Until Dawn: el horror como memoria persistente

 David F. Sandberg se ha convertido, casi sin proponérselo, en uno de los cineastas más interesantes del panorama del terror contemporáneo. Nacido en Suecia, comenzó su carrera realizando cortometrajes caseros junto a su esposa, la actriz Lotta Losten, y publicándolos en YouTube bajo el nombre de ponysmasher. El punto de inflexión llegó en 2013 con Lights Out, un cortometraje de poco más de dos minutos que se volvió viral por su efectiva combinación de idea simple y ejecución brillante: una figura amenazante que solo aparece cuando se apagan las luces. Ese pequeño experimento le abrió las puertas de Hollywood, donde repetiría la fórmula en formato largometraje (Nunca apagues la luz, 2016), manteniendo la esencia de lo que lo hacía inquietante pero ampliando su trasfondo psicológico.


Le seguiría Annabelle: Creation (2017), una precuela dentro del universo de The Conjuring, en la que Sandberg logró imponer su estilo en una maquinaria comercial. Allí ya aparecía un patrón: una inclinación por los espacios cerrados y los traumas personales, siempre desde una mirada que mezcla lo espectral con lo íntimo. En 2019 sorprendió con Shazam!, un desvío hacia el cine de superhéroes, más ligero pero con ecos de su estética oscura en algunas secuencias. Aunque demostró saber manejar el tono lúdico, su regreso al terror con Until Dawn es una muestra de madurez: no solo ha afinado sus herramientas formales, sino que ha impregnado su obra de una gravedad emocional inédita hasta ahora.



Basada libremente en el videojuego de 2015, Until Dawn no es una simple adaptación, sino una reelaboración con identidad propia. En el juego, el jugador debía tomar decisiones que afectaban el destino de los personajes; en la película, el destino se impone, repetido hasta el agotamiento. Un año después de la desaparición de su hermana Melanie, Clover viaja con un grupo de amigas al valle donde ocurrió la tragedia. Lo que empieza como una excursión con fines conmemorativos se transforma en una pesadilla cíclica: son asesinadas una a una por una figura enmascarada, pero cada vez que mueren, la noche vuelve a comenzar. La estructura en bucle —cercana a Happy Death Day o The Endless— es aquí utilizada no como recurso lúdico, sino como metáfora del duelo y la culpa: el tiempo no avanza porque el trauma no ha sido procesado.


Sandberg maneja este bucle con maestría. Cada repetición no es igual, sino que se vuelve más corta, más opresiva, más cruel. El espectador comparte la angustia de Clover, interpretada por una sorprendente Ella Rubin, que articula con gran sensibilidad el tránsito entre la confusión, el miedo y la determinación. Su rostro se convierte en un mapa emocional del relato. A su alrededor, el grupo de personajes (interpretados por Michael Cimino, Odessa A’zion, Ji-young Yoo y Belmont Cameli) evita el estereotipo gracias a la dirección de actores y a una escritura que, sin dejar de ser funcional, deja espacio para momentos de complicidad y fragilidad.


Una de las decisiones más acertadas del film es evitar el humor fácil. Aunque los personajes son jóvenes, y hay ecos del slasher clásico, Sandberg opta por un tono más serio y sostenido, que remite más a The Descent o It Follows que a Scream. El asesino enmascarado no tiene identidad concreta: es más un símbolo, una fuerza ciega que impide cerrar la herida. La verdadera amenaza no es la muerte, sino su repetición vacía, su banalización.


La puesta en escena contribuye decisivamente a esta atmósfera. Maxime Alexandre, director de fotografía habitual de cineastas como Alexandre Aja y James Wan, crea una textura visual húmeda y opresiva. La niebla, la luz artificial, el uso de linternas y focos rotos construyen un espacio perceptivo en el que nunca se sabe qué acecha fuera de campo. El centro de visitantes, donde transcurre buena parte de la acción, se convierte en un microcosmos de la mente traumatizada: pasillos que se repiten, puertas que no conducen a ninguna parte, habitaciones que se transforman. El diseño de producción de Jennifer Spence acentúa esta idea con un atrezo mínimo pero significativo: mapas rasgados, fotografías antiguas, símbolos grabados en la madera.


El vestuario y el maquillaje juegan un papel importante, especialmente en la acumulación física del daño. Aunque los personajes reinician cada noche, sus cuerpos conservan heridas, cortes, golpes. Hay una especie de memoria corporal que los delata, como si el alma no pudiera borrarse del todo. Este detalle conecta con una de las ideas centrales de la película: que el dolor deja huella, incluso cuando el tiempo se rehace.


La música, compuesta por un aún no anunciado compositor —aunque se rumorea que pueda ser Benjamin Wallfisch, colaborador habitual de Sandberg—, es un tapiz de capas sonoras que mezcla electrónica disonante y cuerdas inquietas. No se trata de una banda sonora invasiva, sino atmosférica, que se filtra como un eco o una advertencia.


Durante el rodaje, que tuvo lugar en localizaciones naturales de la Columbia Británica, se enfrentaron a condiciones climáticas extremas, especialmente lluvias constantes que obligaron a reorganizar el plan de rodaje. Estas inclemencias, lejos de perjudicar la producción, reforzaron el clima claustrofóbico del film. Se dice que Sandberg insistió en rodar algunas secuencias solo con luz natural o con linternas de los personajes, lo que intensificó la sensación de realismo y vulnerabilidad.


Más allá de sus virtudes técnicas, Until Dawn funciona por lo que propone a nivel temático: la muerte como repetición sin sentido, el duelo como un ciclo del que es imposible salir si no se confronta la verdad. Clover no debe solo sobrevivir, sino recordar. La clave no está en vencer al asesino, sino en entender el origen de su propia culpa, en reconciliarse con la ausencia de su hermana. La película culmina en una resolución ambigua, más poética que lógica, en la que el amanecer no es una salvación, sino un acto de aceptación.


En ese sentido, Until Dawn no es solo un slasher con bucles: es un estudio sobre la forma en que el dolor se enquista cuando no se expresa. Sandberg ha dirigido aquí su película más ambiciosa y personal, alejándose del efectismo para adentrarse en un terror más abstracto y emocional. Es un paso adelante en su filmografía, una prueba de que el género aún puede ofrecer nuevas formas de hablar sobre lo que más nos aterra: no la muerte, sino lo que deja tras de sí.


Xabier Garzarain 

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