ERREPLIKA: cuando la ausencia toma el control de la imagen.
Erreplika no es un documental al uso. Tampoco es un ejercicio puramente introspectivo. Es una operación de rescate, un ensayo visual, un duelo convertido en forma cinematográfica. Con esta obra, Pello Gutiérrez Peñalba firma su trabajo más íntimo y complejo hasta la fecha. La película, nacida del recuerdo de su padre —el cineasta vasco Juanmi Gutiérrez—, encuentra su punto de partida en un suceso aparentemente anecdótico: la desaparición de la Virgen de Zikuñaga en 1979, una imagen religiosa que marcaba el paisaje cotidiano de un pueblo y que, al ausentarse, dejó un hueco físico y emocional. Esa desaparición, ese vacío, se convierte en metáfora de otra pérdida más profunda: la muerte del padre, del maestro, del referente fílmico y afectivo.
La trayectoria de Pello Gutiérrez Peñalba ha estado siempre marcada por una voluntad de escucha, de búsqueda entre los márgenes, tanto en lo social como en lo cinematográfico. Pero en Erreplika, da un giro hacia lo personal sin renunciar a una mirada crítica y poética sobre el mundo. Esta obra marca una evolución natural en su filmografía: si antes exploraba realidades ajenas, aquí se atreve con el mapa emocional propio, sin dejar de interrogar lo colectivo. Es precisamente esa doble dimensión —la íntima y la comunal— la que hace que Erreplika resuene con una fuerza tan particular.
El ritmo del documental está deliberadamente contenido. No hay prisas ni giros narrativos: lo que hay es contemplación, silencios, ausencia de música estridente, fragmentos de películas pasadas, imágenes domésticas, registros etnográficos y reflexiones en voz baja. La película se va desplegando como un eco, como una réplica que nunca puede ser original pero que, por eso mismo, contiene algo genuino. El montaje, realizado por el propio Gutiérrez Peñalba, está lleno de capas, de asociaciones poéticas, de gestos mínimos que construyen sentido a través de la repetición, el intervalo y la interrupción.
La interpretación, en este caso, no recae en actores sino en la propia mirada del autor. Él es a la vez narrador, montador y de algún modo protagonista, aunque nunca se sitúa en primer plano. Lo que vemos es el mundo a través de sus ojos: un mundo en el que el cine del padre se convierte en herramienta para descifrar la herencia emocional, donde cada encuadre funciona como testimonio de lo vivido y también de lo que ya no está. En ese sentido, Erreplika podría considerarse también un ensayo sobre el propio lenguaje del cine documental, sobre lo que puede o no puede mostrar la imagen.
Uno de los aspectos más sugerentes del filme es su anclaje en el contexto local. La Virgen de Zikuñaga no es solo una figura religiosa, sino un símbolo de arraigo, de tradición, de identidad. Su desaparición marcó un vacío tangible para el pueblo, pero también una grieta en la memoria colectiva. El paralelismo con la pérdida del padre convierte ese hecho en detonante emocional y político. La réplica que da título a la película no es solo una copia de la imagen religiosa, sino el intento del hijo por reconstruir, mediante el cine, la figura del padre ausente.
La fotografía, discreta pero rigurosa, está al servicio de ese relato de ausencias. Iñaki Sagastume, que debuta aquí como guionista pero que ya tenía experiencia como director de fotografía, contribuye con una mirada sensible, sin adornos. El encuadre nunca busca subrayar, sino sugerir. El trabajo visual rehúye el artificio, apuesta por planos largos, por el uso del archivo sin dramatización, por una textura visual que respeta la temporalidad del recuerdo.
La música, casi invisible, acompaña como una respiración. No hay grandes composiciones ni melodías pegadizas: lo que hay es una textura sonora que deja espacio al silencio, que se integra en el tejido emocional de la película. El sonido en Erreplika no guía, sino que escucha. El vestuario y el atrezzo son los de la vida: objetos cotidianos, escenarios reales, paisajes sin intervenir, que devienen poderosos por la carga simbólica que adquieren en el contexto de la narración.
En relación con otras películas del mismo género, Erreplika entronca con esa tradición del documental autorreferencial y elegíaco, donde la cámara se convierte en extensión del duelo. Películas como El cielo gira de Mercedes Álvarez o Stories We Tell de Sarah Polley pueden venir a la mente por el uso de materiales familiares y por la reflexión sobre la memoria como territorio de disputa. Pero Gutiérrez Peñalba lleva su propuesta un paso más allá al articularla también como ensayo sobre el poder de la imagen ausente. ¿Qué pasa cuando no tenemos el rostro, la figura, la imagen? ¿Puede el cine hablar desde ese lugar?
La conclusión de Erreplika no llega en forma de cierre dramático, sino como una aceptación serena de lo irrecuperable. El filme no busca respuestas definitivas, sino que se sitúa en el terreno de las preguntas: ¿Qué significa recordar? ¿Qué hace el cine con nuestros muertos? ¿Qué imagen sustituye a la imagen que falta? Así, el mensaje que transmite el director es tan lúcido como doloroso: hay pérdidas que no se reponen, solo se asumen. Y en ese gesto, el cine puede ser no una cura, pero sí un acompañamiento.
Erreplika es, en definitiva, un acto de amor y resistencia. Un documental que trabaja con lo que no está, con lo que se fue, con lo que no se puede filmar, pero que, sin embargo, se hace presente. Una réplica que no pretende ser idéntica, sino honesta. Una película que transforma el vacío en materia cinematográfica.
Xabier Garzarain

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