“Las chicas de la estación: un grito de denuncia y supervivencia en la oscuridad de la sociedad”

 Juana Macías ha sido una de las directoras más destacadas del cine español contemporáneo, cuya carrera ha evolucionado constantemente hacia un cine de mayor profundidad emocional y un enfoque más incisivo hacia las realidades sociales que afectan a las mujeres jóvenes. A lo largo de su filmografía, Macías ha tenido la capacidad de construir personajes femeninos que no solo son protagonistas, sino que encarnan las tensiones y contradicciones del contexto en el que viven. Desde sus primeros trabajos, como El tiempo de los amantes (2006), una película que explora los vínculos románticos y la identidad personal, hasta Cosas que pasaron (2010), que también abordaba los dilemas emocionales y de madurez de sus personajes, la directora se ha interesado en capturar las emociones humanas más complejas con una mirada reflexiva y compasiva.


Sin embargo, en Las chicas de la estación, Macías da un paso audaz en su evolución como cineasta. La película se aleja de los temas más íntimos que habían dominado su cine anterior y se adentra en el terreno del cine social crudo y provocador. Aquí, la directora no solo plantea un relato de supervivencia, sino que se enfrenta a uno de los temas más dolorosos y urgentes de la sociedad contemporánea: la explotación sexual de menores. Es en este giro temático donde podemos percibir una madurez en el enfoque de Macías, quien se arriesga a exponer, sin tapujos, la realidad desgarradora de unas jóvenes atrapadas en un sistema que las margina, las explota y las condena a una existencia sin salida. Las chicas de la estación es una película en la que Macías no busca consuelo para sus personajes, sino visibilidad y una reflexión colectiva sobre los mecanismos sociales que permiten este tipo de abusos.









El ritmo de la película es tenso y acelerado, como si el propio movimiento de la narración reflejara la prisa con la que las tres protagonistas—Jara, Álex y Miranda—tratan de escapar de su vida en un centro de menores, con la esperanza de encontrar algo tan simple como el amor incondicional. Esta búsqueda las lleva a una serie de decisiones impulsivas que las conducirán a una red de prostitución en la que la ilusión de control se disuelve rápidamente. La forma en que Macías estructura la trama es implacable, sin ofrecer respiro a sus personajes ni a la audiencia. La película, como una espiral descendente, lleva a las chicas por un camino de no retorno, donde la aparición de una violación múltiple cambia por completo el rumbo de la historia, convirtiéndose en un punto de inflexión para el relato y para el desarrollo de las protagonistas.


A lo largo de la película, se va desvelando lentamente el cruel contraste entre lo que las chicas imaginan que les espera y la amarga realidad en la que se encuentran. Las decisiones de las protagonistas, impulsadas por un deseo de pertenecer y de tener el control sobre su vida, se ven rápidamente anuladas por la dura y violenta realidad del sistema que las rodea. El guion de Isa Sánchez, aunque duro, ofrece una gran comprensión de la psicología de las jóvenes y de las dinámicas de poder que las oprimen. Macías, por su parte, no solo retrata una tragedia, sino que invita a una reflexión más profunda sobre la vulnerabilidad juvenil y las estructuras de explotación que la alimentan.






El mensaje central de Las chicas de la estación es claro: no solo se trata de una denuncia sobre la explotación de menores, sino también sobre las falsas promesas de libertad y pertenencia que consume la juventud a través de los medios y las redes sociales. Las chicas no son simplemente víctimas pasivas, sino que también son producto de un sistema social que las ha empujado a esa situación. Esta es una película que pone en evidencia la complicidad de la sociedad, a través de sus instituciones y sus normas, en el sufrimiento de estas jóvenes. A través de la historia de Jara, Álex y Miranda, Macías nos muestra que la verdadera lucha no está en la supervivencia individual, sino en la transformación colectiva del entorno que permite que estas tragedias ocurran.


La interpretación de las tres protagonistas es, sin duda, uno de los puntos más destacados de la película. Julieta Tobío, Salua Hadra y María Steelman aportan una intensidad emocional que hace que sus personajes sean mucho más complejos que simples víctimas. Tobío, en su papel de Jara, muestra una vulnerabilidad desesperada, mientras que Hadra y Steelman, en sus respectivos roles, logran transmitir la mezcla de esperanza y desilusión que define la vida de las chicas. La química entre ellas es palpable y da vida a una relación que, aunque complicada y cargada de tensiones, resulta genuina y emocionalmente resonante.






La dirección de fotografía, a cargo de Guillermo Sempere, juega un papel crucial en la atmósfera de la película. La cámara se mueve en espacios claustrofóbicos, muchas veces dejando a los personajes en la penumbra, reflejando la oscuridad emocional y social que los rodea. La elección de tonos fríos y sombríos, combinada con la iluminación natural y cruda, aporta un aire de desolación que refuerza la sensación de desesperanza que impregna la película. Las escenas en la estación de tren, como un microcosmos de la sociedad, se convierten en un escenario que refleja la transitoriedad de la vida de las chicas y la falta de opciones que tienen para escapar de su destino.


El vestuario y el atrezo están diseñados para reflejar la pobreza y la marginalidad en la que viven las protagonistas. Las prendas de ropa, simples y desgastadas, no solo son una representación de su entorno social, sino también de su lucha por construir una identidad propia, fuera de las limitaciones impuestas por su pasado y su entorno. Las estaciones de tren, los baños públicos y los barrios desolados se convierten en metáforas del espacio mental y emocional en el que las chicas están atrapadas.






Al final, Las chicas de la estación no es solo una película que relata una tragedia, sino una obra que obliga al espectador a enfrentarse a la crudeza de un problema social que muchas veces es invisibilizado o minimizado. Juana Macías, con una dirección precisa y sin concesiones, logra transmitir el sufrimiento de unas jóvenes atrapadas por un sistema que las empuja a la desesperación. La película es un grito de denuncia, pero también un llamado a la reflexión sobre el papel que cada uno de nosotros juega en la perpetuación de tales realidades.


El mensaje de Las chicas de la estación va más allá de la denuncia explícita de la explotación infantil. Macías nos invita a cuestionar la estructura social que permite que estas situaciones ocurran, a pensar en la falta de redes de apoyo para los más vulnerables, y a reconocer las formas en que nuestras propias expectativas y sistemas de valores contribuyen a la marginalización de aquellos que más necesitan ser escuchados.


Es una película que deja una huella emocional duradera, pero también abre un diálogo necesario sobre la importancia de construir una sociedad más justa y compasiva. En última instancia, Las chicas de la estación es una reflexión sobre el poder de la resistencia y la necesidad de un cambio estructural, donde las voces de las víctimas, lejos de ser silenciadas, encuentren el espacio y el apoyo para contar sus historias y, quizás, encontrar una salida a la oscuridad que las rodea.


Xabier Garzarain 




Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.