El jockey: Una redención a galope de fiebre.
Desde sus inicios, la obra de Luis Ortega ha estado marcada por una tensión constante entre el descontrol y la poesía, entre lo marginal y lo trascendente. De Caja negra (2002) a El ángel (2018), pasando por las series Historia de un clan (2015) o El marginal (2016), Ortega ha ido refinando una mirada que siempre ha girado en torno a personajes en fuga: jóvenes violentos, criminales encantadores, seres atrapados en su propia ficción. Su cine no juzga, no ordena; observa. Y en El jockey, su película más ambiciosa y madura hasta la fecha, lleva esa mirada a un nuevo umbral: el de la desaparición, el desvanecimiento de una identidad, la construcción de un fantasma en tiempo real.
El guion, firmado por Ortega junto a Rodolfo Palacios y Fabián Casas, se apoya en una fractura deliberada, una narrativa quebrada que acompaña la caída libre del protagonista. Lejos de buscar una estructura clásica, los autores apuestan por una forma que se parece más al vagabundeo de la conciencia que a un relato cerrado. Tras el accidente en la pista, Remo Manfredini se convierte en una sombra, y la película opta por dejar atrás cualquier atisbo de lógica dramática para sumergirse en su deriva emocional. Hay algo de poema urbano en esa segunda mitad, algo de errancia lírica y febril, donde la ciudad de Buenos Aires —filmada con nervio por el gran Timo Salminen— se convierte en un laberinto que refleja el extravío interno de Remo. Las escenas se suceden como estampas, como visiones que podrían ser recuerdos o delirios, con un ritmo que no teme al estancamiento o a la repetición: Ortega entiende que el colapso no avanza, solo se amplifica.
Nahuel Pérez Biscayart entrega probablemente una de las interpretaciones más complejas y arriesgadas de su carrera. A diferencia de sus papeles más verbales o intelectuales (120 pulsaciones por minuto, Au revoir là-haut), aquí construye a Remo desde el cuerpo, desde lo físico que se resquebraja. Su mirada se vuelve opaca, su andar errático, como si todo lo que lo sostenía —el ego del campeón, la rabia, incluso el deseo— se hubiera evaporado. Hay escenas donde solo camina, y sin embargo ahí está toda la película. Úrsula Corberó, por su parte, ofrece un contrapunto melancólico y seco. Su Abril no es solo la novia dolida o la redención romántica, sino una mujer también quebrada por la adicción al fracaso ajeno. Ambos comparten una química rota, donde el amor ha dejado de ser salvación para convertirse en otra forma de caída. Daniel Giménez Cacho, como el mafioso Sirena, aporta una capa de teatralidad casi grotesca, como si saliera de otro género, de otro tiempo: Ortega lo filma como a una presencia ominosa, más simbólica que real, como si fuera un dios menor del castigo.
La dirección de Ortega aquí se desmarca de todo lo anterior. Si El ángel brillaba por su estilización pop y su ligereza criminal, El jockey apuesta por la rugosidad, por el temblor. La cámara de Salminen se mueve entre planos cerrados que ahogan y travellings que no conducen a ningún sitio. Hay un deseo casi físico de capturar el derrumbe. El ritmo de la película es disonante, irregular, por momentos agotador: y esa es precisamente su fuerza. Ortega no busca agradar, sino hacer sentir el peso del tiempo, la densidad de un colapso sin nombre.
La banda sonora, compuesta por Leandro Fresco —colaborador habitual de Gustavo Cerati y figura esencial del ambient electrónico argentino—, funciona como una capa líquida que envuelve la narración. A diferencia de otras películas donde la música subraya emociones, aquí parece contradecirlas: flota, disuelve, diluye. En momentos clave, un tema de Warner Music rompe el tono con su contundencia, recordándonos que el pasado de Remo también estuvo rodeado de espectáculo, de ruido, de gloria prefabricada. La mezcla de sonidos industriales y armonías etéreas refuerza la tensión entre el vértigo y el vacío.
