“Tierras perdidas”: en el corazón oscuro de los deseos.

 Paul W.S. Anderson es un cineasta que ha construido su carrera en la periferia del prestigio, pero en el centro del entretenimiento de culto. Desde sus inicios en los años noventa, ha sido objeto de devoción y desprecio a partes iguales. Su debut, Shopping (1994), una estilizada historia de adolescentes marginales en un Londres distópico, ya anticipaba su inclinación por lo visualmente agresivo y su rechazo a las convenciones narrativas clásicas. El éxito internacional llegó con Mortal Kombat (1995), donde supo trasladar la estética de los videojuegos al cine sin perder identidad cinematográfica. Pero sería con Event Horizon (1997), una ópera de horror cósmico incomprendida en su momento, donde empezaría a definirse su marca autoral: mundos cerrados, violencia como lenguaje, personajes atrapados entre la voluntad y el destino.


La saga Resident Evil (2002–2016), protagonizada por su esposa y musa Milla Jovovich, convirtió a Anderson en un referente del cine de acción fantástico con tintes postapocalípticos. Si bien el guion y los diálogos eran frecuentemente criticados, su capacidad para construir atmósferas y diseñar secuencias de acción memorables era incuestionable. Con el tiempo, sin embargo, Anderson fue buscando un tono más introspectivo. Su adaptación de Los tres mosqueteros (2011) y el peplum Pompeii (2014) muestran ya una preocupación por el mito, por las pasiones arquetípicas, aunque aún bajo la pátina del blockbuster. Tierras perdidas supone, en este sentido, una bisagra: el salto desde la acción estilizada al drama fantástico con resonancias trágicas, donde el espectáculo está al servicio del dilema ético.


Basada en un cuento breve de George R. R. Martin —un escritor obsesionado por el poder y sus consecuencias— Tierras perdidas se aleja del desarrollo épico lineal y apuesta por una narración pausada, casi litúrgica, que prioriza el peso de las decisiones sobre el movimiento externo. La trama gira en torno a Gray Alys, una hechicera con habilidades tan extraordinarias como peligrosas, enviada a las Tierras Perdidas por deseo de una reina (Melange, interpretada con melancolía contenida por Amara Okereke), que anhela obtener el poder de transformarse en hombre lobo, creyendo que esa metamorfosis la librará de su miseria interior.



A primera vista, el argumento podría parecer la típica misión de fantasía: buscar un objeto mágico en un mundo hostil. Pero aquí el poder no es una recompensa, sino una maldición. Anderson estructura la película como una espiral descendente. El ritmo es deliberadamente denso, incluso exasperante por momentos, y ese es parte de su propuesta estética: adentrarse en lo sombrío no con espadas en alto, sino con las manos vacías y la conciencia cargada.


Milla Jovovich, siempre magnética, ofrece aquí su actuación más sobria en años. Gray Alys es un personaje de silencios, de miradas que cargan con siglos de conocimiento prohibido. Ya no se trata de una heroína que lucha contra zombis, sino de una mujer consciente de que cada elección acarrea consecuencias irreversibles. Su interpretación se asienta en lo ritual: su voz, su andar, su forma de mirar parecen guiadas por una ley arcana.


Dave Bautista, como el cazador Boyce, aporta una fisicidad crepuscular, casi sacerdotal. Estamos ante un guerrero cansado, cuya fuerza se ha vuelto escudo más que arma. Su vínculo con Gray Alys es de respeto mutuo, sin romanticismo, sin necesidad de palabras. El resto del elenco orbita en torno a ellos como ecos de mundos extinguidos: Fraser James como el patriarca Johan o Deirdre Mullins como la misteriosa Mara son figuras casi espectrales, más símbolos que personas. Pero ese es el tono que Anderson busca: un reparto que no encarne una realidad, sino una alegoría.


El rodaje de Tierras perdidas se llevó a cabo en localizaciones salvajes de Polonia y Eslovenia, con un equipo reducido que convivió en condiciones naturales extremas. Según declaraciones del propio director, esta decisión buscaba “crear un estado mental en los actores que no podía conseguirse en un plató”. La ausencia de comodidades, el frío, la lluvia constante, y el aislamiento físico se traducen en pantalla en una autenticidad que atraviesa cada encuadre.


El trabajo de Lukasz Trzcinski en el diseño de producción es notable: los escenarios no parecen construidos, sino descubiertos. Las Tierras Perdidas se sienten como ruinas de un mundo anterior, pobladas por seres que desafían la lógica, pero obedecen a una coherencia interna: raíces que sangran, piedras que murmuran, nieblas que respiran. Nada es gratuito: todo parece tener un pasado más profundo que lo que vemos.


La fotografía de Glen MacPherson, colaborador habitual de Anderson, opta por una gama cromática apagada y cargada de matices terrosos. La luz no ilumina: revela. Los rostros están constantemente velados por sombras, nieblas o velos, como si los personajes nunca pudieran mostrarse del todo. Hay una sensación constante de que el mundo se está cerrando sobre ellos, un universo en proceso de pudrición.


La música de Paul Haslinger refuerza esta idea: no hay grandes temas melódicos, sino capas de sonido sintético que vibran como si fueran parte del ecosistema. El score no acompaña, sino que tensa. Es un zumbido constante que recuerda a Under the Skin o Mandy, más atmosférico que narrativo.


El vestuario es otro de los grandes aciertos: lejos de la espectacularidad típica de la fantasía épica, opta por la sobriedad, la mugre, el desgaste. Las capas de Gray Alys parecen fundidas con la tierra; la armadura de Boyce, corroída por el tiempo. Cada pieza del vestuario habla de una historia no contada.


Tierras perdidas dialoga con otras obras de fantasía oscura como The Green Knight de David Lowery o incluso The Witch de Robert Eggers, en su combinación de paganismo, naturaleza amenazante y destinos trágicos. A diferencia de la saga El Señor de los Anillos, aquí no hay nobleza en la empresa, ni claridad moral. Las criaturas que aparecen no son enemigos, sino pruebas. Y no hay recompensa para quienes sobreviven: solo un nuevo tipo de vacío.


Anderson, sin renunciar del todo a sus raíces, se alinea más aquí con un cine de autor que con el blockbuster tradicional. En lugar de ofrecer una fantasía escapista, propone una reflexión oscura sobre los deseos humanos, sus consecuencias y su inherente egoísmo.


Tierras perdidas es, en última instancia, una película sobre el deseo y su precio. En un mundo donde todo puede conseguirse mediante magia, ¿qué significa querer algo? ¿Es el deseo una forma de libertad o una forma de condena? Gray Alys, que ha cumplido deseos durante siglos, parece saber que el verdadero poder no está en cambiar la realidad, sino en aceptar su límite.


Con esta película, Paul W.S. Anderson no solo adapta un relato de George R. R. Martin, sino que parece dialogar con él. Ambos comparten la obsesión por el precio del poder, por la ambigüedad moral, por la tragedia inevitable. Pero donde Martin suele ser brutalmente realista, Anderson introduce una poética oscura, casi onírica.


En un panorama donde la fantasía tiende al ruido y la épica, Tierras perdidas es una rareza: un susurro inquietante, un hechizo que no promete redención, pero sí verdad. La más incómoda, pero también la más necesaria.


Xabier Garzarain 

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