“Segundo Premio: La película que brilla sin necesidad de oro”

Isaki Lacuesta ha construido una carrera cinematográfica que se mueve con comodidad entre la experimentación formal y el retrato íntimo de lo humano. Desde su debut con Cravan vs. Cravan (2002), Lacuesta ha explorado las fronteras entre el documental y la ficción, desdibujando los límites que otros cineastas ni siquiera se atreven a cuestionar. Obras como La leyenda del tiempo (2006) o Entre dos aguas (2018), ganadora de la Concha de Oro en San Sebastián, han consolidado su lugar como uno de los directores más originales y audaces del cine español contemporáneo. Siempre atento a las particularidades culturales, a los personajes en los márgenes y a las historias con una resonancia universal, Lacuesta aborda cada proyecto como una oportunidad para reinventarse. Por su parte, Pol Rodríguez, conocido por su sensibilidad narrativa en Quatretondeta (2016), aporta un enfoque más convencional que complementa la visión de Lacuesta. Juntos, con Segundo premio, logran crear una obra que, aunque profundamente anclada en el contexto del indie español de los años 90, habla de temas universales como la lucha creativa, las relaciones humanas y el precio de la autenticidad artística.


Segundo premio podría describirse como un drama musical, pero esa etiqueta apenas araña la superficie de lo que Lacuesta y Rodríguez han creado. La película captura un momento único: Granada, finales de los 90, una ciudad vibrante con una escena cultural en plena ebullición. La trama, centrada en una banda indie enfrentando su crisis más profunda, nos sumerge en la intimidad de sus conflictos: la bajista decide abandonar el grupo en busca de un camino propio, el guitarrista se hunde en una espiral autodestructiva y el cantante lucha con un bloqueo creativo mientras intenta componer el álbum que cambiará el panorama musical del país. En este sentido, la película no solo es un retrato de una banda, sino de toda una generación atrapada entre la efervescencia creativa y la incertidumbre del futuro.


El filme dialoga con otras obras del género musical y de temática artística, estableciendo un puente con películas como Control (2007), de Anton Corbijn, que retrata la fragilidad emocional de Ian Curtis y el auge de Joy Division. También recuerda a Once (2007), de John Carney, por su capacidad para capturar la autenticidad de las relaciones humanas a través de la música, aunque Segundo premio posee un tono más áspero y melancólico. Asimismo, resuena con Inside Llewyn Davis (2013), de los hermanos Coen, en su exploración de las dificultades de un artista para encontrar su lugar en un mundo indiferente. Sin embargo, la película encuentra su voz propia al centrarse en el indie español y en los ecos de una escena cultural que marcó un antes y un después en la música nacional.



Las interpretaciones en Segundo premio son electrizantes. Daniel Ibáñez, como el guitarrista atrapado en un ciclo de autodestrucción, ofrece una actuación visceral que transmite el dolor interno de un personaje al borde del colapso. Stéphanie Magnin, como la bajista que deja el grupo, equilibra fuerza y vulnerabilidad, logrando que su decisión resuene emocionalmente. Cristalino, en el papel del cantante, captura la complejidad de un artista enfrentado a sus propias limitaciones. Su interpretación, llena de matices, nos recuerda a esos músicos que parecen cargar con el peso de toda una generación sobre sus hombros. Cada actor encuentra en sus silencios, miradas y gestos una forma de expresar lo que las palabras no pueden decir, elevando el drama emocional de la película.


El rodaje de Segundo premio está cargado de anécdotas que subrayan el compromiso de Lacuesta y Rodríguez con la autenticidad. Se recrearon localizaciones icónicas de Granada, como las calles del Albaicín y el emblemático Sacromonte, con un nivel de detalle que refleja la textura de la ciudad. Durante una de las escenas clave, un concierto en una azotea, los directores invitaron a un público real, no informado de que se trataba de una película, para capturar reacciones espontáneas. Este tipo de decisiones dotan al filme de una energía cruda e irrepetible. Además, el equipo creativo invitó a músicos locales y miembros de la banda Los Planetas a asesorar durante el rodaje, asegurando que cada detalle fuese fiel al espíritu del momento que intentaban recrear.


En cuanto a la fotografía, Eduard Grau entrega un trabajo sobresaliente. Conocido por su habilidad para capturar texturas y atmósferas en películas como A Single Man (2009), Grau utiliza en Segundo premio una paleta de colores cálidos y saturados que resalta la energía bohemia de Granada. Las tomas nocturnas, iluminadas con luces de neón y sombras profundas, evocan un mundo donde la creatividad y la autodestrucción se entrelazan. La luz que atraviesa los estudios de grabación y los ensayos encapsula la belleza efímera del proceso creativo, mientras que los encuadres amplios de la ciudad nos recuerdan el contexto cultural en el que la banda intenta sobrevivir.


Segundo premio es, ante todo, una mirada al final de una era. Granada en los años 90, inmersa en la efervescencia cultural que caracteriza a una generación, es el escenario perfecto para una historia sobre la música indie, una banda al borde del colapso y un momento histórico en la escena musical española. La película sigue el proceso de creación de un disco que cambiará la escena, pero se adentra en un conflicto más profundo: el de los artistas que luchan con sus demonios personales mientras intentan, casi desesperadamente, darle sentido a sus vidas a través del arte. La bajista que deja la banda, el guitarrista perdido en la autodestrucción y el cantante bloqueado por el miedo al fracaso son representaciones de un dilema eterno: el precio de ser fiel a uno mismo y a su arte, frente a las presiones externas, las expectativas y las contradicciones internas.



