“Las prodigiosas:” Música desde el abismo.

 Frédéric y Valentin Potier no son nombres que, hasta ahora, sonaran con fuerza en el panorama del cine europeo más ambicioso. Formados entre la publicidad, el videoclip y la televisión, su recorrido ha sido, hasta Las prodigiosas, el de dos cineastas inquietos pero aún en busca de una voz definitiva. Su debut conjunto en el largometraje con Domino Effect (2016) ya apuntaba cierta habilidad para estructurar el caos emocional dentro de una narrativa compacta, pero todavía atrapada en los códigos de la acción y la comedia negra. Más adelante, con Gaston Lagaffe (2018), adaptación del popular cómic francés, abrazaron la comedia física y visual, algo que les trajo notoriedad pero también les encasilló en un cine más ligero, menos autoral.


Sin embargo, en paralelo, ambos hermanos desarrollaban un interés por los límites del cuerpo humano y su relación con el talento, el esfuerzo y la identidad. Ese germen, todavía latente en sus obras anteriores, estalla con inesperada madurez en Las prodigiosas. Estamos ante un salto cualitativo que no sólo redefine su estilo, sino que los posiciona en una senda cercana a cineastas como François Ozon o incluso Lucile Hadzihalilovic, por esa capacidad de generar una atmósfera opresiva y poética a la vez.


La película nos sitúa en la vida de Claire y Jeanne Vallois, dos hermanas gemelas prodigio del piano, admitidas en la exigente Escuela Superior de Música de Karlsruhe bajo la tutela de un maestro alemán de renombre. Su talento ha sido cultivado desde la infancia por un padre devoto y obsesionado, interpretado con una vulnerabilidad sorprendente por Franck Dubosc, alejado de su registro cómico habitual. Cuando una enfermedad neurológica comienza a afectar las manos de una de ellas, seguida poco después por la otra, el relato se transforma: ya no estamos ante un biopic musical ni un drama de superación al uso, sino frente a un estudio íntimo sobre el cuerpo como territorio de conflicto, la pérdida como detonante de reinvención, y la creación artística como acto desesperado.


El guion, firmado por los Potier junto a Sabine Dabadie (con colaboración de Claire LeMaréchal), trabaja con una estructura clásica pero eficaz, en tres actos claramente marcados: el ascenso, la caída y la transformación. Sin embargo, lo que podría haber sido un ejercicio predecible se convierte en un retrato matizado gracias a la atención al detalle, el tratamiento del silencio y una cuidada dosificación del conflicto. Hay una apuesta por la contención que se agradece: la película nunca subraya su emotividad, y eso la vuelve más poderosa.


Las interpretaciones son otro de sus pilares. Camille Razat y Mélanie Robert ofrecen un trabajo dúctil, preciso, sin alardes, como si supieran que el verdadero virtuosismo reside en la armonía, no en el exceso. Las escenas de práctica conjunta, en las que simulan una técnica pianística inventada para la película (en la que cada una usa una sola mano, complementando a la otra), están coreografiadas con tal precisión que resultan hipnóticas. Según revelaron en entrevistas, ambas actrices pasaron meses entrenando con profesores de piano y coreógrafos de movimiento, no para tocar realmente, sino para aprender la lógica del gesto musical. El resultado es profundamente verosímil.


El personaje de Lenhardt, interpretado por August Wittgenstein, es uno de los más interesantes: un mentor severo, atrapado entre su admiración por las gemelas y su lealtad a las reglas del conservatorio. Isabelle Carré, como madre callada pero no ausente, aporta la voz de la duda: ¿hasta qué punto vale la pena el sacrificio artístico si conlleva la anulación del cuerpo, de la salud, de la vida?


La dirección de los Potier brilla especialmente en su uso del espacio. Las aulas, los pasillos, las salas de ensayo, todo parece bañado en una luz grisácea y melancólica que subraya la sensación de encierro. Aquí es fundamental el trabajo de Danny Elsen, director de fotografía belga con experiencia en dramas atmosféricos, quien emplea un colorimetría suave y desaturada, con predominio de los tonos fríos, que potencia el aire clínico, casi quirúrgico, del entorno académico. El contraste con los escasos momentos de libertad —una escapada al bosque, una noche de música improvisada— resulta revelador: la música, en realidad, no reside en las partituras, sino en la vida.


El diseño de producción de Anna Brun también merece mención: los objetos, los instrumentos, las salas de ensayo, todo está dispuesto con precisión casi obsesiva. El atrezo no sólo recrea el ambiente del conservatorio con fidelidad, sino que se convierte en una extensión emocional de los personajes. Cada piano, cada banco, cada metrónomo parece tener historia propia. El vestuario, diseñado por Floriane Gaudin, mantiene esa línea de sobriedad, marcando con sutileza los cambios anímicos de las protagonistas sin caer en obviedades.


La música original, compuesta por Dan Levy (integrante del dúo The Dø y habitual en bandas sonoras francesas), funciona como un susurro emocional que recorre la película sin imponerse. Lejos del dramatismo habitual de este tipo de relatos, Levy opta por una partitura minimalista, que se funde con los silencios, con los ruidos del aula, con el roce de los dedos sobre el teclado. La verdadera música, parece decirnos, está en la resistencia, no en la perfección.


La película entabla un diálogo implícito con otras obras del género musical, pero desde una perspectiva poco habitual. Si Whiplash exploraba la violencia del perfeccionismo, y La pianista diseccionaba la represión y el dolor íntimo, Las prodigiosas propone una vía alternativa: la creación a través del límite, la belleza surgida de la imperfección. También hay ecos de Shine o incluso de Amadeus, pero invertidos: aquí no se trata de competir con otros, sino de sobrevivir a una pérdida.


En su tramo final, lejos de una solución mágica, las gemelas encuentran un modo de reinventarse juntas, no a pesar de su enfermedad, sino gracias a ella. El mensaje es profundamente conmovedor sin ser complaciente: el talento no está en lo que uno tiene, sino en lo que uno decide hacer con lo que le queda.


Las prodigiosas es, en definitiva, una película madura, sobria y profundamente humana, que consolida a los hermanos Potier como cineastas capaces de mirar el drama sin morbo, de filmar la fragilidad sin patetismo y de encontrar belleza en las ruinas. Un filme que se toca a cuatro manos, como las hermanas que lo protagonizan: cada una con su dolor, pero unidas por una música que ya no busca la perfección, sino la verdad.


Xabier Garzarain 

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