“La Flor de Buriti: raíces de libertad”

Desde sus inicios, João Salaviza y Renée Nader Messora han trazado un camino en el que la ficción y la realidad se funden para explorar las vidas marginadas y olvidadas por los discursos dominantes. Salaviza, conocido inicialmente por sus cortometrajes como Arena (2009), ganador de la Palma de Oro en Cannes, y Rafa (2012), premiado en Berlín, demostró su habilidad para capturar la cotidianidad de personas atrapadas en sistemas de opresión. Por su parte, Renée Nader Messora, cineasta y fotógrafa, ha dedicado su carrera a retratar la vida indígena en Brasil con un enfoque íntimo y respetuoso.


Su colaboración artística alcanzó un punto álgido con Los muertos y los otros (2018), una película profundamente poética que abordaba el duelo y la lucha por la autonomía cultural de los Krahô. Este filme, que ganó el Premio Especial del Jurado en Un Certain Regard en Cannes, marcó el inicio de un compromiso ético y estético con las comunidades indígenas, y dejó entrever su interés por el tiempo cíclico y las tradiciones espirituales como narrativa cinematográfica.





En La flor del Burití, ambos directores consolidan este camino, llevando su enfoque colaborativo a nuevas alturas. La película, más ambiciosa en su estructura y alcance, no solo amplía su interés en la cultura Krahô, sino que también profundiza en la lucha contra el colonialismo cultural y la pérdida de identidad.


Salaviza y Nader Messora han dado un paso adelante en su evolución como narradores visuales. A través de los ojos de Ilda Patpro, construyen una narrativa que recorre tres períodos históricos, utilizando la mirada infantil para equilibrar inocencia y peso histórico. Este enfoque refuerza la conexión emocional del espectador, logrando que los eventos históricos se sientan tan inmediatos como los rituales cotidianos.





El ritmo pausado y contemplativo es característico del cine de ambos directores. Aquí, sin embargo, el montaje se siente más fluido, permitiendo que las transiciones entre los períodos históricos sean naturales y simbólicas. Aunque puede ser un desafío para aquellos no acostumbrados al cine contemplativo, la paciencia se ve recompensada con una trama cargada de capas emocionales y simbólicas que trascienden el tiempo y el espacio.


El elenco compuesto por miembros de la comunidad Krahô aporta un realismo crudo y una autenticidad difícil de igualar. La interpretación de Ilda Patpro es conmovedora, destacando por su capacidad para transmitir las emociones de una niña que, aunque pequeña, comprende la magnitud de la lucha de su pueblo. La química entre los actores, muchos de ellos no profesionales, refuerza la sensación de estar observando fragmentos de vida real más que una película.





Renée Nader Messora brilla nuevamente como directora de fotografía, utilizando la luz natural de la selva para sumergirnos en un paisaje que parece respirar junto a los personajes. La banda sonora, basada en sonidos ambientales y cantos tradicionales, actúa como una extensión del mundo Krahô, conectando al espectador con sus ritmos ancestrales. El vestuario y el atrezo, elaborados por la propia comunidad, son un testimonio del compromiso de los directores con la autenticidad cultural.


El filme dialoga con obras como El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra) o Las hurdes, tierra sin pan(Luis Buñuel), pero evita caer en el exotismo o la estetización de la pobreza. Su enfoque, más colaborativo que observacional, se alinea con las propuestas contemporáneas de cine etnográfico, donde las comunidades representadas no son solo objetos de estudio, sino también protagonistas en la creación del relato.






El proceso de rodaje fue una extensión del trabajo comunitario de los directores. Durante meses vivieron con los Krahô, aprendiendo de sus costumbres y permitiendo que sus historias moldearan la película. Los ensayos eran improvisaciones basadas en experiencias reales, una metodología que resultó en una obra profundamente enraizada en la verdad de la comunidad.


La flor del Burití trasciende los límites del cine para convertirse en un manifiesto cultural y político. Es una obra que habla de resistencia, no desde la grandilocuencia, sino desde los pequeños gestos: una canción, un rito, una mirada al cielo. Salaviza y Nader Messora nos recuerdan que la lucha por la identidad cultural no es solo un acto de supervivencia, sino también de creación.



La película plantea preguntas urgentes sobre nuestra relación con la naturaleza, el impacto del colonialismo y la importancia de preservar la diversidad cultural en un mundo globalizado. En su esencia, el filme es un homenaje a la capacidad humana de reinventarse frente a la adversidad, y un recordatorio de que las raíces, aunque invisibles, sostienen todo lo que somos.


Con esta obra, los directores no solo consolidan su lugar en el cine contemporáneo, sino que también abren un espacio para que las voces indígenas, largamente silenciadas, puedan resonar con fuerza y belleza. Una película que, como el burití, florece en medio de las adversidades y nos invita a contemplar la riqueza de lo que estamos en peligro de perder.


Xabier Garzarain 




Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.