“Por todo lo alto:”Una sinfonía fraternal en la Francia del desarraigo.
Desde sus inicios como guionista junto a Philippe Lioret (Je vais bien, ne t’en fais pas, 2006), Emmanuel Courcol ha ido construyendo una filmografía discreta pero profundamente coherente, centrada en personajes desplazados, lazos inesperados y las posibilidades transformadoras del arte. Su debut como director, Cessez-le-feu (2016), ya mostraba esta preocupación por la reparación emocional a través de la palabra y la comunidad, ambientando su relato en la Francia de posguerra. Pero fue con Un triomphe (2020) donde alcanzó reconocimiento internacional, al narrar la historia real de un actor que monta una obra de teatro en una prisión, filmando desde una mirada cálida, social, con ese equilibrio casi milagroso entre comedia y denuncia que tan bien maneja.
Por todo lo alto es, en muchos sentidos, una extensión natural de ese universo temático: la fraternidad improbable, la música como vía de sanación, el telón de fondo de una Francia en crisis. Pero también es una evolución. Si Un triomphe apostaba por un tono más luminoso, incluso idealista, aquí Courcol se detiene en las zonas grises de las relaciones familiares, en las heridas heredadas, en la dignidad obrera como forma de resistencia silenciosa.
La película parte de una premisa que en manos menos sutiles podría haber derivado en sentimentalismo: Thibaut, un reputado director de orquesta, descubre que es adoptado y que padece leucemia. En la búsqueda de un donante compatible, localiza a un hermano biológico que nunca conoció: Jimmy, trombonista en una banda municipal en vías de extinción y trabajador de una fábrica a punto de cerrar. Lo que sigue no es una comedia de enredos ni un drama lacrimógeno, sino una fábula contenida sobre la reconstrucción personal, la herencia emocional y la posibilidad de crear armonía a partir del caos.
Benjamin Lavernhe construye un Thibaut contenido, orgulloso, metódico, con esa altivez de quien ha vivido en salas de concierto y hoteles cinco estrellas, pero cuya fragilidad va emergiendo poco a poco. Es una interpretación que rehúye el histrionismo y apuesta por los matices, como si su personaje tuviera que volver a aprender a respirar en un mundo ajeno. Frente a él, Pierre Lottin encarna a Jimmy con una mezcla de torpeza y carisma que recuerda a los grandes secundarios del cine social británico: su vulnerabilidad se disfraza de brusquedad, pero la humanidad se filtra en cada gesto. La química entre ambos actores no es inmediata, y ahí reside parte de la fuerza del filme: Courcol no fuerza la emoción, sino que la deja madurar como una melodía que encuentra su tono con el tiempo.
El reparto secundario, lleno de rostros reconocibles del cine francés como Jacques Bonnaffé o Sarah Suco, acompaña con solvencia, otorgando profundidad a un entorno que no es solo decorado, sino comunidad viva. La banda municipal no aparece como simple excusa narrativa, sino como núcleo afectivo, como ritual de pertenencia. Courcol filma los ensayos y conciertos con respeto, evitando el cliché del “grupo entrañable” para mostrarlos como lo que son: personas resistiendo a través de la música.
El rodaje, realizado en pequeñas localidades industriales del norte de Francia, aprovecha las texturas reales de las fábricas abandonadas y los barrios obreros. La fotografía, sobria pero poética, acentúa los tonos apagados del entorno sin caer en lo deprimente. El vestuario y el atrezo insisten en lo cotidiano: uniformes de trabajo, instrumentos gastados, partituras arrugadas, chaquetas que no abrigan lo suficiente. Todo está al servicio de un realismo cálido, nada impostado.
La dirección de Courcol es comedida, funcional, pero no por ello falta de mirada. Su cámara observa, espera, acompaña. Rehuye el subrayado emocional, permitiendo que las escenas respiren, que el espectador entre en el relato sin sentirse manipulado. El montaje es ágil sin perder la pausa que exige la intimidad de la historia, y el diseño de sonido, especialmente en las escenas musicales, es de una elegancia discreta. La banda sonora, firmada por Michel Petrossian, encuentra el equilibrio perfecto entre lo sinfónico y lo popular, reforzando el mestizaje emocional del filme.
Por todo lo alto entronca con una larga tradición del cine europeo que mezcla denuncia social y tono humanista: desde Brassed Off (Mark Herman, 1996) hasta En guerre (Stéphane Brizé, 2018), pasando por el cine de Guédiguian —productor del filme— y de los Dardenne, aunque con un tono menos áspero y más esperanzador. También recuerda, en su estructura de “hermanos opuestos”, a películas como Rain Man o incluso El octavo día, pero con un enfoque más coral, más pegado a lo comunitario.
La conclusión de la película no busca el clímax efectista, sino un cierre en tono menor, una nota sostenida de reconciliación. No hay milagros ni grandes giros, pero sí una transformación silenciosa: el director de orquesta ha aprendido a escuchar otras músicas, y su hermano ha descubierto que aún puede tocar, no solo para sí mismo, sino para algo más grande.
El mensaje que nos deja Courcol es claro y profundo: que la identidad no se hereda, se construye; que el arte no es un lujo, sino un refugio; y que, incluso en tiempos de incertidumbre, la fraternidad —biológica o no— puede ser una forma de resistencia. Por todo lo alto no solo es una historia sobre dos hermanos que se encuentran, sino sobre una comunidad que se niega a desaparecer sin dejar su música en el aire.
Xabier Garzarain

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