando la ausencia ha devastado todo? Laxe no da respuestas. Nos ofrece un puente —delgado, inestable, hecho de luz, polvo y sonido— y nos invita a cruzarlo.
En un mundo saturado de estímulos, Sirat se atreve a decir que el vacío también es sagrado. Que no saber es también una forma de fe. Que quizás, como decía Rilke, “vivir las preguntas” sea todo lo que podemos —y debemos— hacer.
Xabier Garzarain
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