“Andor:”Temporada 2 La rebelión desde dentro, el pulso íntimo de una guerra en la sombra.

 Cuando Ariel Kleiman, Janus Metz y Alonso Ruiz palacios se unieron al universo de Star Wars, pocos podían imaginar que una historia derivada de Rogue One llegaría a este nivel de madurez narrativa, estilística y política. Andor, en su segunda temporada, no solo confirma la promesa de su debut, sino que la supera al ofrecernos una meditación sobre el poder, la traición, el anonimato del heroísmo y la lenta construcción de una rebelión que no se forja en actos épicos, sino en la decisión diaria de resistir.


La suma de sus directores es uno de los pilares clave. Kleiman, que ya en Partisan (2015) nos ofrecía una mirada hipnótica y tensa sobre los entornos autoritarios y el control, aporta aquí su capacidad para el suspense cotidiano. Janus Metz, tras el brutal e intimista Armadillo, que documentaba el conflicto en Afganistán desde la subjetividad de los soldados daneses, se instala cómodamente en la frialdad burocrática del Imperio y en los recovecos emocionales de la violencia. Y Ruizpalacios, con GüerosMuseum y su reciente La cocina, ha demostrado ser un director obsesionado con las estructuras de poder y la estética del caos social. En Andor, los tres se encuentran en un territorio común: el retrato de sistemas opresivos y la lucha por escapar de ellos, no mediante la gloria, sino mediante la astucia, la culpa, la clandestinidad.


La temporada se articula con una estructura temporal muy definida: cuatro bloques narrativos, cada uno representando un año en la vida de Cassian antes de los eventos de Rogue One. Esta decisión convierte la serie en una crónica más que en un relato. El ritmo, pausado, casi obstinado, evita las florituras de acción y se ancla en la espera, en la preparación, en las palabras. La trama avanza como si se tejiera a sí misma con hilos de miedo, amor, cálculo y resignación. El enfrentamiento no es tanto físico como moral: se trata de sobrevivir sin traicionarse, de elegir cuándo actuar, cuándo callar y cuándo desaparecer.


Diego Luna, ya consolidado como Cassian Andor, alcanza aquí un nivel de sobriedad y control interpretativo que recuerda a los grandes antihéroes del cine europeo de los setenta. Es un hombre roto que no se reconstruye, sino que aprende a caminar con las piezas sueltas. Stellan Skarsgård como Luthen Rael continúa siendo el alma espectral de la serie, el artífice de los movimientos en la sombra, y su duelo verbal con Forest Whitaker es uno de los momentos más cargados de ambigüedad ideológica de la televisión reciente. Genevieve O’Reilly convierte a Mon Mothma en una figura shakesperiana, atrapada entre la diplomacia y la traición, y su vínculo con su hija, forzada a casarse con el heredero de un mafioso, funciona como metáfora cruel del precio de la libertad.


Denise Gough y Kyle Soller, por su parte, entregan dos de los trabajos más inquietantes de la temporada. Dedra Meero es una villana sin aspavientos, un engranaje demasiado eficiente del Imperio, y su progresiva cercanía con Syril Karn —el inspector humillado que busca redención a través de la obediencia— deviene una historia de amor torcida, incómoda, casi perversa. El episodio en el que comparten cena fue discutido durante el montaje, pero Kleiman insistió en conservarlo, intuyendo que en esa escena sin disparos se concentraba toda la violencia emocional de la serie.


Los directores han renunciado al uso del StageCraft —la tecnología de pantallas LED que domina otras series de Star Wars— para rodar en escenarios reales. Desde las ruinas industriales de Ferrix hasta los espacios fríos y angulosos de Coruscant, la textura visual es tangible, física. En algunos casos, se usaron localizaciones como el metro de Londres o zonas de Valencia y Xàtiva para representar planetas lejanos, lo que aporta a la serie una capa de realismo y peso visual inédito en la saga.


Nicholas Britell firma una banda sonora alejada de las fanfarrias heroicas. Aquí manda la tensión de las cuerdas, los silencios que se cuelan entre los metales y los ecos electrónicos que parecen brotar desde dentro de la maquinaria imperial. El tema “Niamos!”, que en la primera temporada aparecía como una pieza casi festiva, reaparece aquí en clave oscura, como un recuerdo distorsionado del pasado, símbolo de la pérdida de inocencia.


El vestuario es, como en todo buen relato político, fundamental. Las túnicas bordadas de Chandrila, el uniforme severo de Dedra, los trajes gastados de los obreros de Ferrix: cada pieza de ropa indica clase, rol y posibilidad. Mon Mothma parece disfrazada de sí misma, protegida por su riqueza pero cada vez más expuesta. El arte de Andor no solo construye mundos, sino que los habita con gestos, colores y silencios.


En cuanto a la fotografía, destaca el trabajo de Christophe Nuyens, quien emplea la luz como narradora. No hay brillos innecesarios, solo sombras que se alargan, amaneceres que no iluminan del todo y escenas nocturnas que parecen sacadas del cine de Tarkovski. La cámara no busca espectáculo, sino intromisión: se cuela en despachos, en callejones, en habitaciones en las que se decide el destino de millones.


La conclusión de la serie no es una catarsis, sino una acumulación. Cada personaje ha cedido algo: un ideal, una persona querida, una parte de sí mismo. La rebelión se configura no como acto de fe, sino como consecuencia inevitable de la deshumanización sistemática. Andor es, en ese sentido, una historia sobre cómo el poder te obliga a elegir entre ser víctima o cómplice. Y en esa elección, cada uno de sus personajes se vuelve trágico, humano, y, sobre todo, inolvidable.


Xabier Garzarain 

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