“Mi vida a lo grande:”La ternura del stop motion frente a la crueldad del mundo real.

 Cuando Kristina Dufková irrumpió en la escena de la animación europea con “Historias de una locura ordinaria”y más tarde con el aclamado largometraje colectivo “Sobre cosas y personas innecesarias”, su cine ya insinuaba una sensibilidad distinta. Le interesan los personajes que duelen, las historias pequeñas donde los sentimientos laten con una intensidad contenida, y sobre todo, ese punto de fricción entre lo grotesco y lo tierno, donde el stop motion —con su materia táctil, casi orgánica— se convierte en una extensión natural de su mirada. Con “Mi vida a lo grande”, Dufková parece asumir ese universo con una madurez insoslayable: su película más íntima, sí, pero también la más precisa en lo narrativo y la más expansiva emocionalmente.

Lo que en sus trabajos previos eran esbozos líricos —breves, poéticos, sugerentes— se convierte aquí en una narración plenamente estructurada que no renuncia, sin embargo, al lirismo. La historia de Ben, un niño de 12 años que ama la cocina y odia su cuerpo, es también la historia de un cine que decide mirar a sus personajes desde la altura de sus ojos. Lejos de cualquier condescendencia, Dufková construye un relato de iniciación donde la identidad no es un destino, sino un proceso incierto, lleno de dudas, tropiezos y pequeños descubrimientos.


Lo interesante es cómo la directora se mantiene fiel a su estilo: planos cerrados, decorados artesanales, colores empolvados y texturas que casi se pueden tocar. Pero al mismo tiempo se atreve con una historia más ambiciosa en lo emocional, capaz de hablar de bullying, autoestima, familia, amistad y deseo sin dramatismos fáciles ni soluciones mágicas. Su evolución no es de estilo, sino de profundidad.


Un guion que respira: silencios, pausas y cocción lenta.Coescrito con Petr Jarchovský a partir de una idea original de Mikael Ollivier, el guion de Mi vida a lo grande no necesita subrayar lo evidente. La narración se despliega en pequeños gestos —una loncha de queso sobre la tostada, una mirada esquiva en el pasillo del colegio— que construyen un retrato sutil del mundo interior de Ben. La estructura se organiza en torno a estaciones del año, lo que permite una cadencia narrativa que simula el paso del tiempo real, con sus repeticiones, avances mínimos y giros inesperados.


No hay villanos planos ni héroes luminosos. Max, el niño que acosa a Ben, está descrito con una precisión incómoda: no es malvado, simplemente cruel en su fragilidad. Y Ben no es solo una víctima: también se equivoca, se escuda, se aísla. Esa complejidad es uno de los mayores aciertos del guion: confiar en que el público (sobre todo el más joven) es capaz de habitar esas zonas grises.


La elección del casting vocal en la versión original es otro de los grandes aciertos de la película. Sebastian Pöthe presta su voz a Ben con una mezcla de pudor y ternura que lo vuelve completamente reconocible, incluso sin imagen. Milena Steinmasslová, como Mamie, aporta el contrapunto más cálido, casi como un refugio emocional en medio del conflicto. Klára Melísková, por su parte, interpreta a la profesora con un equilibrio admirable entre firmeza y ternura.


Los amigos —Eric, Klara y Sonia— funcionan como variaciones de un mismo tema: la amistad como espacio de resistencia. No son personajes secundarios en el sentido clásico, sino piezas fundamentales en el viaje emocional de Ben. En ellos se proyectan los dilemas del protagonista, sus miedos, sus deseos y, sobre todo, su necesidad de reconocimiento.


Una de las decisiones más brillantes de la película es convertir la cocina —ese lugar donde el cuerpo y el afecto se mezclan— en el corazón simbólico del relato. Aquí no se cocina solo para comer, sino para pertenecer, para cuidar, para dialogar. En una entrevista, Dufková reveló que el equipo de animadores tuvo que crear más de 130 versiones en miniatura de platos típicos checos, franceses y mediterráneos, utilizando materiales como gelatinas coloreadas, telas enceradas y pigmentos naturales. El resultado es fascinante: cada plato tiene textura, color y vida.


La cocina es también el lugar donde Ben se reencuentra con su abuela, donde escucha sin ser juzgado y donde, sin decirlo, aprende que el placer no es incompatible con el cuerpo que habita.


La dirección artística de Dufková, siempre minuciosa, se apoya aquí en una paleta terrosa, de colores suaves pero no apagados, donde dominan los marrones, los verdes secos y los rojos oxidados. Cada escenario está lleno de objetos con historia: fotos antiguas, platos desportillados, plantas medio marchitas. Es un mundo real, imperfecto, que no idealiza la infancia, pero tampoco la castiga.


La música, compuesta por un cuarteto de cuerda y pequeños instrumentos de juguete, tiene una función más emocional que narrativa. Acompaña, nunca empuja. El vestuario, aunque mínimo, está cargado de intenciones: Ben cambia de ropa según su estado de ánimo, sus inseguridades, su relación con el espejo. Es un vestuario que no viste al personaje, sino que lo narra.


Es inevitable pensar en títulos como La vida de CalabacínPersépolis o incluso Del revés, pero Mi vida a lo grande evita cualquier espectacularidad y apuesta por una emoción contenida, más próxima a las películas de Céline Sciamma que a las producciones de Pixar. También dialoga con el cine europeo que ha sabido hablar de la infancia sin idealizarla: TomboyPequeño paísEl recreo.


Lo que hace especial a esta película no es solo su temática, sino cómo la aborda: sin lecciones morales, sin redenciones obligatorias, sin necesidad de que todo acabe bien. El mensaje, si lo hay, es el de la aceptación no como meta, sino como acto cotidiano. Y eso, en tiempos de discursos maniqueos, es profundamente valiente.


Mi vida a lo grande no es solo una película sobre un niño con sobrepeso. Es una historia sobre cómo se construye la identidad en un mundo que no siempre está dispuesto a aceptarnos tal como somos. Es un elogio a los cuerpos que sienten, a los amigos que escuchan, a las abuelas que cocinan, a los profesores que preguntan y a los niños que, poco a poco, se atreven a mirarse con compasión.


Con esta obra, Kristina Dufková no solo confirma su lugar como una de las voces más originales de la animación europea, sino que nos ofrece una película hecha a mano y pensada con el corazón. Una de esas rarezas que, como los buenos platos, se cuecen a fuego lento y dejan un sabor que perdura mucho después del último fotograma.


Xabier Garzarain 

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