“28 años después”: la furia era nuestra.
Prepárate. Agárrate fuerte. Cierra la puerta, apaga el móvil y olvídate del reloj. Porque lo que ha hecho Danny Boyle con 28 años después no es una película: es una cicatriz. Una herida fresca en el tejido del cine postapocalíptico, una elegía brutal para una civilización que ya ni siquiera recuerda cómo era civilizada. Esta película no se ve: se sobrevive. Y lo que se sobrevive, no se olvida.
Boyle regresa a la saga que lo consagró como el profeta inesperado del apocalipsis moderno, pero no viene a repetir la fórmula. Viene a dinamitarla. Si 28 días después era rabia pura, movimiento, shock y furia contenida a punto de estallar, 28 años después es su reverso fúnebre: la calma del naufragio. La resaca de la historia. La tristeza del que ya no cree en nada, ni en la cura ni en el castigo.
Han pasado casi tres décadas desde que el virus Rage hizo arder Inglaterra desde las entrañas. Ahora, lo que queda de la humanidad se esconde en una pequeña isla, conectada al continente por una única carretera que parece sacada de una pesadilla de Kafka: todo el control, toda la vigilancia, y aún así, todo el miedo. Jamie —interpretado por un Aaron Taylor-Johnson que no actúa, sino que respira una especie de desesperación silenciosa— decide cruzar al continente. No por heroísmo. No por aventura. Por algo más oscuro. Por una necesidad innombrable.
El viaje de Jamie es un descenso a un continente que ya no representa tierra firme, sino un territorio mítico, simbólico. Boyle transforma el espacio en alegoría: cada lugar visitado, cada encuentro con los nuevos supervivientes, es un espejo roto que refleja lo peor de nosotros mismos. Las comunidades que se organizan en torno al culto, al miedo o a la violencia. Los niños que ya no conocen otra cosa que la ley del más fuerte. Los viejos científicos que juegan a ser dioses con los restos de una biología deformada. Aquí no hay redención. Hay adaptación. Y esa adaptación, nos viene a decir la película, es la verdadera mutación.
La interpretación de Taylor-Johnson es todo contención y trauma. Jamie es un personaje al borde de la nada, que sigue caminando solo porque detenerse significaría aceptar que no queda nada que buscar. A su lado, Jodie Comer como Isla, firme, cortante, un alma práctica, hecha a golpes. Y luego Ralph Fiennes como el Dr. Kelson, que se come la pantalla con esa calma venenosa de los grandes villanos: un doctor que sonríe mientras firma sentencias, que susurra mientras descompone lo humano en cifras. Es el horror educado, el que no sangra pero huele a formol y muerte.
Jack O’Connell y Erin Kellyman son pura dinamita: los hermanos Crystal funcionan como una versión punk de Caín y Abel. Uno quiere destruir todo lo que queda, el otro parece aferrarse a lo que alguna vez fue ternura. La violencia entre ambos es teatral, operística, casi tarantinesca en su construcción. Son personajes que podrían estar en Mad Max o en Django Unchained, pero aquí están encerrados en un mundo sin reglas, donde la única estética es la de la supervivencia.
La dirección de Boyle es más sobria que en sus películas anteriores, pero no por eso menos intensa. Aquí la cámara tiembla menos, pero observa más. No hay esa urgencia vertiginosa de Slumdog Millionaire ni el estilismo de videoclip que impregnaba The Beach. Hay planos largos, composiciones frías, mucho fuera de campo. Anthony Dod Mantle, su colaborador de siempre, firma una fotografía que combina lo postindustrial con lo ruinoso, lo orgánico con lo putrefacto. Las ciudades abandonadas ya no son escenarios: son cadáveres. Los colores son terrosos, los cielos pesados. La belleza está en la descomposición.
La música, obra de Geoff Barrow y Ben Salisbury, no embellece, no enfatiza: acompaña como una sombra. El uso mínimo, quirúrgico, del mítico “In the House – In a Heartbeat” en un momento clave es una bomba emocional que estalla sin aviso. Y ahí, cuando ese tema regresa, se siente como un reencuentro con un fantasma.
Boyle impone un ritmo que desafía las expectativas del género. No hay set pieces de acción cada quince minutos. Hay tensión sostenida, acumulación de silencio, de atmósfera. Cada escena se cocina a fuego lento hasta que algo se rompe: una mirada, un cuerpo, una esperanza. La película no busca entretener. Busca corroer.
En cuanto al vestuario y el diseño de producción, todo grita autenticidad: ropas raídas, detalles sucios, elementos improvisados. Las armas son herramientas. Las casas son trincheras. Todo lo que era lujo ahora es reliquia. El atrezo no embellece el mundo: lo define. Es cine que huele a óxido.
Hay escenas rodadas con luz natural, con antorchas, en silencio absoluto. Boyle decidió filmar algunas partes sin avisar al equipo de extras, sin cortes durante minutos. El resultado es una autenticidad casi documental. Una sensación de que estamos presenciando algo prohibido.
La conclusión no se anuncia: se impone. Boyle no ofrece respuestas, no sugiere un camino. Lo que plantea en 28 años después es un diagnóstico: la humanidad no se extingue por un virus, sino por una pérdida gradual y persistente de todo aquello que la hacía humana. El virus solo acelera el proceso. Lo demás lo hace el miedo, la necesidad de control, la violencia como hábito.
No hay un gran clímax. No hay discurso final. Hay una mirada, una decisión, un plano fijo que dura más de lo que el espectador quiere soportar. Y entonces, se funde a negro.
28 años después es el cierre lógico y brutal de una trilogía que nunca fue planeada como tal, pero que ahora, mirando atrás, se siente como una evolución perfecta del desencanto. 28 días después era el estallido. 28 semanas después, la traición. 28 años después es la tumba. No de la humanidad. Sino de su esperanza.
Lo que Danny Boyle ha hecho aquí no es una película más de zombis. Es la respuesta inevitable a todas las demás. Es La carretera de Cormac McCarthy pasada por el filtro de John Carpenter y fotografiada por el espíritu de Tarkovski con resaca. Una meditación sucia, violenta, filosófica y profundamente incómoda sobre lo que queda cuando todo se ha ido.
Y si Tarantino alguna vez soñó con hacer un film postapocalíptico, seguramente soñó con algo así. Pero incluso él tendría que admitirlo: 28 años después no busca molar. Busca abrirte en canal. Busca que te vayas a casa con una pregunta que no puedas responder.
Porque, al final, el mensaje de Boyle es tan claro como desolador: sobrevivir no es vivir. Y lo verdaderamente aterrador no es lo que nos hizo el virus. Es lo que hicimos nosotros mismos después.
Y eso, querido lector, es cine con mayúsculas.
Xabier Garzarain

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