“El eco de la diva: la soledad detrás de la gloria”
Pablo Larraín, director chileno cuya filmografía se caracteriza por retratar figuras icónicas y deconstruir las sombras que envuelven la imagen pública, presenta en María Callas una obra de gran carga emocional y reflexión sobre el precio de la fama. Tras películas como Tony Manero (2008), que abordaba la obsesión por la figura del bailarín y su reflejo en la vida de un hombre atrapado en una dictadura cultural, Larraín se adentró con maestría en la biografía de figuras políticas con No (2012) y Jackie (2016), un retrato desgarrador y poético de Jacqueline Kennedy tras el asesinato de su marido. Cada uno de estos filmes muestra una profunda reflexión sobre el trauma, el dolor y la reconstrucción de las figuras públicas, pero en María Callas Larraín va un paso más allá, despojando a su protagonista de la iconografía tradicional para mostrarnos a una mujer rota, vulnerable y profundamente humana.
Desde sus inicios, Larraín ha demostrado ser un director inquieto, dispuesto a cuestionar los mitos y las representaciones oficiales. En Tony Manero, su primer trabajo destacado, aborda la obsesión de un hombre común por la figura de John Travolta en Fiebre del sábado noche, un retrato feroz sobre la deshumanización en tiempos de represión. Esta mirada satírica y perturbadora a las figuras públicas se consolidó más tarde con No (2012), una reflexión sobre los años de la dictadura de Pinochet y el poder de las imágenes. Jackie (2016) consolidó la mirada personal de Larraín sobre el sufrimiento de las figuras públicas tras un trauma colectivo, en la que la viuda de Kennedy es presentada como una mujer que lidia con la construcción de su imagen pública, mientras enfrenta el dolor de una tragedia privada. A través de la figura de María Callas, Larraín continúa explorando cómo las mujeres, especialmente aquellas que alcanzan la fama, deben enfrentarse a las expectativas sociales, pero lo hace con una suavidad más melancólica y reflexiva, dando espacio a una exploración profunda del alma humana.
El ritmo de María Callas es una elección deliberada y una de las decisiones narrativas más arriesgadas del director. Larraín se aleja de la estructura tradicional de los biopics, donde se espera una línea de tiempo cronológica clara. En lugar de eso, la película se adentra en los últimos años de la vida de la soprano, esos años solitarios en París, cuando la gloria de los escenarios ya ha quedado atrás. La trama no es solo una reconstrucción de eventos históricos, sino que se convierte en un proceso introspectivo. Cada escena está impregnada de silencio y contemplación, creando un espacio donde el espectador puede sumergirse en la angustia de Callas. Esto puede resultar un desafío para algunos, ya que la película está marcada por un ritmo lento y pausado, pero es justamente este ritmo lo que potencia el impacto emocional, permitiendo que la desolación interna de la protagonista se traduzca en imágenes. La evolución de la trama se siente como una espiral descendente, una caída libre donde la fama y la soledad se entrelazan con las relaciones humanas complicadas, especialmente con Aristóteles Onassis.
Angelina Jolie, quien interpreta a María Callas, realiza una de sus mejores actuaciones, demostrando un rango emocional que la aleja de sus papeles más comerciales. La actriz no solo se transforma físicamente en Callas, sino que también captura la esencia de la soprano: su vulnerabilidad, su desesperación, y, sobre todo, su lucha interna por reconciliar la imagen pública de una estrella con su vida privada devastada. La voz y la presencia de Callas, dos de sus características más icónicas, se reflejan a través de Jolie en un esfuerzo por canalizar una de las figuras más complejas de la historia musical. A lo largo de la película, su actuación transmite el dolor de una mujer que, a pesar de ser venerada por su talento, está atrapada en la jaula de su propia fama y soledad.
La relación con los otros personajes, como el aristócrata Aristóteles Onassis (interpretado por Haluk Bilginer) y su amigo cercano Ferruccio (Pierfrancesco Favino), muestra una red de interacciones complicadas. Onassis, como el hombre que una vez la amó y abandonó, aporta una carga emocional pesada a la trama, mientras que Ferruccio, como el confidente y protector, ofrece una vía de escape para Callas en su mundo cerrado y dramático. Favino aporta la delicadeza que su personaje requiere, mostrando una profunda empatía hacia Callas, pero también la frustración de ver cómo su amiga se destruye lentamente.
