“Warfare”: Tiempo de guerra: almas en ruinas”
“Warfare:” Tiempo de guerra es una película que surge de la confluencia entre dos fuerzas creativas muy distintas y, precisamente por eso, complementarias: Ray Mendoza, exmilitar reconvertido en asesor técnico y codirector de la cinta, y Alex Garland, uno de los cineastas más audaces e introspectivos del cine contemporáneo. La obra nace del encuentro entre la mirada cruda y testimonial del primero, y la visión atmosférica, existencial y cerebral del segundo. El resultado es un retrato brutal del conflicto de Irak, pero también una meditación sorda sobre la identidad, la violencia y la fraternidad en tiempos desquiciados.
La trayectoria de Garland es una de las más fascinantes de los últimos años. Su irrupción como guionista con The Beach (1996), adaptada por Danny Boyle en 2000, ya dejaba entrever su interés por personajes atrapados en entornos hostiles, tanto físicos como mentales. Pero fue su trabajo como guionista en 28 Days Later (2002) y Sunshine (2007) —también dirigidas por Boyle— donde empezó a definirse su obsesión por lo postapocalíptico, lo biopolítico y lo filosófico. Garland parecía obsesionado con la pregunta de qué significa ser humano en un mundo que se desmorona.
Su salto a la dirección con Ex Machina (2014) confirmó esa mirada: elegante, inquietante, cerebral. A partir de ahí, Annihilation (2018) exploró la descomposición del yo desde una perspectiva casi lovecraftiana, y la serie Devs (2020) lo llevó a cuestionar la propia estructura del universo y del libre albedrío. Men (2022), su filme más radical y polarizador, exploraba la culpa y el trauma desde una óptica feminista y pesadillesca. En todas estas obras hay una constante: el choque entre lo humano y lo inhumano, ya sea a través de la tecnología, lo sobrenatural o el sistema.
warfare. tiempo de guerra marca una inflexión en esa trayectoria: Garland abandona la ciencia ficción para adentrarse de lleno en la crudeza del cine bélico, pero sin renunciar a su sello personal. Lo hace junto a Mendoza, quien aporta veracidad, detalles de campo, lenguaje militar auténtico, y sobre todo una perspectiva interior del conflicto. La película no es un espectáculo de guerra al uso, sino una experiencia táctil, asfixiante, pegada al suelo, al sudor y al barro. Aquí no hay héroes ni discursos patrióticos: solo cuerpos al límite, decisiones imposibles y el sonido insoportable de la espera.
La estructura narrativa responde a un crescendo de tensión donde los momentos de calma son tan agobiantes como los de combate. El guion prescinde de exposiciones innecesarias y confía en el espectador, apostando por la elipsis, el silencio, los gestos mínimos. Garland y Mendoza manejan el ritmo con inteligencia quirúrgica, convirtiendo una situación contenida —un grupo de soldados atrapados en un apartamento— en un microcosmos de guerra psicológica y física. El guion, que firmaron ambos, tiene una precisión milimétrica y evita caer en clichés. Las dinámicas de grupo están descritas con tal autenticidad que uno siente estar ahí dentro, compartiendo la ansiedad.
En el plano interpretativo, Joseph Quinn y Cosmo Jarvis lideran con contención y magnetismo. Quinn, como Sam, ofrece una interpretación modulada, tensa, hecha de pequeñas miradas y temblores internos, mientras que Jarvis encarna a Elliott con una mezcla de autoridad natural y vulnerabilidad silenciosa. Will Poulter, en uno de sus papeles más maduros, deja huella como Erik, soldado veterano que arrastra heridas invisibles. D’Pharaoh Woon-A-Tai da vida al personaje de Ray Mendoza —sí, el propio codirector— con una intensidad emocional que va más allá del deber actoral. Y Charles Melton, como Jake, aporta el conflicto moral más evidente, entre la brutalidad del entorno y una ética personal que aún no ha desaparecido del todo.
