“El reino de la mafia:”la herencia del silencio.
Con El reino de la mafia, Julien Colonna firma su debut en el largometraje con una madurez que desconcierta. Hijo del periodista y activista Guy Orsoni, asesinado en circunstancias turbias en 1983, el propio Julien ha vivido de cerca las tensiones, las heridas y los silencios que atraviesan la isla de Córcega. No es casual que haya elegido precisamente esta tierra como escenario ni que la historia se construya alrededor de un clan mafioso en plena descomposición. El pasado personal del director se filtra por cada plano, no como un acto de ajuste de cuentas, sino como un intento de exorcismo. De alguna forma, este primer filme también es su propia reconciliación con los fantasmas de la infancia.
Su trayectoria previa ha estado más ligada al mundo de la escritura y el documental, pero en El reino de la mafia Colonna demuestra tener una intuición cinematográfica extraordinaria. En lugar de recrearse en las formas clásicas del cine de gánsteres, construye un relato íntimo, casi doméstico, que se mueve entre la violencia exterior y la transformación interior de sus personajes. La colaboración con Jeanne Herry en el guion no solo aporta solidez dramática sino que redirige el foco hacia la relación paterno-filial, verdadero corazón del filme. Herry, que ya ha demostrado en películas como Je verrai toujours vos visages su capacidad para penetrar en los traumas más profundos con sensibilidad y rigor, canaliza aquí esa experiencia para dotar de verdad y contradicción a los vínculos familiares que retrata la cinta.
La película arranca en 1995, en un verano corsés que parece suspendido entre la adolescencia de Lesia y la decadencia del entorno mafioso que la rodea. Pronto, ese tiempo aparentemente detenido estalla en violencia. Un secuestro –o más bien una especie de rescate forzado– marca el inicio de una huida tanto geográfica como emocional: Lesia, de apenas catorce años, es arrancada de su vida cotidiana por Pierre-Paul, su padre, que se oculta con su clan en una villa perdida mientras la guerra entre mafias comienza a propagarse como un incendio. A partir de ahí, el guion despliega un trayecto en dos niveles. Por un lado, una huida física, llena de tensión y sobresaltos. Por otro, un viaje emocional hacia una relación que nunca se llegó a construir del todo: la de una hija con el padre que casi no conocía.
El ritmo de la película evita los atajos y los efectismos. No se precipita en busca del clímax, sino que va dejando espacio a los silencios, a los gestos pequeños, a la incomodidad que habita en esa casa donde todos vigilan a todos, y donde Lesia se convierte en testigo de un mundo al que no pertenece, pero que de algún modo la reclama. Hay una especie de melancolía en la forma en que Colonna filma esa espera entre disparos, esa tensión que se cocina a fuego lento y que revela más de los personajes que cualquier escena de acción.
Las interpretaciones son, sin excepción, extraordinarias. Ghjuvanna Benedetti, que debuta en el cine con el papel de Lesia, es un descubrimiento. Su mirada contiene toda la rabia, el desconcierto y la fragilidad de una adolescente obligada a madurar demasiado rápido. Nunca resulta impostada. Su actuación, de una naturalidad casi salvaje, es una de esas presencias que difícilmente se olvidan. Frente a ella, Saveriu Santucci construye un Pierre-Paul lleno de contradicciones: un hombre violento y perdido, pero también tierno en sus torpes intentos de acercamiento. Ambos personajes se mueven en un campo de ruinas emocionales, y la película logra captar ese proceso sin subrayados, dejando que la emoción surja del roce y no del estallido.
El reparto secundario también merece una mención especial. Anthony Morganti, Andrea Cossu y Frédéric Poggi, entre otros, encarnan con precisión la ambigüedad moral de los miembros del clan: figuras masculinas que se creen invencibles y que sin embargo empiezan a descomponerse ante nuestros ojos. Lo interesante es que Colonna no los convierte en villanos caricaturescos ni en héroes trágicos. Son, más bien, hombres atrapados por una lógica de poder que los devora.
El rodaje, realizado en distintas localizaciones de Córcega, aporta una textura de autenticidad que resulta clave. La decisión de trabajar con actores locales, muchos de ellos no profesionales, dota a la película de una fisicidad muy particular. Se nota en los acentos, en los cuerpos, en los gestos. Colonna ha contado en entrevistas que muchas de las escenas surgieron de improvisaciones o se inspiraron en vivencias propias o escuchadas en su infancia. Una de las secuencias más poderosas –la conversación nocturna entre Lesia y su padre, en medio del campo, cuando el peligro acecha– fue escrita la noche anterior al rodaje, casi como un susurro compartido entre director y actriz. Esos momentos, construidos desde la fragilidad, son los que elevan la película por encima de cualquier otra propuesta del género.
