“Sorda”: Cuando el silencio grita más que las palabras.

 Hay películas que uno empieza a ver y enseguida siente que va a recordar para siempre. Otras, las más raras, se quedan contigo aunque no quieras. Y luego está Sorda, que no se conforma con eso: se te instala en el pecho, te modifica el ritmo cardíaco, te obliga a escuchar lo que nunca habías oído, incluso si creías que oías bien. La ópera prima de Eva Libertad García no entra en el cine español por la puerta grande: entra por la puerta equivocada, la que nadie había abierto aún, la que lleva directamente a la zona de los afectos mal dichos, las maternidades incómodas y los cuerpos que viven en los márgenes del sonido.

Eva Libertad no llega de la nada. Antes de Sorda, ya había firmado junto a Nuria Muñoz un cortometraje que muchos vimos con una mezcla de estupor y gratitud. Aquel corto era una pieza afilada, casi una carta de amor y rabia a la vez. Con el largometraje, lo que hace no es repetir la fórmula, sino expandirla, profundizarla, volverla aún más política, aún más poética. Libertad no da un paso hacia adelante. Da un salto sin red.


La historia es mínima, pero solo en apariencia. Ángela, una mujer sorda, espera una hija junto a su pareja oyente, Héctor. El embarazo, lejos de dulcificar el vínculo, lo desestabiliza. Porque el cuerpo cambia, sí. Pero lo que realmente se altera es la percepción del futuro. ¿Cómo será criar a una hija en un mundo que no entiende tu idioma? ¿Cómo se ama cuando ni siquiera puedes compartir un silencio? ¿Cómo se sobrevive cuando lo que debería unir empieza a separar?



Desde el primer plano, Sorda te mete en el interior de Ángela. No a través de palabras —porque aquí las palabras estorban, se convierten en ruido—, sino a través de gestos, texturas, respiraciones. Miriam Garlo no actúa: encarna. Su Ángela está hecha de carne, de frustración, de ternura desbordada. Cada mirada suya es una grieta. Cada movimiento de sus manos, una súplica. Y no porque quiera convencerte de algo, sino porque no puede hacer otra cosa. Porque no tiene otro modo de habitar el mundo.


Álvaro Cervantes, que podría haber jugado en el registro del hombre desbordado por la diferencia, elige el camino más difícil: el de la fragilidad. Su Héctor no es el clásico compañero incapaz de entender. Es alguien que intenta, que fracasa, que ama a su manera, y que, precisamente por eso, duele más. Entre ellos no hay diálogo, pero hay algo más feroz: la imposibilidad de traducirse.



El ritmo del film es un acto de valentía. Eva Libertad no quiere atraparte con golpes de efecto ni con fórmulas de guion prefabricadas. Quiere que te sientes en el lugar incómodo. Que esperes. Que observes. Que entiendas que no todo puede acelerarse, que el dolor también tiene un tempo, y que la ternura más radical puede estar en los segundos muertos. El montaje sabe cuándo callar. La cámara sabe cuándo alejarse. La música —que aparece como si viniera desde dentro, desde lo más hondo— sabe cuándo retirarse.


La fotografía es una obra aparte. No ilustra: revela. Cada plano parece pensado para traducir lo intangible: una atmósfera, una sospecha, una emoción que aún no tiene nombre. El uso del desenfoque, de la luz natural, de los espacios cotidianos que se vuelven abstractos, funciona como una prolongación del estado mental de Ángela. Todo se vuelve más borroso cuando ella se siente excluida. Todo se ilumina —aunque solo sea un instante— cuando alguien la escucha.


Y eso es lo más devastador de la película: que no va sobre la sordera. Va sobre la no escucha. Sobre cómo una mujer puede hablar con el cuerpo entero y que aun así nadie la entienda. Sobre cómo el amor, sin una gramática compartida, puede volverse una forma de violencia involuntaria.



Pero Sorda no es una película triste. Es una película valiente. Porque no pide compasión. Pide respeto. Porque no representa a la mujer sorda como víctima, sino como protagonista de su lucha. Porque no busca finales felices, sino comienzos posibles.


Hay una escena —no diré cuál— en la que el silencio es absoluto. No hay música, no hay diálogo, no hay nada. Solo el cuerpo de Ángela y el nuestro. Solo la promesa de una conexión que no depende de las palabras. Y entonces entiendes que todo lo que necesitabas oír ya estaba ahí. Que no hacía falta traducirlo. Que, por fin, alguien lo había dicho con el lenguaje exacto de los que nunca tienen voz en el cine.


El rodaje, se cuenta, fue un ejercicio de coherencia: el equipo aprendió lengua de signos, los procesos se adaptaron a las necesidades reales de la protagonista, y no se hizo ni una sola concesión estética que traicionara la verdad de lo que se estaba contando. Y eso se nota. No porque lo digan en una entrevista, sino porque está en cada plano. En cada silencio.

Compararla con CODA o The Silent Child es casi injusto. Sorda no busca emocionarte. Te obliga a sentir. Y una vez que lo has hecho, ya no puedes volver atrás.


Eva Libertad García ha hecho algo rarísimo: una primera película que no parece una primera película. Un retrato de maternidad, diferencia, cuerpo y deseo que no se parece a nada que hayamos visto antes en este país. Una película que no grita, pero retumba. Que no explica, pero transforma. Que no quiere educarte, pero te cambia.


Y cuando acaba —porque todo acaba—, lo único que quieres hacer es volver al principio. No para entenderla mejor, sino para estar otra vez con ella. Con Ángela. En su mundo. En su idioma. En su amor.


Xabier Garzarain 

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