“La Compañía: Un canto colectivo al destino inevitable”

José María Flores, cineasta meticuloso y observador de la condición humana, lleva su mirada penetrante un paso más allá con La Compañía (2024), su último trabajo, un cortometraje que extiende su universo de tensiones emocionales y exploraciones existenciales a un nivel profundamente simbólico. Tras el éxito de La Fièvre (2019), donde mostró un dominio claro sobre la narración de lo íntimo y lo esencial, La Compañía amplifica esas preocupaciones, sumergiéndonos en la fragilidad humana, pero también en la inevitabilidad del destino. En su obra más ambiciosa hasta la fecha, Flores deja claro que no solo está interesado en las relaciones interpersonales, sino también en las fuerzas invisibles que las arrastran, lo que le permite crear una obra que se mueve entre lo emocional y lo filosófico con una destreza admirable.

La película, de ritmo pausado y elegante, se desarrolla en una única noche, donde una joven pareja, interpretada por Alberto Amarilla y Elisabeth Larena, se enfrenta a un destino del que parece no poder escapar. La tensión entre ellos no se deriva de grandes conflictos visibles, sino de una sensación de desconexión creciente, de la rutina y de las pequeñas grietas en la relación que, poco a poco, se amplifican. Amarilla, con su vulnerabilidad palpable, y Larena, con su sutileza tensa, hacen de La Compañía un ejercicio de emoción contenida, donde el espectador se siente observado, casi como un intruso, dentro de una relación que está a punto de desbordarse.


Pero más allá de la intimidad de los personajes, La Compañía es una reflexión sobre algo mucho más grande, mucho más trascendente. El título no es casual. Remite a una figura mítica y culturalmente enraizada en las tradiciones del imaginario colectivo: la Santa Compaña, la procesión espectral de las almas errantes que, en la leyenda popular, vaga por la oscuridad de la noche para reclamar a los vivos o presagiar las muertes inminentes. En este contexto, la Compañía se convierte en una fuerza externa, invisible, que acompaña a los personajes de manera inexorable, arrastrándolos hacia un destino predestinado, al igual que las almas condenadas de la leyenda gallega.



A lo largo de la película, José María Flores juega con esta idea de la fatalidad, de la presencia invisible que se cierne sobre los personajes, guiando sus acciones y decisiones, aunque ellos no puedan o no quieran verlo. La Compañía no es un ente que actúa directamente sobre ellos, sino una metáfora del destino colectivo, el conjunto de expectativas sociales y emocionales que los personajes no pueden evitar. Al igual que las almas errantes, son conducidos por fuerzas que están más allá de su control, atrapados en una espiral que no pueden detener.


Pero lo que realmente distingue a La Compañía es la habilidad de Flores para, mediante la música y el silencio, crear una atmósfera única que impregna cada fotograma. La fotografía de Laurent Poulain trabaja en perfecta armonía con el ritmo de la película, reflejando esa tensión latente en cada plano. La iluminación precisa y la composición de los encuadres subrayan la fragilidad emocional de los personajes, mientras el vestuario y el atrezo contribuyen a una sensación de normalidad rota por fuerzas ajenas.


Es aquí donde la genialidad de José María Flores se muestra en su máxima expresión. La película no solo cuenta una historia, sino que nos obliga a cuestionar nuestra propia relación con el destino, la sociedad y nuestras decisiones. En su obra, hay una crítica sutil a las expectativas colectivas, una reflexión sobre cómo el individuo a menudo está atrapado por la presión social y la idea de un destino ineludible.

 

Es aquí donde La Compañía alcanza su punto más sublime: en la intervención de Chury González, cuya música es, sin lugar a dudas, el alma misma de la película. González no solo compone una banda sonora, sino que crea un coro que se convierte en un personaje más, invisible pero omnipresente, que guía el flujo emocional de la narrativa. Desde el primer acorde, el coro introduce una tensión que parece envolver a los personajes, como una sombra que los acecha, y que se convierte en la banda sonora de sus destinos entrelazados. Es imposible no sentir que sin este elemento sonoro, la película perdería gran parte de su magnetismo.


La elección de González de no limitarse a una mera composición instrumental es lo que convierte a la película en una experiencia sensorial y emocional completa. Su coro no es solo una música de fondo, es la esencia de la película misma, un reflejo de las almas errantes que vagan sin rumbo, buscando una resolución que nunca llega. La forma en que la voz colectiva se entrelaza con las acciones de los personajes no hace sino reforzar el mensaje de fatalidad, de destino inevitable que Flores intenta transmitir. El coro no solo acompaña la imagen, la eleva, la transforma, dándole una dimensión que se siente trascendental, como si la historia fuera solo una pequeña parte de una sinfonía mucho más grande, mucho más antigua.



