“Desmontando a un elefante te enseña que algunos dolores nunca desaparecen, pero con ellos también se construyen nuevos comienzos.”

En el mundo del cine, existen películas que, aunque no estén pensadas para atrapar al espectador en un frenesí de acción, son capaces de dejar una huella profunda, casi invisible, como esas cicatrices que nadie ve, pero que siempre están presentes. Desmontando a un elefante es una de esas películas. El debut como director de Aitor Echeverría nos ofrece una obra que, con la sutileza de un cirujano y la precisión de un escultor, disecciona las entrañas del alma humana, sobre todo esa parte que preferiríamos esconder: el dolor, la adicción, las relaciones rotas.


Echeverría no llega con una explosión de ruido, sino con un susurro que se va convirtiendo en grito, lentamente, sin que lo notemos, hasta que estamos tan adentro de la historia que la salida se convierte en un espacio lejano. Este es un cine donde lo importante no es lo que se dice, sino lo que se calla, lo que no se puede nombrar, y sobre todo lo que persiste a pesar de todo. Porque, como bien nos demuestra Echeverría, en la vida y en el cine, el elefante siempre está en la habitación.



Si algo ha caracterizado la carrera de Aitor Echeverría hasta este momento, ha sido su aguda capacidad para usar la luz. No hablamos de la luz cinematográfica como simple adorno; hablamos de una luz que parece tener vida propia, que va más allá del encuadre y toca el alma de los personajes. Su experiencia como director de fotografía en obras anteriores se nota. Sin embargo, con Desmontando a un elefante da un paso hacia una forma de contar más contenida, más exacta, una que le exige menos del brillo de la cámara y más de las entrañas de los personajes. Aquí, la luz es fría, dura, como los recuerdos de los protagonistas, tan persistentes como el elefante que nunca dejan de ver.


Echeverría se aleja de las luces juguetonas y los colores saturados de sus trabajos previos para sumergirse en la oscuridad de un drama familiar desgarrador. Su dirección aquí se convierte en un acto de contención: cada plano, cada encuadre, parece que espera un momento de quiebre, un gesto en el que la verdad, esa verdad dolorosa que todos intentan ignorar, finalmente salga a la luz. Pero esa verdad no llega en un solo golpe. La película es un proceso, lento, casi exasperante, pero que nos arrastra, inevitablemente, hacia el núcleo de la historia.


El ritmo de Desmontando a un elefante es lo que podría describirse como “silencioso pero pesado”. La película avanza como un río lento, casi imperceptible, y, de pronto, un giro, una mirada, un gesto, te atrapan en la corriente sin que te des cuenta. La historia nos presenta a Marga (Emma Suárez), una arquitecta exitosa que regresa a casa tras una rehabilitación, dispuesta a retomar su vida tal como la conocía. Pero la verdadera protagonista aquí no es Marga, ni siquiera Blanca (Natalia de Molina), su hija atrapada entre el amor hacia su madre y el sacrificio de sus propios sueños. El verdadero protagonista es la presencia de la adicción: esa sombra inquebrantable que, aunque no se vea directamente, nos acecha a cada momento.


La película no se centra en mostrar el proceso de rehabilitación ni en ofrecer una narrativa simple de “superación”. En cambio, la trama se mueve en círculos, explorando una y otra vez cómo las personas afectan a las otras sin saberlo, cómo un problema tan personal y desgarrador como la adicción reverbera en cada esquina de una familia. La historia no es lineal, y esto refuerza el peso de los recuerdos, las decisiones mal tomadas, las palabras no dichas.



Es imposible hablar de Desmontando a un elefante sin mencionar el trabajo impresionante de Emma Suárez. Su interpretación de Marga es de esas que dejan una marca, pero no de las evidentes, sino de esas que se infiltran bajo la piel. Marga no es un personaje que pueda ser comprendido de inmediato. No hay respuestas claras ni momentos de redención fácil. A través de Suárez, la película nos invita a comprender la lucha interna de su personaje: una mujer que quiere reconstruir su vida, pero cuya propia historia la sigue acechando. Su mirada vacía en algunos momentos y la chispa de esperanza en otros son las claves para entender que, a pesar de todo, el proceso de sanación es más un camino tortuoso que una solución definitiva.


Y, por supuesto, está la interpretación de Natalia de Molina, cuya Blanca es la contraparte perfecta: una hija atrapada entre su amor filial y el deseo de huir, de dejar atrás el peso de una madre rota. Blanca, al igual que su madre, se enfrenta a una montaña de decisiones, pero mientras Marga lucha con sus demonios internos, Blanca se debate entre el amor y la necesidad de encontrar su propio camino. Molina aporta una sensibilidad única a este personaje, que podría haber caído en el cliché de la hija sufridora, pero que en sus manos se convierte en alguien real, complicado, ambiguo.



Durante el rodaje, Echeverría y su equipo optaron por una atmósfera casi hermética. Se trabajó en escenarios reales, sin adornos, para que los actores pudieran sumergirse en el dolor de sus personajes sin distracciones. Hubo pocas intervenciones de música incidental, y lo que realmente sobresale es la economía de gestos: en esta película, cada mirada, cada silencio, tiene el peso de una confesión no dicha. La exigencia emocional fue tan alta que, como se cuenta en entrevistas posteriores al rodaje, los actores a menudo se veían agotados al final de un día de trabajo. Sin embargo, esa carga emocional es la que le da la fuerza a la película.


Y aquí es donde Desmontando a un elefante se convierte en algo más que una película sobre la adicción. La historia se centra en lo que no se puede resolver, en las huellas que permanecen cuando los problemas no se abordan de la manera correcta. Porque el elefante en la habitación no es solo la adicción, sino todo lo que queda sin decir. La película nos recuerda que los problemas no se resuelven simplemente con el tiempo. El tiempo no borra lo que no hemos enfrentado.


Al final, Desmontando a un elefante es una reflexión sobre la reconstrucción, sobre lo que se pierde y sobre lo que nunca se puede sanar del todo. Echeverría no nos ofrece un final feliz ni una respuesta fácil, porque las adicciones, las relaciones familiares y la vida misma no se resuelven con fórmulas. Lo que nos ofrece es una mirada sincera y dolorosa, un recordatorio de que la vida sigue adelante, aunque no siempre sea como la esperábamos.


Al igual que el elefante, siempre estará allí, en la habitación, presente, incluso cuando no lo veamos. Y, al final, aprender a vivir con su sombra es el verdadero reto.


Un reto tan grande como desmontar a un elefante, pero, como dice el director, desmontarlo es el único camino hacia la liberación.


Xabier Garzarain 

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