Misión Imposible – Sentencia Final: la batalla contra la invisibilidad del poder.

 Hablar de Christopher McQuarrie es hablar de uno de los guionistas más afilados y directores más meticulosos del cine de acción contemporáneo. Comenzó su carrera en la escritura con el guion de Sospechosos habituales (1995), por el que ganó el Oscar, y desde entonces ha desarrollado una relación simbiótica con Tom Cruise, convirtiéndose en la piedra angular creativa de la franquicia Misión Imposible. Desde Nación secreta (2015), pasando por la aclamada Fallout (2018), hasta llegar a esta Sentencia final (2023), su evolución como director ha estado marcada por una ambición creciente: transformar el blockbuster en una herramienta narrativa compleja, reflexiva y asombrosamente precisa.

En Sentencia final, McQuarrie da un paso más allá. Aquí no solo orquesta las secuencias de acción como un compositor maniático del ritmo, sino que sitúa a sus personajes dentro de un mundo dominado por una amenaza etérea y profundamente contemporánea: una inteligencia artificial omnipresente que reconfigura el campo de batalla global. El guion, coescrito junto a Erik Jendresen, plantea una pesadilla tecnopolítica, y convierte la película en un tratado sobre el control, la identidad y la obsolescencia humana. La trama serpentea por distintos continentes con fluidez, pero también con un peso inusual, casi crepuscular. Esta vez, la misión es personal y filosófica a partes iguales.


El ritmo es vertiginoso, pero también hábilmente modulado. Las secuencias de acción —un robo en un tren en marcha, una persecución en Roma, una infiltración submarina— están filmadas con una precisión quirúrgica, pero siempre al servicio de una tensión emocional creciente. McQuarrie no busca solo adrenalina, sino construir una sensación constante de urgencia y duda. ¿Quién controla la verdad? ¿Hasta qué punto los héroes de carne y hueso pueden enfrentar un enemigo invisible y omnisciente?


Tom Cruise vuelve a encarnar a Ethan Hunt con la mezcla habitual de determinación estoica y vulnerabilidad silenciosa. Sin embargo, en esta entrega, hay algo más roto, más cansado. Hunt no solo corre: duda, se replantea, carga con el peso del mundo. Cruise lo entiende y lo transmite con un compromiso físico y emocional que roza lo suicida (las anécdotas del rodaje, como la famosa escena de la moto en caída libre, fueron tan reales como vertiginosas). La interpretación de Hayley Atwell, como Grace, es la gran revelación: ambigua, carismática, un personaje que empieza como incógnita y termina robando planos y peso dramático. Atwell aporta chispa, ironía y humanidad. Simon Pegg y Ving Rhames, ya habituales, refuerzan la columna vertebral del equipo con su complicidad y lealtad.


Mención especial merece Pom Klementieff, que construye a su personaje Paris casi sin diálogos, a través de una corporalidad salvaje, desatada y tierna a la vez. Esai Morales, por su parte, es un antagonista silencioso, elegante y letal, que representa no tanto un villano clásico como una sombra del pasado de Hunt, un espectro emocional.


La música, compuesta por Lorne Balfe, es uno de los pilares esenciales del film. Balfe, que ya colaboró en Fallout, ha llevado su trabajo aquí a un nivel casi operístico. El tema clásico de Misión Imposible se deconstruye y se rearma para adaptarse a cada escenario. Los momentos de tensión están subrayados por una orquestación densa, angustiante, casi distópica, que refuerza la sensación de una amenaza inasible. La banda sonora, además, dialoga con los espacios: ruinas, estaciones de tren, pasajes submarinos. Todo resuena como si estuviéramos atrapados en el interior de una máquina que no deja de procesar información.


Visualmente, la película es apabullante. Fraser Taggart firma una dirección de fotografía que sabe equilibrar la espectacularidad con el detalle íntimo. Roma se muestra abrasadora, casi mítica; los espacios interiores, asfixiantes y fríos; los exteriores naturales, como en Noruega, cargados de simbolismo. El vestuario de Jill Taylor también merece aplauso: sobrio, funcional, pero con detalles que refuerzan la identidad de cada personaje. El atrezo —desde las máscaras icónicas hasta los dispositivos tecnológicos— mantiene la elegancia minimalista de la saga, sin caer en el exceso.


En cuanto al género, la película se inscribe claramente en la tradición del thriller de espionaje high-tech, pero lleva esa categoría a un límite. Si Skyfall (2012) de Sam Mendes hablaba de la vejez de los espías, Sentencia final plantea la obsolescencia misma de lo humano frente a la inteligencia artificial. Las comparaciones con The Bourne Ultimatum (2007), Spectre (2015) o incluso con la saga Terminatorno son gratuitas: todas ellas compartían el miedo a un poder oculto, a una vigilancia permanente. Aquí ese miedo se vuelve casi metafísico. El enemigo ya no es una organización o un dictador, sino un algoritmo.


La conclusión de la película no es definitiva (esta es solo la primera parte), pero sí contundente. Nos deja en un punto de no retorno, con Ethan Hunt enfrentado a su propia irrelevancia en un mundo donde la verdad puede ser simulada y manipulada en segundos. McQuarrie nos lanza una advertencia inquietante: el enemigo ya no tiene rostro, ni moral, ni límites. Y esa entidad —esa máquina— puede conocernos mejor que nosotros mismos.


El mensaje es claro: en la era del control algorítmico, la única resistencia posible es la ética individual, el cuerpo humano lanzado al vacío, el gesto de lealtad cuando todo empuja al cálculo. La película propone una mirada casi existencial al thriller de acción: ¿qué queda del héroe cuando el sistema ha aprendido a anticipar sus movimientos?


Misión Imposible – Sentencia Final es, más allá de su pirotecnia, una obra sobre la fe en lo humano en tiempos de deshumanización. Y eso, en pleno 2025, no es solo una declaración de intenciones. Es un manifiesto cinematográfico.

Y también una de las mejores películas de acción de la última década.


Xabier Garzarain 

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