Durante el rodaje, que se llevó a cabo en localizaciones del sur de España y Marruecos para recrear el Irak de 2006, el equipo vivió una inmersión casi total. Mendoza, conocido por su trabajo como asesor técnico en películas como Lone Survivor o Sicario, exigió a los actores un entrenamiento militar riguroso, no solo físico sino también emocional: vivir en bases, asumir jerarquías, conocer el miedo. Garland, por su parte, optó por filmar en orden cronológico para preservar la evolución psicológica de los personajes, algo poco habitual pero que aquí se traduce en una autenticidad emocional palpable.
La fotografía de David J. Thompson es una de las grandes virtudes del filme. Alejada del efectismo de otras producciones bélicas, la cámara opta por planos cerrados, movimientos nerviosos, uso intenso del desenfoque y una paleta dominada por los tonos tierra, ocres y verdes apagados. Las luces naturales refuerzan la sensación de encierro, de claustrofobia emocional, y las secuencias nocturnas están rodadas con una tensión que roza el horror puro.
El diseño de vestuario, firmado por Neil Murphy y David Crossman —ambos con experiencia en cine histórico y militar—, destaca por su precisión documental: cada uniforme, cada insignia, cada prenda está cargada de significado. El atrezo se reduce al mínimo, pero está colocado con una intención milimétrica, con objetos que cuentan historias por sí solos: fotos familiares, cascos llenos de abolladuras, botiquines improvisados. Nada está ahí porque sí.
La música, casi inexistente, actúa como una amenaza latente. En lugar de subrayar las emociones, Garland y Mendoza optan por lo contrario: dejar al espectador solo con los sonidos de las pisadas, las respiraciones, los chasquidos de las armas. Ese silencio sonoro se convierte en un personaje más, acentuando la fragilidad de los soldados y la incertidumbre que los rodea. Solo en momentos muy puntuales surge una partitura minimalista, casi imperceptible, para subrayar una pérdida o una pequeña epifanía.
En su tramo final, warfare. tiempo de guerra no ofrece redención ni discursos. En cambio, nos confronta con la inutilidad del heroísmo, con el absurdo de las decisiones tácticas, con la imposibilidad de salir indemne de una guerra, no solo físicamente, sino sobre todo mentalmente. Hay una escena —una conversación sin palabras entre dos personajes tras una explosión— que resume todo el cine de Garland: la mirada como único refugio, el silencio como último gesto de humanidad.
Lo que Garland y Mendoza nos están diciendo es que la guerra, lejos de ser una narrativa épica, es un sistema que tritura identidades, una máquina que convierte a los hombres en engranajes, incluso cuando actúan con la mejor de las intenciones. A través de este grupo de soldados, los directores muestran cómo la lealtad, la moral, el compañerismo y la resistencia se van erosionando poco a poco, hasta quedar reducidos a reflejos automáticos, a impulsos de supervivencia. Es, en el fondo, una película sobre la erosión del yo.
La conclusión que deja warfare. tiempo de guerra es demoledora, pero también necesaria. No hay consuelo fácil, no hay justicia divina, pero sí una especie de verdad brutal: la de que, en los márgenes del horror, aún puede brotar una chispa de humanidad. Una mano tendida, una decisión moral imposible, un gesto de compasión silencioso. En ese detalle mínimo —más que en los disparos o las estrategias— reside la esencia de esta película.
Garland y Mendoza no nos ofrecen respuestas, pero sí nos obligan a hacernos preguntas: ¿hasta qué punto somos dueños de nuestras decisiones? ¿Qué queda de nosotros después de vivir el horror? ¿Se puede sobrevivir sin dejar de ser humano? En ese espacio de dudas, de grietas, de zonas grises, es donde florece el verdadero cine. Y warfare. tiempo de guerra es una de sus más recientes —y potentes— manifestaciones.
Xabier Garzarain

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