“La buena letra:”Una herida que no cierra.
La trayectoria de Celia Rico Clavellino ha sido, desde sus inicios, un ejercicio de escucha. Escucha a las mujeres que han habitado los márgenes del relato oficial, a las rutinas invisibles, a los afectos que se cuecen en los márgenes de lo espectacular. Su debut en el largometraje, Viaje al cuarto de una madre(2018), ya apuntaba a una sensibilidad infrecuente en el cine español reciente: una cámara que no invadía, sino que aguardaba; un guion que no subrayaba, sino que susurraba. Aquella historia íntima entre una madre y una hija, interpretadas con delicadeza por Lola Dueñas y Anna Castillo, ya contenía los elementos que definirían su poética: la casa como cápsula emocional, el silencio como forma de resistencia y la ternura como escombro de la renuncia.
Con La buena letra, adaptación de la novela de Rafael Chirbes, Celia Rico da un paso más allá: sale del espacio cerrado del hogar contemporáneo para adentrarse en las ruinas morales de la posguerra, pero sin abandonar su territorio: la mirada. En este segundo largometraje, la directora no traiciona sus principios, sino que los tensa hasta el límite. Si en su ópera prima asistíamos a la distancia emocional entre dos mujeres que se quieren, aquí lo que se pone en juego es el precio del afecto en un entorno estructurado por la humillación, la derrota y el miedo.
La película se sitúa en un pueblo valenciano en los años cuarenta, un espacio apenas tocado por el tiempo, donde la represión se filtra por las rendijas de las cocinas, las comidas familiares y las heridas que nunca se verbalizan. Ana (una soberbia Loreto Mauleón, contenida hasta el espanto) encarna a una mujer que, como tantas, ha aprendido a sobrevivir entre silencios y cuidados. La llegada de Isabel (Ana Rujas, más elusiva que nunca), joven y recién casada con su cuñado Antonio (Enric Auquer, quebrado por dentro), reconfigura el frágil equilibrio emocional del hogar. La historia no es tanto un conflicto como una sedimentación: capas de dolor, sacrificio y complicidad femenina que se acumulan hasta que la tensión deviene inevitable.
El guion, firmado por la propia Rico, no recurre a giros ni catarsis; prefiere las grietas. La trama se va desplegando como un bordado invisible, donde cada gesto —un guiso servido, una mirada que se desvía, un nombre que no se menciona— pesa como un alud. No hay explicaciones, porque en el universo de La buena letra nadie explica nada: se sobrevive, se calla, se sirve. Es en ese no dicho donde la película encuentra su potencia política. La posguerra no aparece en forma de represión explícita, sino en los cuerpos de los personajes, en su andar cansado, en su imposibilidad de construir un futuro que no esté marcado por el sacrificio o el rencor.
La dirección de actores es otro de los grandes logros del filme. Mauleón, Auquer y Rujas componen un triángulo de sombras donde cada uno arrastra su propio luto, y lo hace sin aspavientos. Teresa Lozano, en un papel menor, aporta una presencia casi espectral, como una figura que pertenece más al pasado que al presente. Roger Casamajor y Gloria March completan un reparto sólido, siempre al servicio del conjunto, sin desbordes innecesarios.
Desde el punto de vista formal, la película es una pequeña joya de contención. La fotografía de Sara Gallego logra recrear una luz de época sin caer en lo pintoresco: cada plano parece surgido de una postal ajada por el tiempo. La casa donde transcurre gran parte de la acción, una antigua masía valenciana, se convierte en personaje: sus paredes grises, sus estancias sombrías y sus objetos gastados por el uso cotidiano son testimonio físico del duelo colectivo. El uso exclusivo de luz natural —una apuesta arriesgada— aporta una pátina de realismo que entronca con el cine de Víctor Erice, con el primer Saura, con los retablos silenciosos de Cría cuervos.
El trabajo de vestuario y atrezzo, a cargo de un equipo meticuloso, evita el folclore. Los trajes de luto, las prendas recicladas, los delantales manchados: todo respira verdad, sin necesidad de alardear de reconstrucción histórica. Lo mismo ocurre con la música de Marina Alcantud, que acompaña sin manipular. A veces se escucha, a veces apenas se intuye, como si brotara desde dentro del relato. No hay grandes temas, sino una partitura emocional mínima, como el alma de los personajes: herida, sí, pero resistente.
Durante el rodaje, según ha contado la directora en varios encuentros con el público, se optó por ensayar durante semanas antes de filmar, para que los actores pudieran habitar sus personajes desde dentro. Esto se traduce en una naturalidad que no es improvisación, sino trabajo minucioso de contención emocional. Rico volvió a colaborar con parte del equipo técnico de Viaje al cuarto de una madre, lo cual contribuyó a una atmósfera de confianza y afinidad estética que se percibe en cada plano.
En cuanto a su lugar dentro del cine contemporáneo español, La buena letra se hermana con otras películas recientes que revisitan el pasado sin convertirlo en escenario de redención. En su tono íntimo y doloroso, recuerda a La maternal de Pilar Palomero, o a El vientre del mar de Agustí Villaronga, aunque su pulso narrativo sea más estático, más obsesionado por la espera que por la acción. Es también, en cierto modo, un reverso de As bestas: donde aquella era un estallido, esta es una implosión.
El mensaje que nos deja Celia Rico en esta segunda obra es tan brutal como honesto: el sacrificio femenino, tantas veces romantizado en nuestra cultura, no siempre salva. A veces ni siquiera es reconocido. La buena letra no nos ofrece esperanza, pero sí un espejo: el de tantas mujeres que sostuvieron en silencio una posguerra que nunca terminó del todo. Rico no hace cine para enseñar, sino para acompañar. Y en esa compañía áspera y hermosa, encuentra su lugar como una de las voces más necesarias y coherentes del cine español actual.
Xabier Garzarain

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