“La huella del mal” Ecos primitivos en la oscuridad contemporánea.

 Desde sus inicios en televisión con títulos como Compañeros o Sin identidad, Manuel Ríos San Martín ha desarrollado una sensibilidad particular para detectar los mecanismos emocionales de sus personajes y situarlos en contextos donde la tensión psicológica es tan importante como la acción. Su paso al cine, aunque más reciente, ha sido coherente con su trayectoria televisiva: un interés por el thriller, el crimen y la fragilidad de las relaciones humanas. En La huella del mal, quizás su proyecto más ambicioso hasta la fecha, Ríos San Martín da un salto cualitativo y temático, apostando por una historia que entrelaza el pasado más remoto de la humanidad con el presente más inquietante.

El film arranca con una propuesta tan original como turbadora: el hallazgo de un cadáver humano en una posición ritual, durante una visita escolar a un centro arqueológico de Atapuerca. La escena, con ecos claros a la antropología forense y a thrillers de culto como El silencio de los corderos, nos sumerge en un territorio inexplorado dentro del cine español reciente: la arqueología como paisaje del crimen. La apuesta no es solo estética, sino conceptual: ¿cuánto de lo ancestral y violento sigue latiendo bajo la superficie de nuestra civilización?


La trama se despliega con un ritmo pausado pero hipnótico, más cercano a las novelas negras del norte de Europa que a los thrillers de acción convencionales. El director no tiene prisa, y eso se agradece: el tempo lento permite que el espectador se sumerja en el ambiente opresivo de la investigación y en los dilemas éticos que plantea. El guion, coescrito junto a Victoria dal Vera, sabe manejar la tensión entre lo científico y lo emocional, lo racional y lo simbólico, sin caer en explicaciones excesivas.


Blanca Suárez interpreta a la inspectora encargada del caso con una contención inusual en su carrera, más introspectiva que explosiva. A su lado, Daniel Grao aporta ese magnetismo ambiguo que tan bien maneja, y que lo convierte en un sospechoso ideal: tan cercano como inquietante. Destacan también Aria Bedmar y Fernando Cayo, ambos entregados a personajes llenos de heridas latentes y ambigüedades morales. La dirección de actores es sobria y eficaz: nadie sobreactúa, todo parece estar contenido, como si el horror se hubiese fosilizado bajo tierra.


Uno de los grandes aciertos del filme es la atmósfera visual. La fotografía, con tonos grises, terrosos y azules fríos, refuerza la idea de un pasado que se filtra en el presente. Las localizaciones en el entorno de Atapuerca, con sus paisajes abruptos y su carga simbólica, no solo sirven como fondo, sino que se integran como un personaje más de la narración. El atrezo arqueológico —herramientas, huesos, elementos rituales— está tratado con un detalle casi reverencial, lo que dota al relato de una verosimilitud inquietante.


El vestuario es discreto, contemporáneo, pero siempre al servicio del personaje: no hay alardes, pero sí elecciones inteligentes (como los colores oscuros que camuflan a los personajes con el paisaje, o los pequeños detalles que los diferencian según su rol profesional o social). La música, sobria y atmosférica, acompaña sin invadir, subrayando los momentos de mayor intensidad sin forzar al espectador.


Una anécdota curiosa del rodaje —revelada por el propio director en una entrevista— es que parte del equipo tuvo que recibir formación básica en arqueología para respetar la precisión científica de los movimientos y las técnicas mostradas. Además, algunas escenas se rodaron en cuevas reales, lo que añadió dificultad logística pero también autenticidad a las secuencias subterráneas, que resultan especialmente opresivas.


En cuanto a referentes, La huella del mal dialoga con películas como Zodiac de Fincher, Prisioneros de Denis Villeneuve, o incluso con True Detective en su primera temporada. No tanto por el estilo visual, sino por esa idea de que el mal tiene raíces profundas, antiguas, que a veces escapan a nuestra comprensión racional. Pero también se nota la herencia del noir español reciente, como La isla mínimaEl guardián invisible, con los que comparte el interés por el paisaje como reflejo del crimen y del alma humana.


La conclusión del film —que no conviene desvelar— no ofrece una catarsis limpia ni respuestas definitivas. Más bien, deja al espectador con una inquietud persistente: la sensación de que el mal, como las huellas fósiles, permanece latente, esperando el momento de resurgir. El mensaje de Ríos San Martín es claro: la civilización es una capa delgada, frágil, que apenas cubre los impulsos más oscuros de nuestra especie. La ciencia, la ley y la cultura son escudos útiles, pero no infalibles. Y cuando esos escudos fallan, el pasado más brutal se impone con fuerza.


La huella del mal es, en definitiva, un thriller cerebral, atmosférico y perturbador que marca un nuevo hito en la carrera de su director. Una obra que no solo entretiene, sino que también plantea preguntas incómodas sobre nuestra naturaleza más profunda. Y lo hace con inteligencia, elegancia y una precisión casi quirúrgica.


Xabier Garzarain 

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