Bienvenido a la montaña: quedarse también es luchar – emocional y evocador.

 En Bienvenido a la montaña, Riccardo Milani entrega su obra más serena, pero también la más comprometida y emocionalmente contundente de su filmografía. Lejos de sus comedias urbanas, de los enredos satíricos de Como un gato en la circunvalación o la mirada crítica, casi en clave de espionaje social, de Ma cosa ci dice il cervello, Milani cambia de escenario —y tono— para reencontrarse con la raíz política y comunitaria que late, con mayor o menor intensidad, en casi toda su trayectoria. Esta vez no hay espías ni absurdos, sino una pequeña escuela rural amenazada de cierre, un profesor decidido a salvarla y una comunidad que, entre la nieve de los Abruzos y la indiferencia institucional, lucha por no ser olvidada.


Milani comenzó su carrera en los años noventa, con obras más ligadas al drama íntimo y social, como Auguri professore, ya centrada en la educación como núcleo ético de una sociedad en cambio. Aquella película, apenas recordada hoy, funciona como eco lejano —pero revelador— de este nuevo trabajo, que puede leerse como una especie de redención madura, una segunda oportunidad cinematográfica. La diferencia fundamental es la contención: aquí no hay necesidad de forzar el mensaje, ni de enfatizar conflictos. La cámara se posa con naturalidad sobre la vida cotidiana de un pueblo en extinción, y desde ahí construye una resistencia.



La historia de Michele Cortese, profesor romano que tras 40 años de carrera decide cumplir su sueño de enseñar en un pequeño colegio en el Parque Nacional de los Abruzos, se despliega con la lógica interna de los relatos clásicos. La presentación es precisa y eficaz: un protagonista idealista, un entorno que parece acogerlo, y una amenaza que poco a poco se insinúa hasta volverse irreversible. Pero lo que en otro director podría haber sido un drama didáctico o una postal bienintencionada, en manos de Milani se convierte en una película sobre el tiempo, sobre cómo se detiene o se diluye en ciertas geografías. El ritmo, pausado pero nunca lento, se alinea con el tempo vital del entorno: la montaña, el invierno, el murmullo de los niños en clase, las cartas burocráticas que no llegan o no se leen. Hay tensión, sí, pero no es externa: está en la mirada de Michele, en sus silencios, en las pequeñas derrotas cotidianas.


Antonio Albanese, habitual en las comedias de Milani, firma aquí una de sus interpretaciones más contenidas y humanas. Le basta una mirada, una leve inflexión de voz, para transmitir la mezcla de entusiasmo y desasosiego que define a Michele. No hay heroicidad en su gesto, sino una especie de terquedad ética. Virginia Raffaele, por su parte, ofrece una Agnese que escapa del cliché de “mujer fuerte de provincias” para convertirse en un ancla emocional, en una figura de transmisión entre generaciones. También destaca el trabajo de los intérpretes no profesionales, varios de ellos habitantes reales de la zona, que aportan verdad y textura al relato.


Durante el rodaje, el equipo convivió durante meses con los habitantes de los pequeños pueblos del Parque Nacional. No solo se rodó en exteriores reales, sino que buena parte de los interiores escolares, casas y oficinas fueron ofrecidas por los vecinos, que también participaron como extras y asesores lingüísticos. Esta dimensión comunitaria del rodaje se siente en pantalla: la escuela no parece un decorado, sino un espacio vivo, con historia. La nieve, los animales, las dificultades logísticas del terreno no fueron obstáculos, sino materia narrativa. En más de una entrevista, Milani ha confesado que fue una de las películas más emocionalmente exigentes que ha dirigido, por la conexión humana que se generó con los niños y el profesorado local.


La figura del maestro que resiste frente al abandono ha sido tratada en distintas cinematografías: desde Ser y tener de Nicolas Philibert hasta La clase de Laurent Cantet o incluso la reciente Un lugar seguro de Ferit Karahan. Bienvenido a la montaña no replica estos modelos, pero dialoga con ellos desde una especificidad italiana: la despoblación del interior, el vaciamiento de las instituciones públicas, la desafección política. No es casual que la película se ubique en una región de naturaleza protegida, símbolo de conservación ecológica, para hablar de otra forma de ecología: la social, la humana.


La fotografía de Saverio Guarna encuentra el equilibrio perfecto entre lo descriptivo y lo poético. Las montañas no son un decorado pintoresco: son presencia, amenaza, refugio. El uso de la luz natural —en particular en las escenas de aula— transmite esa sensación de estar asistiendo a algo que está por desaparecer. El vestuario de Alberto Moretti apuesta por lo funcional, lo cotidiano: abrigos, botas, bufandas… todo parece elegido más por necesidad que por estilo, lo que paradójicamente refuerza su autenticidad. Marta Maffucci, en la dirección artística, diseña un colegio que es a la vez austero y cálido: pupitres de madera, mapas envejecidos, dibujos colgados en las paredes… pequeños objetos que narran una historia mayor.


La música, escasa y utilizada con criterio, evita los subrayados emocionales. A menudo es el silencio —o el sonido ambiente: pájaros, viento, pasos en la nieve— el que estructura las escenas. El montaje, a cargo de Patrizia Ceresani y Francesco Renda, opta por una progresión lineal, sin artificios, pero con una cadencia que va ganando en urgencia emocional a medida que se acerca el final del curso. Se percibe un cuidado exquisito por no caer en el melodrama, incluso en los momentos más sensibles.


Bienvenido a la montaña es una película sobre lo que queda: los vínculos, la memoria, la dignidad de una comunidad que no quiere desaparecer sin luchar. Pero también es una crítica sin estridencias al abandono institucional, a las decisiones administrativas que, en nombre de la eficiencia, desmantelan los espacios donde aún es posible el encuentro. Milani no ofrece soluciones ni consuelos fáciles. Pero sí una certeza: mientras haya una escuela abierta, un maestro que enseñe y unos niños que escuchen, todavía habrá futuro.


Un futuro que no se escribe con grandes gestas, sino con la persistencia diaria de quienes, como Michele, deciden quedarse. Porque quedarse, en tiempos de fuga, también es una forma de revolución.


Xabier Garzarain 

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