MOBLAND: sangre azul y pólvora seca en el Londres del crimen.
Guy Ritchie ha pasado de retratar a pequeños delincuentes de East End con modales de pub y deudas con el infierno, a construir imperios criminales con sabor a tragedia griega. Su carrera, más que una línea recta, ha sido un mapa lleno de desvíos, vueltas a casa y tentativas de escapar de sí mismo. Comenzó con fuerza con Lock & Stock (1998) y Snatch (2000), dos películas que definieron una estética y una cadencia narrativa: planos frenéticos, saltos temporales, humor corrosivo y una galería de personajes entre el ridículo y la amenaza.
Tras estos éxitos, se adentró en el Hollywood mainstream con Sherlock Holmes (2009) y su secuela, donde puso al servicio de una gran franquicia su talento para el ritmo visual. Pero el precio fue perder algo de su ADN. The Man from U.N.C.L.E. (2015) o Aladdin (2019) evidencian esa búsqueda de relevancia industrial, a veces a costa de su personalidad autoral.
No obstante, en la última década, Ritchie ha emprendido un regreso deliberado a sus raíces: The Gentlemen (2020), Wrath of Man (2021) y la serie The Gentlemen (2024) apuntan hacia una síntesis entre su vertiente más explosiva y una cierta madurez formal. MobLand, estrenada en 2025 como serie de diez episodios, representa quizás su proyecto más complejo y ambicioso en el terreno del crimen: aquí no sólo se trata de quién dispara primero, sino de quién soporta más tiempo el peso de su apellido.
Aunque Ritchie no dirige todos los episodios, su presencia se siente en el ADN de la serie: desde el diseño de personajes hasta la lógica interna de la violencia. Su alianza con directores como Anthony Byrne (Peaky Blinders) o Lawrence Gough permite que el universo crezca, se oscurezca, y gane en profundidad dramática sin renunciar al espectáculo.
La historia de MobLand parte de una premisa conocida pero efectiva: dos familias criminales, los Harrigans y los Stevensons, se disputan el control de Londres. Sin embargo, aquí no se trata simplemente de una lucha por territorios o poder económico, sino de algo más íntimo y visceral: el derecho a definir la historia familiar, a corregir los errores de los padres, a salvar —o destruir— la memoria de los ancestros.
En este sentido, MobLand no se limita a ser una historia de mafiosos, sino que bebe directamente del drama clásico. Las traiciones se tejen con la solemnidad de Rey Lear, las alianzas se construyen con el veneno de Macbeth, y los herederos —como Harry Da Souza, interpretado por un Tom Hardy fascinante— se mueven como príncipes malditos por un tablero donde todas las casillas sangran.
La narrativa, dividida en diez episodios de 50 minutos, evita el efectismo inmediato y apuesta por un desarrollo progresivo: el primer episodio introduce las piezas, el segundo aprieta las cuerdas, y a partir del tercero, la tensión crece como una corriente eléctrica que amenaza con prender fuego en cualquier momento. El ritmo es más pausado que en otras obras de Ritchie, pero más cargado de densidad emocional y atmósfera.
El reparto de MobLand es, sencillamente, imponente. Tom Hardy construye en Harry Da Souza un personaje lleno de pliegues: exmilitar, negociador callejero, hijo renegado de un linaje manchado. Su rostro cansado, su mirada escéptica y su cuerpo endurecido por cicatrices visibles e invisibles convierten a Harry en el corazón trágico de la serie. Hardy actúa con los silencios, con las respiraciones, con la forma en que enciende un cigarro como si se jugara la vida con cada calada.
Helen Mirren está imperial como Evelyn Harrigan: su voz, medida como un metrónomo, y su presencia, entre la reina madre y la diosa vengadora, electrifican cada escena. Pierce Brosnan, como el anciano Stevenson, da una de sus interpretaciones más crepusculares: su patriarca no es un gánster arquetípico, sino un hombre derrotado por su propio legado. Paddy Considine y Joanne Froggatt completan el cuadro con personajes que, lejos de ser secundarios, funcionan como resortes dramáticos clave.
La serie, aunque coral en su dirección, mantiene una coherencia tonal admirable. Ritchie aporta su estilo en episodios clave —especialmente el primero y el octavo— con planos secuencia coreografiados, diálogos sobrepuestos en montaje paralelo y estallidos de violencia que, más que acción, parecen coreografías emocionales. Anthony Byrne, por su parte, imprime una elegancia más sobria, casi operística, que recuerda a los mejores momentos de Peaky Blinders. Lawrence Gough aporta tensión y crudeza, especialmente en los pasajes más urbanos y viscerales.
Durante el rodaje se filtraron algunas anécdotas reveladoras: Helen Mirren pidió reescribir su monólogo del episodio 7 para darle una estructura más bíblica; Ritchie dirigió una escena bajo la lluvia sin cortes, en la que Hardy debía arrastrar a un enemigo herido mientras recitaba un poema de Kipling. La toma fue tan intensa que el equipo pidió un descanso de una hora para recuperarse emocionalmente.
Ilan Eshkeri firma una partitura que sabe cuándo hablar y cuándo desaparecer. Los temas principales combinan cuerdas fúnebres con pulsos electrónicos, construyendo una sensación de amenaza inminente. En momentos clave, Eshkeri introduce instrumentos tradicionales británicos, como si los fantasmas del pasado cantaran a través del sonido.
El vestuario es un personaje más. Los Harrigans visten como aristócratas del fin del mundo: capas largas, telas oscuras, joyas heredadas. Los Stevensons optan por trajes más utilitarios, pero igual de intimidantes. Hay una guerra también estética, una forma de mostrar que cada familia se siente la legítima heredera de un imperio invisible.
La fotografía —obra de Si Bell, Stephan Pehrsson y David Katznelson— compone un Londres dividido: desde los salones barrocos de Mayfair hasta los polígonos industriales de Barking, cada encuadre está pensado para subrayar la pugna entre poder y decadencia. El atrezo es minucioso: relojes de bolsillo oxidados, retratos familiares cruzados por balas, libros subrayados con citas de Hobbes y Maquiavelo.
MOBLAND dialoga con clásicos del cine de mafias —El Padrino, The Long Good Friday, Animal Kingdom— pero también con dramas familiares de largo aliento. No hay aquí héroes ni redenciones fáciles: hay ciclos de violencia, pactos que se cumplen por obligación y amores que no logran sobrevivir al peso de la sangre.
En el fondo, la serie habla de cómo los hijos intentan romper —o repetir— las cadenas de sus padres. De cómo la idea de “familia” puede ser una promesa o una condena. De cómo la lealtad, cuando se convierte en credo, deja de ser virtud para convertirse en trampa.
MOBLAND es una serie que desafía al espectador a mirar más allá del espectáculo. No se contenta con mostrarnos un mundo de crimen y poder: quiere que sintamos las grietas que lo sostienen. Es una obra coral, compleja y visualmente poderosa, donde cada decisión —de guion, de vestuario, de iluminación— está al servicio de una tragedia de largo alcance.
Guy Ritchie, sin renunciar a su estilo, ha dado aquí el salto a la madurez narrativa. Y lo ha hecho con sangre, sudor y cicatrices. Porque MobLand no es solo una guerra entre familias. Es una guerra contra uno mismo. Contra la herencia. Contra la certeza de que, por mucho que uno intente huir… siempre regresa al lugar donde empezó.
Xabier Garzarain
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