“Los Pecadores:”Cuando los colmillos muerden el alma de América.
Ryan Coogler es, desde sus inicios, uno de esos cineastas que entienden el cine como una herramienta de memoria, identidad y denuncia. Su filmografía es una línea ascendente de compromiso narrativo y evolución formal. Desde la desgarradora Fruitvale Station, en la que ya colaboró con Michael B. Jordan, hasta la epopeya política de Black Panther, pasando por la revitalización emocional de Creed, Coogler ha sabido mirar al pasado con ojos de presente, conjugando la tradición del cine estadounidense con una mirada propia, marcada por la herencia afroamericana, el trauma colectivo y la posibilidad de futuro.
Los pecadores, su nueva película, es un paso más allá en ese camino, y a la vez, una desviación arriesgada hacia el género del horror, al que imprime su propio sello autoral. Ambientada en los años treinta, en plena Ley Seca, la película no se limita a reproducir los códigos del cine negro o del western crepuscular, sino que los contamina con una fábula vampírica de resonancias casi bíblicas. En el centro del relato, dos hermanos gemelos —Elijah y Elias Smoke— regresan a su ciudad natal buscando empezar de cero. Pero ese regreso no es más que el inicio de una confrontación con el mal más profundo: los vampiros se han apoderado del lugar, y tras su fachada de poder económico y carisma social, se esconden los mismos mecanismos de dominación que Coogler ha venido desentrañando en toda su obra.
Michael B. Jordan se enfrenta aquí al reto más ambicioso de su carrera: interpretar a los dos hermanos desde una fisicidad y una psicología claramente diferenciadas, sin caer en el artificio ni en la caricatura. Elijah, introspectivo, contenido, casi filosófico; Elias, impulsivo, herido, con una violencia a flor de piel. Jordan modula cada gesto, cada silencio, con una precisión que asombra. No se trata solo de un ejercicio actoral virtuoso, sino de una exploración dramática del desdoblamiento, del bien y el mal que habitan en un mismo cuerpo. El montaje de Michael P. Shawver, habitual en el cine de Coogler, ayuda a potenciar esa tensión entre los dos personajes, en escenas donde el diálogo entre ambos —rodado con dobles y efectos digitales mínimos— se convierte en una batalla espiritual.
El ritmo de la película es denso, casi hipnótico. Coogler no busca la espectacularidad inmediata, sino una atmósfera asfixiante que se va construyendo capa a capa. Cada escena parece cargada de un presagio oscuro, como si el mal estuviera siempre acechando desde las sombras. Pero no es un mal fantástico o banal, sino uno profundamente enraizado en la historia de América: el mal del racismo estructural, de la miseria heredada, de la corrupción institucionalizada. Los vampiros de Los pecadoresno son criaturas sobrenaturales en el sentido clásico, sino metáforas de aquellos que chupan la sangre de los demás desde posiciones de poder: políticos, empresarios, jefes de policía. Coogler, sin perder nunca el pulso narrativo, hace una crítica feroz del capitalismo salvaje que se afianzó en la América de entreguerras.
Junto a Jordan, el reparto brilla con luz propia. Hailee Steinfeld compone a Mary como una figura ambigua, entre el deseo y la resistencia. Su historia con Elijah no es una simple subtrama romántica, sino un canal por el que se expresa el duelo, la culpa y la necesidad de redención. Jack O’Connell, en el papel de Remmick, encarna con inquietante energía la amenaza humana que rivaliza con la vampírica: un tipo que parece salido de una novela de Flannery O’Connor, brutal y carismático. Wunmi Mosaku, Jayme Lawson, Omar Benson Miller y Delroy Lindo aportan solidez y humanidad a unos secundarios que no están ahí para llenar espacios, sino para reforzar el tapiz coral del relato. Destaca especialmente Delroy Lindo como Delta Slim, una suerte de viejo sabio que conoce el origen del mal, y que se revela como figura clave en el desenlace.
La dirección de arte, firmada por Hannah Beachler, es otro de los grandes logros del film. La ciudad natal de los Smoke parece anclada en un tiempo suspendido, donde lo gótico se mezcla con lo decadente. Las casas, los callejones, los bares clandestinos, todo está diseñado con una meticulosidad que remite tanto a Days of Heaven como al cine de Val Lewton. El vestuario de Ruth E. Carter, lleno de texturas y matices, completa ese universo visual que evoca una América descompuesta, hermosa en su desolación. La fotografía de Autumn Durald alterna tonos cálidos y ocres con pasajes de una oscuridad casi pictórica. Hay planos que parecen sacados de una pintura de Edward Hopper en plena pesadilla, con luces que apenas atraviesan las sombras, con rostros medio devorados por la penumbra.
