“ Nina: El precio de la venganza y la redención del alma”
Andrea Jaurrieta es una cineasta que, desde sus primeros pasos en la dirección, ha demostrado tener una mirada única y un enfoque personal que va más allá de los convencionalismos del cine contemporáneo. Con su ópera prima Ana de día (2018), Jaurrieta se presentó ante el público con una reflexión sobre la identidad y el peso de las decisiones. La película era un testimonio de la búsqueda de uno mismo, donde la protagonista huía de su propia vida como un intento desesperado de encontrar algo distinto, más allá de lo que la sociedad le impuso. Sin embargo, Nina es el siguiente capítulo de su obra, un salto hacia una exploración más profunda, más feroz, de las cicatrices emocionales y de la manera en que el pasado, aunque enterrado, siempre regresa con el peso de la venganza.
En esta segunda película, Jaurrieta transforma el tema de la identidad que exploraba en Ana de día y lo proyecta hacia un territorio más sombrío: la venganza como catalizador de una redención fallida. Nina, la protagonista, regresa a su pueblo natal tras treinta años de ausencia, no para encontrar consuelo ni perdón, sino para enfrentarse al hombre que la destruyó en su juventud. La huella de ese trauma —una agresión que le arrebató no solo su cuerpo, sino sus sueños— se convierte en el motor de la narrativa. Es fascinante ver cómo Jaurrieta logra no solo introducirnos en el corazón roto de Nina, sino también crear una atmósfera opresiva donde el tiempo parece detenerse para dejar que la protagonista, finalmente, se enfrente a su pasado y sus propios demonios. Si bien la trama se podría clasificar dentro de un thriller psicológico, Nina no se limita a la estructura típica del género, sino que se adentra en lo profundo del alma humana, explorando las fracturas emocionales que quedan cuando se enfrentan las heridas del pasado.
La evolución de Andrea Jaurrieta, tanto en su estilo narrativo como en su enfoque visual, es evidente. Su cine ha dejado atrás la sutileza casi hermética de Ana de día, y en Nina se atreve a ser más directa, más visceral. La dirección de Jaurrieta aquí parece casi un reflejo de la propia Nina: no hay tiempo para juegos, solo para la brutalidad de enfrentar una verdad aplastante. Es una película que se respira con lentitud, con cada gesto y cada mirada de los personajes cargados de significados implícitos. La directora también juega con la estructura temporal, saltando entre el pasado y el presente para desvelar, a través de flashbacks, la transformación de Nina de joven soñadora a mujer herida y marcada por el fracaso.
Patricia López Arnaiz, en el papel de Nina, ofrece una interpretación memorable que resuena mucho después de que la película termine. Cada uno de sus movimientos, sus silencios, sus palabras, son un testimonio de los años de sufrimiento, pero también de la fuerza indomable de una mujer que no se ha rendido, aunque la vida le haya arrojado las peores cartas. Su actuación está llena de matices, desde la fragilidad de una mujer enferma que ya no busca la sanación física, sino la emocional, hasta la determinación fría que surge cuando se enfrenta a su agresor. López Arnaiz interpreta a una mujer rota pero no quebrada, en una actuación que se queda con el espectador, como un eco que se repite una y otra vez en la mente.
Por otro lado, Aina Picarolo, que interpreta a la joven Nina, captura perfectamente la esencia de la protagonista en su juventud, esa ingenuidad que se ve fatalmente reemplazada por la desilusión con el paso de los años. La transición entre la Nina joven y la adulta es un proceso que se percibe tanto en el rostro de Picarolo como en el de López Arnaiz, y Jaurrieta logra transmitir, a través de estos sutiles cambios, lo que significa crecer bajo el peso de un trauma no resuelto.
En cuanto al aspecto técnico, la cinematografía es otro de los grandes logros de Nina. Las imágenes de la película están impregnadas de una melancolía palpable, y la fotografía de la película, de la mano de Xabier Berzosa, juega con los contrastes entre luz y sombra, acentuando el contraste entre los recuerdos del pasado y la sombra que se cierne sobre el presente de Nina. El pueblo, que podría haber sido un simple telón de fondo, se convierte en un personaje más en la película. Los paisajes, los rincones olvidados, la casa de Nina, todo ello es tratado con una atención casi obsesiva al detalle, creando una atmósfera de claustrofobia emocional. Hay algo en ese pueblo, casi abandonado por el tiempo, que refleja la atemporalidad del dolor de Nina: siempre está ahí, acechando.
La música de Zeltia Montes, por su parte, es otro de los pilares de la película. La banda sonora no solo acompaña, sino que intensifica la experiencia emocional, con composiciones que parecen desmoronarse, tal como lo hace la propia protagonista. Hay una calidad envolvente en la música, como si cada nota fuera una invitación a ahondar en la tragedia sin que haya manera de escapar de ella. Montes sabe cómo manejar la tensión de cada escena, cómo permitir que los silencios sean tan elocuentes como la música misma.
El vestuario, a cargo de Saioa Lara, también tiene su importancia. Nina, aunque marcada por el paso del tiempo y la enfermedad, lleva consigo una vestimenta que refleja tanto su resistencia como su derrota. A través de la ropa, se comunica su evolución desde la joven aspirante a actriz hasta la mujer rota que se enfrenta a sus demonios. Los trajes no son solo una cuestión de estética, sino un reflejo del alma de los personajes: cada prenda tiene una historia que contar.
En lo que respecta a la conexión de Nina con otras obras, la película se inserta en una tradición cinematográfica que explora las huellas del trauma y la venganza. Comparada con otros thrillers psicológicos, como Volver de Almodóvar, Nina se aleja de la carga emocional del perdón y la reconciliación para profundizar en la rabia y el deseo de justicia. La venganza aquí no es un camino hacia la paz, sino una vía hacia la catarsis personal, que nunca es completa, sino profundamente destructiva. Esta aproximación al tema del abuso y la redención personal la hace única en su enfoque: no busca la simpatía del espectador, sino su comprensión y, quizás, su reflexión sobre el precio de las cicatrices emocionales.
El vestuario, la música, la fotografía, la dirección de actores, todo en Nina está meticulosamente diseñado para sumergirnos en el dolor de una mujer que, al igual que su director, nunca ha dejado de luchar por entender y redimir lo irredimible. En este sentido, Nina es también un comentario sobre la propia lucha interna de Jaurrieta como cineasta: una búsqueda incansable de respuestas que no siempre se encuentran, pero que, a través del cine, se convierten en una forma de sobrevivir.
En conclusión, Nina no es solo una película sobre venganza. Es un ejercicio de despojarse de todo, de enfrentarse a lo más oscuro del ser humano, sin escapatoria, sin redención, pero con una mirada profundamente humana. Andrea Jaurrieta ha creado una obra que nos invita a mirar el sufrimiento no como una condena, sino como una parte esencial de la experiencia humana, una que, aunque dolorosa, nunca deja de enseñarnos algo fundamental sobre nosotros mismos. Es un relato de traumas pasados, pero también de la fuerza inconmensurable de una mujer dispuesta a luchar contra los demonios que le fueron impuestos. Al final, Nina nos deja con una verdad: el pasado nunca se puede borrar, pero se puede aprender a vivir con él, de una manera u otra.
Xabier Garzarain


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