La música de Audrey Ismaël, delicada y atmosférica, acompaña el tono de la película sin invadirlo. No hay épica, ni melodrama, ni clichés de thriller. La banda sonora se convierte casi en una respiración que acompaña a los personajes, una música que escucha sus miedos y que se retira cuando el silencio lo dice todo. La fotografía de Antoine Cormier también merece un reconocimiento aparte. Lejos de cualquier estética estilizada, su cámara capta la aspereza de la tierra, la luz abrasadora del mediodía, el polvo que flota en las habitaciones. Los interiores son oscuros y opresivos; los exteriores, vastos y amenazantes. Hay una voluntad de atmósfera que recuerda a veces al cine de Jean-Pierre Melville, pero también a ciertos momentos de Mediterráneo de Salvatores o La tierra y la sombra de César Augusto Acevedo.
El vestuario, supervisado por Caroline Spieth, es otro ejemplo de ese trabajo de contención y realismo. No hay intención de marcar época, sino de vestir a los personajes desde su cotidianidad. La ropa no se convierte en símbolo sino en refugio, en armadura emocional. En ese sentido, todo el trabajo de arte –desde la villa donde se refugian hasta los coches, las cocinas, los objetos– construye una realidad tangible, vivida, que hace que la violencia cuando llega nos golpee con más fuerza.
Si uno piensa en otras películas sobre el crimen organizado, El reino de la mafia parece desmarcarse con claridad. No tiene la ambición operística de El Padrino, ni el vértigo documental de Gomorra. Se sitúa más cerca de Suburra, por la manera en que muestra el desgaste emocional del poder, pero Colonna opta por una escala mucho más íntima. Su mirada, profundamente empática, recuerda incluso a ciertos momentos de El hijo de Saúl, no por el contexto ni por la puesta en escena, sino por la forma en que todo se filtra a través del cuerpo del protagonista. Aquí es el cuerpo de Lesia el que respira, huye, se transforma.
La película no ofrece una resolución clara. Como en la vida real, las heridas no se cierran con un abrazo. Pero sí hay una forma de redención en ese viaje compartido entre padre e hija. Una redención imperfecta, incómoda, frágil. Colonna no busca respuestas sino acompañamiento. Quiere que entendamos que detrás de la violencia hay siempre una historia, un silencio que pesa, un vínculo que sobrevive como puede.
El mensaje de El reino de la mafia es profundamente filosófico. La violencia, en este contexto, no se muestra como una mera confrontación de fuerzas externas, sino como el resultado de una historia no resuelta. La guerra entre mafias, los enfrentamientos armados, las traiciones, todo esto es solo el reflejo de un dolor más antiguo y complejo que ha sido heredado y que se repite, implacable, de generación en generación. Pero lo que Colonna nos quiere mostrar es que, incluso en medio de esta herencia de violencia, siempre existe la posibilidad de encontrar una grieta. La película nos invita a preguntarnos: ¿Es posible salir de la espiral del odio y el resentimiento? ¿Es posible perdonar cuando todo parece estar perdido? No ofrece respuestas fáciles, pero sugiere que, en la relación entre padre e hija, hay una oportunidad de redención. Quizá no una redención completa, sino una pequeña rendija por la que se escapa la luz. La reconciliación no viene de una acción heroica ni de una solución mágica. En El reino de la mafia, la salvación llega en los momentos más humildes, en esos gestos de fragilidad humana que rompen el ciclo de violencia.
El director, entonces, nos propone una reflexión sobre la herencia del dolor y la importancia de desactivar los ciclos destructivos. En la vida, como en la mafia, lo que nos marca no siempre puede ser olvidado, pero sí puede ser entendido. Y tal vez, en ese entendimiento, sea posible encontrar el principio de la sanación.
En este sentido, El reino de la mafia no solo se presenta como un drama familiar, sino también como un alegato sobre la memoria, la reconciliación y, sobre todo, la capacidad humana de transformar incluso las relaciones más dañadas. La película no nos ofrece respuestas fáciles ni un final feliz, pero sí nos deja con la sensación de que, en medio del caos, las pequeñas reconciliaciones son las que de verdad importan. Colonna nos recuerda, en definitiva, que la única forma de realmente avanzar es enfrentando el pasado, no como una carga, sino como una oportunidad de entendernos a nosotros mismos y a los demás. Y a veces, eso es todo lo que necesitamos para seguir adelante.
Xabier Garzarain

Comentarios
Publicar un comentario