El rodaje de María Callas estuvo marcado por un proceso largo de preparación. La transformación de Angelina Jolie en Callas fue uno de los puntos más comentados, con la actriz sometiéndose a un entrenamiento vocal intenso para replicar la técnica vocal de la soprano, aunque la película no busca una imitación exacta, sino más bien un esfuerzo por capturar el espíritu de su voz. Larraín, conocido por trabajar con un estilo sobrio y minimalista, mantuvo la misma visión estética que caracteriza su cine, buscando capturar la esencia del sufrimiento humano sin adornos innecesarios. Las escenas de Callas en solitario, especialmente aquellas en las que se enfrenta a su espejo, fueron filmadas en silencio, lo que permitió a Jolie explorar la psicología de su personaje sin distracciones. Este proceso, que involucró largas horas de trabajo en solitario, refleja la idea central de la película: la soledad que acompaña a la fama.
Larraín no es ajeno al biopic, y su trabajo en María Callas encuentra una comparación natural con Jackie (2016). Ambas películas se centran en la reconstrucción de figuras públicas que, a pesar de su enorme fama, están profundamente heridas por las tragedias personales. Al igual que Jackie Kennedy, Maria Callas no es presentada solo como un ícono, sino como una mujer atrapada entre las expectativas externas y su propio dolor interno. Sin embargo, mientras que Jackie explora la reconstrucción de la imagen pública tras una tragedia nacional, María Callas lo hace desde una perspectiva de aislamiento, mostrándonos el lado más sombrío de la fama. La comparación con otros biopics sobre artistas, como La Chica Danesa o Bohemian Rhapsody, es interesante: estos filmes muestran el sacrificio personal en aras del arte, pero la diferencia radica en cómo Larraín prefiere no glorificar a sus personajes, sino humanizarlos en su dolor.
La banda sonora de María Callas, compuesta por John Warhurst, es fundamental para la atmósfera emocional del filme. La música de ópera que se escucha a lo largo de la película no solo se convierte en un telón de fondo, sino en un vehículo emocional que refleja el estado interior de Callas. La ópera, una forma de arte llena de grandiosidad, es la antítesis perfecta de la vida personal de Callas, que está llena de sombras y frustraciones. La dirección de Larraín permite que la música no solo sea un acompañamiento, sino un personaje más que dialoga con la protagonista.
El vestuario, diseñado por Massimo Cantini Parrini, es otro componente esencial. Desde los trajes de escenario hasta la ropa más sencilla que Callas usa en su vida cotidiana, el vestuario refleja la dualidad de la cantante: la estrella deslumbrante que el mundo adora y la mujer solitaria que vive en la sombra de esa fama. Los colores y las texturas utilizadas en el vestuario son sobrios, con toques de opulencia que evocan el pasado glorioso de Callas.
La fotografía, a cargo de Edward Lachman, es otra obra maestra visual. Con su estilo sobrio y minimalista, Lachman captura la desesperación que define los últimos años de la vida de Callas. Las sombras, los primeros planos y los juegos de luces crean un espacio en el que la protagonista se siente tanto atrapada como introspectiva, como si estuviera encerrada en un paisaje emocional que la rodea.
María Callas es una película que despoja a su protagonista de la imagen mítica que la rodea, revelando su humanidad en su forma más cruda. Larraín ofrece una reflexión sobre los costos de la fama, el sacrificio y la constante lucha interna de aquellos que deben vivir bajo el peso de una figura pública. La película no solo rinde homenaje a la soprano, sino que también cuestiona el precio de la inmortalidad artística y el vacío que puede generar la adoración pública.
En su búsqueda de mostrar el sufrimiento detrás de la grandeza, María Callas transmite un mensaje claro: la gloria tiene un precio, y ese precio es la soledad y la lucha interna. Larraín, como siempre, no hace concesiones. Nos enfrenta a la realidad detrás del mito, dejándonos con una sensación de melancolía, pero también de una fascinación inquietante por el precio que muchos están dispuestos a pagar por la fama.
Xabier Garzarain



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