La música de Ludwig Göransson es, como ya ocurrió en Black Panther, uno de los motores sensoriales de la película. Aquí compone una partitura que mezcla el jazz del delta con sonidos electrónicos y atmósferas ominosas. Algunas piezas están interpretadas por el legendario Buddy Guy, cuya presencia como músico en uno de los bares añade una capa de autenticidad, pero también de dolor y resistencia. La música no solo acompaña, sino que articula emocionalmente las escenas: hay momentos en los que la melodía parece susurrar lo que los personajes no pueden decir, o anticipar lo que está por venir.
El rodaje, según ha trascendido, no fue sencillo. Jordan pasó más de seis meses entrenando para diferenciar a los dos personajes a nivel físico, con dietas distintas, posturas distintas, rutinas distintas. Coogler insistió en rodar muchas de las escenas en exteriores reales, en poblaciones del sur de Luisiana, para captar esa humedad, esa decrepitud, esa sensación de tiempo detenido que impregna cada fotograma. La decisión de prescindir de grandes efectos digitales refuerza la corporeidad de la película, su vínculo con lo real. Incluso los colmillos de los vampiros fueron realizados artesanalmente por Ken Diaz, especialista en prótesis y maquillaje, en un intento de devolver al género su dimensión física, tangible.
En cuanto a su lugar dentro del cine de vampiros, Los pecadores es una obra que conversa con el género, pero desde una distancia crítica. No hay glamour ni romanticismo. Aquí los vampiros no son seductores nocturnos, sino parásitos encarnados en figuras de poder. En ese sentido, la película dialoga con obras como Ganja & Hess (1973), Vampyr (1932) o incluso Déjame salir, donde el horror es una forma de hablar del racismo sistémico. Pero también hay ecos de Noche de miedo, de Near Dark, de aquellas películas de los 80 que cruzaban el western con el vampirismo. Coogler bebe de todas ellas, pero las digiere y transforma en un lenguaje propio.
La película termina con un plano devastador: los hermanos, en el amanecer, tras haber sobrevivido a la noche más larga de sus vidas, se miran sin decir una palabra. No hay victoria clara, no hay redención absoluta. Solo el peso del pasado y la certeza de que el mal nunca desaparece del todo. Ese final, seco, amargo, profundamente humano, es el broche perfecto para una película que no busca respuestas fáciles. Coogler, como en sus mejores obras, no predica: sugiere, remueve, lanza preguntas al espectador.
Los pecadores es, en definitiva, una de las obras más ambiciosas y logradas de Ryan Coogler. Una película que demuestra que el cine de género, cuando se toma en serio, puede ser también cine político, cine poético, cine que atraviesa el alma. Es una película que quema lentamente, como la madera húmeda, pero que deja una brasa encendida en el espectador. Una fábula oscura sobre los vínculos de sangre, los fantasmas de la historia y la tenacidad de quienes se niegan a ser devorados por la oscuridad.
Coogler elige cerrar la película sin música, sin épica, sin esa luz redentora que suele bañar el final de los relatos heroicos. El sol amanece, sí, pero no calienta. La amenaza parece derrotada, pero no se ha ido: se ha escondido de nuevo, como el racismo, como el poder corrupto, como esos sistemas de control que mutan, se adaptan y resurgen bajo nuevas máscaras. La mirada entre los dos hermanos, marcada por la pérdida, por el peso de los cuerpos caídos, es el gesto más político del film: Coogler no quiere darnos respuestas ni consuelo. Nos deja ahí, ante un espejo roto donde cada espectador puede verse reflejado desde su propia historia, desde su propio duelo, desde su propia oscuridad.
El mensaje que nos transmite el director va más allá de la superficie argumental. Los pecadores habla de cómo las heridas colectivas —la esclavitud, la segregación, la violencia estructural— se filtran en la sangre, como un veneno lento, como un vampirismo heredado. Pero también habla de la resistencia silenciosa, de la necesidad de hacer memoria, de saber de dónde venimos para no repetir el mismo ciclo de muerte. En el universo de Coogler, los monstruos no mueren al clavarles una estaca, sino cuando se desmontan los discursos que les dan poder. Por eso el director evita el espectáculo fácil y opta por un cine que inquieta, que interroga, que exige al espectador no solo atención, sino implicación.
Lo que Los pecadores nos plantea, en última instancia, es una pregunta profundamente incómoda: ¿qué parte de nosotros ya ha sido mordida por los monstruos? ¿Qué parte de nuestra sociedad alimenta, consciente o inconscientemente, esos sistemas de opresión que creíamos erradicados? Elijah y Elias no solo luchan contra vampiros. Luchan contra el olvido, contra la tentación de cerrar los ojos y seguir adelante. Y en ese sentido, la película de Coogler no es solo una fábula de horror: es un acto de resistencia cultural, un rezo oscuro por los que ya no están y una advertencia urgente para los que todavía seguimos aquí.
La luz que se cuela entre los árboles al final de la película no trae promesas, pero sí deja un resquicio de esperanza: la esperanza de que narrar nuestras heridas, aunque duela, aunque asuste, es el primer paso para sobrevivir a los monstruos que nos rodean… y a los que llevamos dentro.
Xabier Garzarain

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