La forma en que el coro entra en la película también tiene una cualidad mística, como si la Santa Compaña misma se materializara a través de sus voces. Es la presencia espectral que flota sobre todo lo que ocurre, algo que está más allá del control humano. Como un grito de lo inalcanzable, el coro de González da profundidad y resonancia a cada escena, cada toma, cada pequeño gesto de los personajes. Sin su intervención, el clímax de la película no sería tan potente, tan lleno de la angustia existencial que impregna toda la obra.


El atrezo también juega un papel fundamental, reflejando la vida cotidiana pero con detalles inquietantes que se suman a la atmósfera de tensión. Cada objeto, parece estar cargado de un simbolismo que acentúa la fragilidad de la normalidad en la que se encuentran los personajes. El vestuario refleja una normalidad que se va rompiendo a medida que la trama se desenvuelve, reforzando la idea de que lo que empieza como un acto cotidiano, puede transformarse en algo más oscuro.


Es, de hecho, este coro el que marca la diferencia con otras películas de temática similar es este uso del coro como fuerza narrativa. Si en Requiem for a Dream (2000), Darren Aronofsky usaba la desesperación humana para arrastrar a sus personajes al abismo, y en Vanilla Sky (2001) Cameron Crowe exploraba la confusión y la manipulación de la realidad, La Compañía lo hace de una manera mucho más sutil y evocadora. No hay grandes caídas hacia el abismo, sino un descenso paulatino y casi imperceptible hacia lo inevitable. Es la Santa Compaña, una fuerza colectiva que no se ve pero se siente, la que guía a los personajes en su viaje hacia lo predestinado, creando una atmósfera de angustia y desesperanza que, al igual que en las mejores tradiciones del cine, encuentra su clímax no en un desenlace abrupto, sino en una sensación de inevitabilidad emocional.


La fotografía de La Compañía, a cargo de Laurent Poulain, es otro de los elementos que enriquecen la obra, aunque no le resta protagonismo al impacto emocional generado por la música. Poulain logra capturar la tensión latente en cada escena a través de planos cuidadosos y una atención meticulosa a los detalles: los primeros planos, las manos entrelazadas, las tomas de la multitud a la distancia. Cada encuadre refuerza la sensación de estar atrapado por una fuerza externa, complementando la atmósfera que la música de Chury González eleva a través del surrealismo y la alienación. La fotografía, sutil pero potente, trabaja en perfecta armonía con el coro para subrayar la desconexión emocional y la inevitabilidad del destino que atraviesan los personajes. La iluminación, precisa y calculada, realza los momentos de tensión emocional, mientras la cámara parece seguir a los personajes con la distancia justa, como si el espectador fuera un intruso en sus vidas.



El mensaje que José María Flores nos transmite con La Compañía es una reflexión profunda sobre la fragilidad de la vida humana y el control que creemos tener sobre nuestras propias decisiones. A través de la introducción del canto colectivo, el director plantea la idea de que, aunque intentemos llevar una vida normal, estamos constantemente siendo empujados por fuerzas sociales y externas que muchas veces nos son ajenas. Este coro, que puede parecer algo alegre y festivo en su superficie, se convierte en una metáfora de las expectativas colectivas que nos asfixian, de cómo la vida y el destino parecen dirigirse hacia nosotros de una manera inevitable y predestinada.


En conclusiónLa Compañía es una obra de cine profundo y reflexivo que se mueve entre la fragilidad humana y la dureza del destino ineludible. Alberto Amarilla y Elisabeth Larena aportan una tensión emocional tan auténtica que, junto al ritmo pausado, la dirección hipnótica de José María Flores y la música sublime de Chury González, crean una atmósfera única que nos mantiene atrapados en su mundo. 


La película no solo se ve, sino que se siente, se experimenta, y nos invita a preguntarnos, al igual que sus personajes, si realmente somos dueños de nuestro destino o si, en última instancia, estamos simplemente siendo arrastrados por una corriente que no podemos controlar.


El resultado, es un cortometraje de calidad impecable, pulido con el cuidado propio de un maestros del montaje, donde cada elemento encaja con precisión, logrando una obra sólida y sin fisuras, que deslumbra por su coherencia y profundidad.


Xabier Garzarain 




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