“El hombre que amaba los platos voladores: Entre la comedia y el absurdo de la verdad”
El Hombre que Amaba a los Platos Voladores es una comedia dramática surrealista dirigida por Diego Lerman, una película que juega con la percepción de la realidad y la ficción, uniendo los mundos del periodismo, la mitomanía y la alienación en un relato que desafía las convenciones del cine contemporáneo. Ambientada en 1986, la trama sigue a José de Zer (Leonardo Sbaraglia), un periodista que, junto a su camarógrafo, El Chango (Sergio Prina), se embarca en una investigación sobre un extraño fenómeno alienígena en el remoto pueblo de La Candelaria, en Córdoba. Lo que parecía una historia sencilla se convierte en la creación de un mito mediático que cambiará las vidas de los involucrados, al mismo tiempo que invita al espectador a reflexionar sobre la manipulación de la verdad a través de los medios.
La dirección de Diego Lerman, quien también coescribe el guion junto a Adrián Biniez, marca un ritmo envolvente, con un desarrollo pausado que contrasta con la creciente tensión de la trama. La película se aleja del thriller convencional para sumergirse en un mundo de surrealismo, donde la comedia negra se entrelaza con la crítica social y el cuestionamiento de la veracidad mediática. Lerman no solo narra la historia de un periodista atrapado en su propia creación, sino que también invita a explorar el papel del creador como constructor de mitos, a veces sin siquiera darse cuenta.
En cuanto a las interpretaciones, El Hombre que Amaba a los Platos Voladores brilla principalmente por las actuaciones de Leonardo Sbaraglia y Sergio Prina. Sbaraglia, quien interpreta al periodista José de Zer, transmite a la perfección la arrogancia y el cinismo de un hombre que se ve a sí mismo como un agente de la verdad, pero que, al mismo tiempo, se pierde en las distorsiones que él mismo crea. Prina, por su parte, ofrece una interpretación más terrenal y visceral como El Chango, el camarógrafo cuya lealtad se ve puesta a prueba a medida que el proyecto se convierte en algo mucho más complejo y peligroso de lo que inicialmente parecía.
La actuación de Osmar Núñez, como el genio mitómano detrás de la creación de la presencia alienígena, es igualmente destacada. Su personaje, un hombre carismático pero ambiguo, simboliza el poder que tienen los creadores de contenidos sobre el público y sobre aquellos que confían en su trabajo. La interacción entre estos tres personajes es el núcleo de la película, explorando las complejidades del trabajo en equipo y los dilemas éticos que surgen cuando la verdad se pone en juego.
La estética de El Hombre que Amaba a los Platos Voladores también se destaca por su trabajo en el vestuario, a cargo de Pheonía Veloz y Valentina Bari. Las elecciones de vestuario refuerzan las características psicológicas de los personajes, como el traje de cuero de José, que refleja su naturaleza distante y profesional, mientras que El Chango viste de manera más relajada, lo que marca una diferencia entre su visión del mundo y la de su compañero. Las prendas también evocan el contexto histórico de los años 80 en Argentina, una época marcada por la transición política y social.
La música de José Villalobos, en combinación con el sonido de Leandro de Loredo, aporta una atmósfera única al film. La banda sonora es minimalista, utilizando tonos repetitivos y sonidos electrónicos que, en lugar de ser intrusivos, complementan la tensión que se va construyendo en el relato. El trabajo sonoro, junto con la fotografía de Wojciech Staron, contribuye a la sensación de desolación y aislamiento que caracteriza el pueblo de La Candelaria y la naturaleza de la historia misma. Las tomas largas, los encuadres cerrados y las sombras profundas, especialmente durante la noche, son elementos visuales que amplifican el tono surrealista y misterioso de la película.
El montaje, a cargo de Federico Rotstein, es otro de los logros de El Hombre que Amaba a los Platos Voladores. La película está cuidadosamente editada para mantener el suspenso mientras se desarrolla el conflicto central, sin apresurarse a revelar sus cartas. El montaje de Rotstein permite que la atmósfera se construya lentamente, dejando que los momentos clave se presenten con una intensidad que mantiene al espectador cautivo. Es un montaje que, aunque sutil, está lleno de decisiones inteligentes que guían al público a través de un relato que desafía las expectativas.
En cuanto a la relación con otros filmes, El Hombre que Amaba a los Platos Voladores se sitúa en un lugar interesante dentro del cine argentino contemporáneo. Es una película que se puede comparar con títulos como El Secreto del Mar (2016) y Coche Polaco (2020), que también exploran elementos de lo fantástico y lo surreal, pero aquí Lerman logra darle un giro propio, en el que la creación de mitos mediáticos se convierte en la verdadera fuente de tensión. A través de la película, Lerman parece rendir homenaje a los grandes mitos creados por los medios en las décadas pasadas, mientras al mismo tiempo señala los peligros de vivir en un mundo donde la distinción entre lo verdadero y lo falso es cada vez más difusa.
Una anécdota interesante sobre el rodaje es el uso de locaciones reales en Córdoba, lo que permitió que la película se beneficiara de la atmósfera auténtica del lugar. Además, el aislamiento en el que el equipo y los actores se encontraron durante las filmaciones ayudó a intensificar el tono claustrofóbico y la sensación de desorientación que predomina en el film.
El Hombre que Amaba a los Platos Voladores no solo es una película sobre el poder de los medios y la creación de mitos, sino también una reflexión sobre la responsabilidad de quienes tienen el poder de contar historias. La obra se convierte en una metáfora de la sociedad contemporánea, en la que las fronteras entre la realidad y la ficción se diluyen constantemente. Al final, el director nos deja con una pregunta crucial: ¿qué es más peligroso, la mentira que creamos o la verdad que preferimos ignorar?
Xabier Garzarain


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