“Enemigos”: David Valero y el rostro oculto de la violencia.

 La filmografía de David Valero ha sido, desde sus inicios, una indagación constante en los márgenes de lo cotidiano. Desde Los inútiles (2010), una comedia melancólica que retrataba a tres personajes aparentemente perdidos pero entrañablemente humanos, hasta Orquesta Los Bengalas (2011), donde exploraba el paso del tiempo desde la ternura y el desajuste emocional, su cine ha estado atravesado por una mirada profundamente empática hacia aquellos que viven al margen del éxito, la norma o la narrativa hegemónica.


Pero fue con La vida inesperada (2019) cuando Valero comenzó a ensayar un giro: si bien mantenía su sensibilidad hacia los personajes excluidos, el tono se volvió más sobrio, más amargo, como si hubiera entendido que el humor ya no bastaba para contener ciertas fracturas sociales. Enemigos es la culminación de ese trayecto. Aquí, Valero renuncia a cualquier coartada cómica o redentora para sumergirse de lleno en un drama tenso, áspero, radicalmente contemporáneo, que pone el foco en una de las heridas más invisibles y dolorosas de nuestra sociedad: la violencia entre adolescentes, no como anécdota sino como estructura emocional, social y simbólica.



La historia de Enemigos parte de una pregunta incómoda y perturbadora: ¿qué harías por tu enemigo? Desde esa premisa, Valero y el coguionista Alfonso Amador construyen una trama que no busca la espectacularidad, sino la verdad. Chimo (Christian Checa) y El Rubio (Hugo Welzel) no son héroes ni villanos, sino dos adolescentes atrapados en un ciclo de violencia que los supera. Víctima y verdugo, acosado y acosador, los personajes habitan una delgada línea donde las categorías morales se disuelven, y lo que queda es el miedo, la rabia, la confusión, el deseo de ser visto.


La película opta por una estructura lineal, pero salpicada de silencios, gestos y pequeñas rupturas temporales que dotan al relato de una fisura continua, como si todo estuviera a punto de quebrarse. El ritmo es seco, contenido, casi físico, como si la cámara respirara al compás de los personajes. No hay elipsis para edulcorar, ni música que suavice. Lo que vemos es lo que hay. Y lo que hay es inquietante.


El trabajo actoral es, sin exagerar, uno de los más sólidos del cine español reciente en el terreno del drama juvenil. Christian Checa logra una composición sutil, repleta de matices, donde la fragilidad y la determinación conviven en una tensión constante. Su mirada, entre desafiante y herida, condensa buena parte del dolor de su personaje. En una escena, apenas levantando la voz, logra transmitir una desesperación que otros actores necesitarían un monólogo para expresar.


Hugo Welzel, como El Rubio, escapa del estereotipo del acosador para ofrecer una interpretación en la que la violencia no es una pose, sino una coraza. Hay momentos donde su brutalidad se disuelve en un desconcierto casi infantil, y es ahí donde la película encuentra uno de sus mayores hallazgos: mostrar que la crueldad, muchas veces, esconde una vulnerabilidad no resuelta.


El elenco secundario está igual de afinado: Estefanía de los Santos aporta gravedad y calidez a su papel, Luna Pamiés brilla en sus apariciones con una naturalidad sin artificios, y José Manuel Poga, como figura de autoridad, introduce un contrapunto necesario que tampoco cae en el paternalismo.


Valero, siguiendo una metodología casi teatral, decidió mantener a Checa y Welzel alejados fuera de cámara durante el rodaje. Esta decisión, tomada para preservar la tensión emocional entre los personajes, acabó marcando el tono general de la película. En entrevistas, se ha mencionado que algunas escenas clave se rodaron sin ensayos previos, buscando la reacción real, el temblor genuino. No es una táctica nueva —recordemos los métodos de Cassavetes o incluso ciertos ejercicios de Kechiche—, pero en Enemigos funciona como un amplificador emocional, haciendo que cada gesto y cada mirada parezcan ocurrir en tiempo real.


La música de Steve Lean podría haber caído en la tentación de lo urbano, pero en lugar de ello, opta por una banda sonora ambiental, densa, casi subterránea. Los temas no acompañan la acción, sino que la penetran, como si fueran el eco emocional del barrio, del rencor, de la infancia truncada. Este enfoque dota a la película de una dimensión casi hipnótica, donde el sonido se convierte en atmósfera.


El trabajo de dirección de arte es otro de los grandes logros del film. Lejos del realismo social de postal, el vestuario y el atrezo están pensados para ser vividos, no mostrados. Las sudaderas, las zapatillas gastadas, las habitaciones con pósters descoloridos… Todo respira verdad. La fotografía de Alberto Pareja huye del preciosismo: hay planos hermosos, sí, pero son hermosos en su aspereza. La cámara tiembla, se acerca, se aleja, se detiene en el detalle de un rostro, de una herida, de una ventana cerrada.


Enemigos se inscribe en una genealogía de cine social que va desde “La haine”hasta “Fish Tank”,pasando por “El odio que das” o incluso la española “A cambio de nada” de Daniel Guzmán. Pero su singularidad está en no tomar partido. No hay mensaje explícito, ni escena final redentora. Hay duda, hay desconcierto. Hay dolor. Y hay una voluntad política: mostrar la violencia como algo que no nace en los actos, sino en los contextos. Y sobre todo, en las ausencias: de referentes, de palabras, de escucha.


Al final de Enemigos, uno no sale con respuestas, sino con preguntas. ¿Dónde empieza la violencia? ¿Quién tiene derecho a vengarse? ¿Qué hacemos con el odio cuando ya ha hecho su trabajo?


David Valero no sermonea. Solo observa. Pero su mirada, sin moralismo y sin concesiones, cala hondo. Enemigos no es una película cómoda, ni amable. Pero sí es una de las más necesarias del cine español reciente. Porque no sólo habla del bullying o de la adolescencia, sino de la fragilidad masculina, del peso del silencio, de la necesidad de ser visto y comprendido en un mundo que muchas veces te convierte en enemigo antes de dejarte ser persona.


Una obra madura, valiente y afilada, que confirma a Valero como uno de los cineastas más comprometidos y sensibles de su generación. Y que nos deja, como un eco, la sensación de que el verdadero enemigo no siempre está fuera. A veces, vive dentro.


Xabier Garzarain 

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