El vestuario, a cargo de Renata Schussheim, tiene ese toque de realismo afectado que Ortega maneja con destreza. Los trajes del mafioso, los uniformes del hipódromo, la ropa sucia de Remo en su errancia: todo habla de una sociedad que ya no distingue entre lo teatral y lo miserable. El atrezo es mínimo pero elocuente: una jeringuilla, una fusta, una fotografía vieja, una bata de hospital… objetos que van construyendo la biografía del protagonista con más eficacia que cualquier diálogo. La fotografía de Salminen, por su parte, marca una diferencia sustancial con otras obras de Ortega. Aquí la ciudad aparece como un organismo vivo y enfermo, donde los colores son apagados, los contrastes duros, los encuadres casi siempre torcidos, fuera de eje. Buenos Aires no es decorado: es herida.
Durante el rodaje, se sabe que varias escenas se improvisaron en barrios periféricos de la ciudad, con extras no profesionales y sin cortes definidos. Ortega buscaba una verdad sucia, una autenticidad que a veces bordea lo documental. Nahuel Pérez Biscayart estuvo tres semanas ingresado en una clínica de jockeys para estudiar la postura, el lenguaje corporal, las rutinas de entrenamiento. Hubo también tensiones con la producción por el rechazo del director a rodar un final “consolador”. Y al parecer, Benicio del Toro, productor delegado, visitó el set durante una semana y pidió ver el montaje sin música, “para entender mejor el dolor”.
El jockey ha sido comparada, con razón, con películas como Toro salvaje (1980), Fat City (1972) o El luchador (2008). Hay una herencia compartida que no tiene tanto que ver con el deporte en sí como con el retrato del cuerpo vencido, del hombre enfrentado a los restos de su propia virilidad. En todas ellas hay una figura central que intenta recuperar algo —un lugar, una dignidad, una razón para seguir— cuando ya está todo perdido. En todas, el cuerpo ha sido campo de batalla: primero de gloria, luego de desgaste, y por último de expiación. El boxeador de Scorsese, el púgil acabado de Huston, el luchador de Aronofsky y ahora el jockey de Ortega se mueven en ese terreno de la derrota, donde lo físico ya no sostiene, donde la identidad misma se tambalea.
Pero Ortega da un giro significativo: mientras aquellas películas buscaban, de un modo u otro, una redención simbólica o un cierre emocional, El jockey niega ese confort. No hay última pelea, ni reconciliación, ni epifanía. Remo no es filmado como un héroe caído, sino como un espectro que se resiste a ser contado. Donde Scorsese o Aronofsky articulaban un clímax —una pelea final, una caída definitiva, un regreso al ring o al cuadrilátero como escenario de redención o castigo—, Ortega prefiere el fuera de campo, el silencio, la deriva.
Lo que une a estas películas no es solo la figura del deportista vencido, sino la pregunta sobre qué queda cuando el cuerpo ya no sirve. Son películas sobre el eco del pasado, sobre la soledad como castigo autoimpuesto, sobre hombres que se han construido sobre una identidad que ya no les pertenece. En ese sentido, El jockey se inscribe en esta genealogía, pero también la subvierte. Ortega no nos empuja a admirar a Remo, ni siquiera a entenderlo. Solo nos pide que lo acompañemos en su extravío. Que lo escuchemos caminar.
En última instancia, El jockey no es una película sobre caballos ni sobre deudas ni siquiera sobre la redención: es una película sobre la identidad como campo minado, sobre lo que ocurre cuando alguien se deshace de su nombre, de su cuerpo, de su historia. Hay algo profundamente filosófico en la forma en que Ortega plantea la desaparición como único modo de resistencia. ¿Qué pasa cuando uno ya no quiere ser quien es? ¿Qué queda cuando se abandona toda narrativa? Tal vez solo el movimiento, el vagar sin rumbo, la música de Fresco resonando como un eco sin fin. Ortega no da respuestas. Pero en ese silencio final, en ese plano suspendido de Remo entre la sombra y la luz, hay algo que nos mira. Y lo que vemos no es a un jockey caído, sino a un hombre que, por primera vez, ha dejado de huir.
Xabier Garzarain
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