“Los aitas: el desentrenamiento emocional de una generación de hombres.”

 Desde sus primeros pasos en el mundo del cortometraje (Éramos pocos, La primera vez), Borja Cobeaga ha demostrado una notable habilidad para detectar los nervios sensibles de la sociedad española contemporánea, diseccionarlos con humor y construir con ellos relatos que, sin dejar de ser divertidos, contienen una amarga conciencia del fracaso emocional. En Pagafantas (2009), su debut en el largometraje, exploraba la frustración amorosa masculina desde el patetismo y la ternura. Más tarde, en Negociador (2014), abordó el conflicto vasco desde una perspectiva insólita: el desconcierto del individuo ante el engranaje político. Fe de etarras (2017) volvía a ese universo, esta vez con un humor más ácido, subrayando la deriva del idealismo convertido en rutina. Cada una de estas películas es, a su modo, una comedia sobre el malestar: hombres superados por un mundo que ya no entienden o que nunca entendieron del todo.


Con Los aitas, Cobeaga alcanza una nueva madurez como cineasta. Ya no se limita a retratar el ridículo de sus personajes, sino que se detiene en su impotencia emocional, en su fragilidad no asumida, en la pobreza afectiva que arrastran desde tiempos que nunca se nombran. La película plantea una pregunta aparentemente simple pero profunda: ¿qué pasa cuando a los hombres, educados para la distancia, se les exige presencia? La respuesta, claro, no es sencilla, y Los aitas no cae en la trampa de responderla con redención ni moralinas.



Ambientada en la Bilbao de finales de los 80, la película se despliega como una fábula melancólica disfrazada de comedia costumbrista. Un equipo infantil de gimnasia rítmica se enfrenta al sueño de participar en un campeonato internacional en Berlín. Sin embargo, las madres —presencias difusas pero decisivas— no pueden acompañar a las niñas, y la responsabilidad recae en los padres. Hombres que, en su mayoría, apenas conocen las reglas del deporte, que no recuerdan la fecha de nacimiento de sus hijas, que no saben cómo hablarles. Este planteamiento desencadena un viaje no solo físico, sino emocional, que los obliga a convivir, observar y, muy lentamente, escuchar.


El guion, coescrito por Cobeaga y Valentina Viso (conocida por sus colaboraciones con Mar Coll y Elena Trapé), encuentra el equilibrio perfecto entre la sátira y la empatía. No se burla de sus personajes, pero tampoco los exculpa. Les permite equivocarse, callarse, meter la pata, pero también, en ocasiones, acertar. La estructura narrativa es coral, y cada uno de los padres tiene su propio arco, delineado con pequeños gestos más que con grandes declaraciones. Juan Diego Botto aporta gravedad y contención a un personaje que arrastra un divorcio mal digerido; Quim Gutiérrez ofrece una de sus interpretaciones más sobrias, lejos del histrionismo de sus papeles cómicos; Ramon Barea compone a un padre viudo y desbordado por la ternura que no sabe expresar; Mikel Losada y Iñaki Ardanaz completan el retrato de una masculinidad tan oxidada como frágil.


La dirección de Cobeaga se muestra aquí más invisible que nunca, pero también más precisa. Confía en los silencios, en los planos sostenidos, en las miradas que no se devuelven. La fotografía de Javier Agirre Egaña rehúye el colorismo ochentero y opta por una paleta apagada, con tonos grises y ocres que evocan no solo una época sino un estado emocional: el de unos personajes instalados en el estancamiento. La ambientación es sobria y cuidada, con un trabajo de vestuario que esquiva la caricatura: hay hombreras, hay cortavientos, hay rizos permanentes y pantalones de pinzas, pero nunca como cliché, sino como contexto emocional.



La música, por su parte, combina temas originales con algunos hits de la época, pero siempre al servicio de la narración. Un tema de Duncan Dhu en el momento justo no funciona como guiño nostálgico sino como detonante emocional, y eso marca la diferencia con tantas películas que se refugian en la música para provocar sensaciones que el guion no alcanza. Aquí no hay atajos.


La relación entre padres e hijas, eje central de la película, está construida con una sensibilidad poco frecuente en el cine español. Las niñas —Sofía Otero, Irati Goitia, Vera López y Mara Garcés, entre otras— no están infantilizadas ni convertidas en metáforas. Son personajes con voz propia, con mirada crítica, y en muchos casos más maduras emocionalmente que sus padres. Su forma de estar en el mundo, de cuidar, de exigir, pone en evidencia la fragilidad de quienes deberían protegerlas.


Durante el rodaje, que se extendió durante nueve semanas entre localizaciones del País Vasco y Alemania, el equipo apostó por la convivencia real entre actores adultos y niñas, facilitando ensayos conjuntos y espacios de confianza emocional. En entrevistas posteriores, Cobeaga ha confesado que parte del tono de la película surgió de observar estas dinámicas espontáneas, más que de imponerlas desde el guion. Esa organicidad se nota en cada escena compartida: no hay impostación, no hay ternura forzada. Hay incomodidad, y poco a poco, respeto.


Los aitas dialoga con una larga tradición de películas sobre padres e hijas (Kramer vs. Kramer, Paper Moon, Aftersun), pero lo hace desde un lugar particular: el del humor vasco, seco, lleno de dobles sentidos, y de una honestidad brutal. También conecta con otras películas recientes sobre cuidados y masculinidades en crisis, como Cinco lobitos, 20.000 especies de abejas o incluso Close de Lukas Dhont, aunque evita los estallidos emocionales en favor de una melancolía contenida.


El mensaje final no es optimista, pero sí necesario: la paternidad no es solo presencia física, ni obediencia logística, ni firmar permisos. Es un aprendizaje constante, una forma de deshacer décadas de silencio, y sobre todo, una disposición al error, al ridículo y al afecto. Cobeaga no ofrece redenciones, pero sí deja espacio para el cambio, para una ternura torpe que asoma entre chistes mal contados y meriendas compartidas en habitaciones de hotel.


Con Los aitas, el director firma su película más madura, más arriesgada y más necesaria. Una historia que habla del pasado reciente pero interpela de lleno al presente. Una película que, en el fondo, no va sobre padres acompañando a sus hijas, sino sobre hombres aprendiendo —por fin— a mirar, a cuidar y a estar.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.