La trama de la película fluye como una melodía triste y sincera, con momentos de alta tensión y otros de introspección. Segundo premio no es solo un relato de una banda de música, sino también un reflejo de las inquietudes y tensiones de una generación atrapada entre la tradición y la modernidad, entre la nostalgia de lo que fue y la incertidumbre de lo que será. La película es una especie de despedida a esa era dorada del indie español, un canto a la libertad creativa y a la vez una mirada crítica a las consecuencias del arte que consume a los artistas.


La banda sonora juega un papel fundamental en este relato, no solo como acompañamiento, sino como motor narrativo. Las canciones de Los Planetas, banda emblemática de la escena indie granadina, son el alma de la película. Composiciones como “Un buen día”, “Pesadilla en el parque de atracciones” o “Qué puedo hacer” resuenan con una fuerza emocional que va más allá de la nostalgia: encapsulan una época, una sensibilidad y una forma de entender la música como un grito de desesperación, de esperanza, de lucha. La canción “Himno generacional Nº 83”, emblemática del grupo, se convierte en un himno no solo para la banda, sino para una juventud perdida, enfrentada a su propio abismo. La intensidad y la melancolía de estos temas refuerzan el viaje emocional de los personajes, brindando una capa extra de significado a sus vivencias.


A lo largo de la película, la música no solo sirve para subrayar los momentos de tensión o alegría, sino que también se convierte en una metáfora de los estados emocionales de los personajes. En escenas clave, los temas de Los Planetas se intercalan con sonidos más experimentales, casi disonantes, lo que refleja el desajuste interno de los miembros de la banda. Esta fusión de lo melódico y lo disruptivo, lo armonioso y lo caótico, establece una analogía con el proceso creativo de los artistas: nunca es un camino recto, nunca es fácil. A lo largo del filme, la música se convierte en el canal de expresión de los personajes, una forma de articular lo inarticulable, de poner en palabras lo que no se puede decir.


La dirección de arte y el vestuario son también piezas clave que refuerzan la atmósfera de la película. Granada, con su mezcla de modernidad y tradición, se convierte en un personaje más en la historia. Los espacios de la ciudad, desde los estudios de grabación hasta los bares y las azoteas, se presentan con un realismo casi documental, mientras que la ciudad, con sus estrechas calles empedradas y sus colores cálidos, se convierte en el escenario natural para el drama que se desenvuelve. Los decorados están llenos de detalles que dan cuenta de una época específica: los posters de conciertos, los discos de vinilo, las guitarras clásicas. Estos elementos, aparentemente triviales, cargan una gran carga simbólica, pues no solo establecen el contexto, sino que nos conectan con la cultura de los 90, una época en la que las bandas indie definían no solo la música, sino también un estilo de vida.



En cuanto al vestuario, los trajes de los personajes reflejan las tensiones internas que atraviesan. Los miembros de la banda visten de manera informal, con ropa que alude al mundo del rock y la contracultura, pero a la vez hay una cierta desidia en sus atuendos que refleja su lucha interna. La bajista, que busca encontrar su lugar fuera de la banda, viste de manera más sobria y menos acorde con el estilo del grupo, mientras que el guitarrista, atrapado en su espiral destructiva, lleva prendas más desgastadas, como si sus ropas fueran una extensión de su propio estado emocional. Estos detalles no solo son acertados en cuanto al contexto, sino que también aportan una capa de profundidad a los personajes.


La fotografía, bajo la dirección de Eduard Grau, es deslumbrante en su simplicidad. Los planos, a menudo estáticos, dejan espacio para que los personajes se expresen sin distracciones. La luz, suave y cálida, baña las escenas, lo que contrasta con las sombras que acechan a los personajes. Esta dualidad visual resalta la tensión entre la creatividad y la autodestrucción que experimentan los protagonistas. Las tomas nocturnas, en particular, con sus luces bajas y atmosféricas, añaden una carga emocional palpable. El encuadre, a menudo centrado en los rostros de los personajes, deja ver las pequeñas imperfecciones, las arrugas de la desesperación y la búsqueda de un sentido. Esta elección estética subraya la fragilidad humana, la complejidad del ser, y nos hace sentir más cerca de los personajes, casi como si fuéramos testigos silenciosos de sus vidas.


Conclusión: Segundo premio es una película que no solo capta el espíritu de una época, sino que también realiza una reflexión profunda sobre el proceso de creación artística. La película se convierte en una metáfora del sacrificio que implica ser fiel a uno mismo y a su arte, una reflexión sobre las tensiones entre la autenticidad y la comercialización. No hay redención fácil en este viaje, ni respuestas claras. Lacuesta y Rodríguez nos muestran que la creación, aunque vital, es un proceso doloroso, marcado por la incertidumbre y la duda, pero también por una pasión irrefrenable que impulsa a los artistas a seguir adelante. La película se convierte en un homenaje no solo a los artistas que viven al borde de la autodestrucción, sino también a aquellos que, a pesar de todo, siguen creando.


Mensaje final: El director nos deja con una reflexión sobre el valor del arte en la sociedad moderna. ¿Es el arte solo un medio para el entretenimiento, o es algo más profundo? ¿Es una forma de escapar de la realidad, o un medio para enfrentarse a ella? En Segundo premio, Lacuesta y Rodríguez nos invitan a considerar el arte como un espejo de nuestra propia condición humana. La lucha interna de los personajes se convierte en un reflejo de la lucha que todos enfrentamos: la necesidad de encontrar sentido a nuestras vidas, de seguir nuestros sueños a pesar de los obstáculos, y de comprender que el verdadero valor del arte radica en su capacidad para tocarnos, para conectarnos con lo más profundo de nosotros mismos. La película nos recuerda que, en última instancia, la creación es una forma de resistencia, de supervivencia, y, aunque el precio sea alto, es lo que da sentido a nuestras vidas.


Xabier Garzarain



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