“Tierra de nadie: cuando el sistema abandona, la lealtad arde.”

 Tierra de nadie, no se contenta con contar la historia de tres amigos separados por el tiempo, por la ley y por la miseria. Lo que hace es mucho más incómodo: convierte ese relato en el retrato de un país descompuesto, un país donde la moral se diluye entre la sal, la pólvora y el abandono institucional. En Cádiz —no la de las postales, sino la de los polígonos, los callejones sin salida y los pactos de silencio— se cruzan los destinos de Mateo, Juan y Benito. Uno fue guardia civil, otro pescador, el último un depositario judicial. Ahora los tres caminan por el filo, con la amistad como único ancla, aunque ya no sepan si sirve para algo. Son pasado que estorba y presente que estalla.


Albert Pintó, que hasta ahora había demostrado soltura en registros como la sátira macabra (Matar a Dios), el terror doméstico (Malasaña 32) o la adrenalina de videoclip que respiraba Sky Rojo, firma aquí su obra más depurada, más física y más íntima. Su mirada, por primera vez, se vuelve austera. Despojada. Como si hubiera comprendido que para hablar de la ruina no hacen falta florituras, sino barro. Renuncia al efectismo, baja el volumen y dirige con una sensibilidad tensa que lo acerca, más que nunca, a la contención moral de un Fernando León o incluso de un Jacques Audiard. Ya no quiere deslumbrar: quiere decir algo. Y lo dice con fuerza.



El guion de Fernando Navarro no se refugia en el thriller ni en la acción redentora. Aquí no hay giros de guion para aplauso fácil. Hay una tragedia lenta, espesa, irrespirable, donde cada escena parece escrita con los dedos manchados de polvo y desesperanza. Cada personaje arrastra su historia como si llevara un cadáver a la espalda. La narrativa avanza como una marea negra: despacio, imparable, devorando todo a su paso. Hay silencios más reveladores que los diálogos, y decisiones que no redimen sino que condenan. El narcotráfico, la traición, la violencia institucional… todo está ahí, pero no como telón de fondo, sino como magma que lo empapa todo. No hay héroes. Solo hombres rotos que intentan no caerse.


Y para eso están Zahera, Elejalde y Carroza. Es difícil imaginar un trío más coherente con esta película. Luis Zahera abandona por completo el histrionismo que tantas veces le ha funcionado para componer a un Mateo el Gallego derrumbado, tan seco por dentro como los campos que patrulla. Karra Elejalde desarma desde el silencio: su Juan el Antxale ya no grita, apenas respira. Un tipo que ha visto demasiado como para volver atrás. Y Jesús Carroza —al que el cine español lleva demasiado tiempo relegando a la segunda fila— se adueña del plano con la resignación inteligente de quien ya no espera nada del sistema. Su Benito el Yeye es el personaje más escurridizo y quizás el más humano: ni limpio ni sucio, solo superviviente. Solo él.


La fotografía de Daniel Aranyó no embellece ni oculta. Su mirada es la de un testigo: cielos quemados, interiores húmedos, calles que no han conocido otro color que el gris. No hay rastro de postal andaluza. Cádiz es aquí un mapa emocional, un laberinto sin salida. La dirección de arte opta por el deterioro: azulejos rajados, muebles con historia, ropa gastada. Todo respira verdad, incluso cuando incomoda. La música se mantiene en un segundo plano, a veces ausente, a veces tan mínima que parece un susurro. Pero el sonido ambiente —los motores de lancha, las voces de fondo, las radios encendidas— es clave para construir esa sensación de encierro sin paredes. El vestuario evita cualquier trazo grueso: no hay estereotipos ni maquillajes sociales. Solo cuerpos reales, vestidos por el tiempo.


Rodada en barrios donde el cine no suele entrar, Tierra de nadie transpira tensión. No hay sensación de set, no hay filtros. El equipo se ha mezclado con el entorno hasta desaparecer. Cuentan que algunas escenas se grabaron con vecinos mirando desde la ventana, con miedo real. Y eso se nota. La verdad no se interpreta: se filma o no se filma. Y aquí está filmada.


Pintó escoge una puesta en escena sobria, sin adornos. La cámara observa, nunca ilustra. Se coloca a ras de suelo, a la altura de los personajes, como si la película entera se negara a mirar desde arriba. Y eso convierte cada plano en una declaración ética: aquí no se juzga, solo se muestra. No hay salvadores, ni tan siquiera hay enemigos claros. La única constante es la erosión.


Tierra de nadie dialoga con otros títulos del cine español reciente —Grupo 7Celda 211No habrá paz para los malvados— pero lo hace desde otra orilla. No hay tramas policiales elaboradas ni políticos corruptos en despachos. Hay tres tipos que ya no creen en nada y que, aun así, lo arriesgan todo por lo poco que les queda: la memoria, el respeto, la amistad. La película tampoco tiene intención de ofrecer respuestas. Lo que hace es lanzar preguntas con el puño cerrado. ¿Qué queda cuando el Estado falla? ¿Qué haces cuando ya no puedes elegir entre el bien y el mal, sino entre lo posible y lo menos cruel?


La última escena, seca como una sentencia, no busca emocionarte. Te deja solo, como a ellos. Porque esa es la clave: en este país, hay lugares donde nadie viene a salvarte. Lugares donde ni siquiera queda épica. Solo gente que resiste. A veces, eso es suficiente.


Xabier Garzarain 

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