“Ballerina”: cuando el ballet es una sentencia de muerte.

Desde su debut con Underworld (2003), Len Wiseman ha sido uno de esos directores que dividen. Amado por su capacidad para crear atmósferas visuales potentes y mitologías oscuras, pero cuestionado por su obsesión con la superficie: el cuero, el humo azul, la violencia estilizada. Su cine ha orbitado siempre en torno a universos donde lo físico y lo simbólico se funden: guerreros inmortales, ciudades subterráneas, organizaciones secretas. Y, sin embargo, durante años su carrera pareció desorientarse, especialmente tras la fallida Total Recall (2012), un intento de remake que dejó al descubierto las limitaciones de su mirada cuando no hay alma detrás del artificio.

Aquí conviene detenernos. Porque Total Recall, en su versión original de 1990, dirigida por Paul Verhoeven, no es una película cualquiera. Es un clásico de la ciencia ficción con mayúsculas: brutal, sarcástica, política y profundamente ambigua. Verhoeven supo adaptar el relato corto de Philip K. Dick con una carga subversiva que convertía la acción en una reflexión sobre la identidad, la manipulación mediática y la paranoia postmoderna. Arnold Schwarzenegger no era solo un héroe de acción: era un peón atrapado en una maquinaria de control mental, en un mundo donde la realidad podía ser una fabricación del deseo.


La versión de Wiseman, en 2012, conservaba el envoltorio pero desactivaba el contenido. Sustituyó Marte por una estética urbanita y aséptica; eliminó el sarcasmo y la locura de Verhoeven; y convirtió el relato en una persecución genérica, sin carne ni subtexto. A pesar del esfuerzo visual y del talento del reparto (Colin Farrell, Kate Beckinsale, Jessica Biel), el film naufragó por una razón fundamental: confundió el decorado con la historia. Y ahí es donde Ballerina sorprende. Porque parece que Wiseman, más de una década después, ha comprendido que la forma solo tiene sentido cuando acompaña una búsqueda, una herida.



Ballerina marca así una suerte de redención creativa. Ambientada en el universo John Wick, la película no se limita a seguir las reglas impuestas por Chad Stahelski, sino que introduce un tono mucho más introspectivo y femenino. Eve Macarro, la protagonista, no es una extensión de Wick. Es otra cosa: un cuerpo fracturado por la disciplina, una hija marcada por la pérdida, una mujer entrenada para obedecer que empieza a desobedecer con cada disparo.


La historia arranca con la muerte del padre de Eve, y desde ahí se construye como una tragedia griega. La venganza, que en otros filmes es un motor narrativo, aquí es solo el pretexto. Lo que se despliega no es una cacería, sino una revelación. Eve no busca justicia: busca sentido. Su camino la lleva a enfrentarse no solo con los enemigos de su pasado, sino con los cimientos de su identidad, con la maquinaria simbólica de la Ruska Roma, la Alta Mesa y el Hotel Continental. Y es en ese cruce entre acción y memoria donde Ballerina se eleva.


El ritmo de la película es deliberadamente desigual. Hay secuencias de acción que podrían firmar los mejores coreógrafos de John Wick, pero también pausas largas, momentos de silencio, miradas detenidas en el espejo roto. Shay Hatten, el guionista, evita las soluciones rápidas y opta por una narración más orgánica, donde cada personaje es una grieta y cada combate es una pregunta. ¿Quién soy cuando no estoy matando?


Ana de Armas encarna esa pregunta con una intensidad admirable. Su interpretación es física, sí, pero también emocionalmente precisa. No hay una sola escena donde Eve sea simplemente “la asesina guapa que patea culos”: hay fragilidad, ira contenida, deseo de pertenecer a algo que ya no existe. En sus movimientos hay más de danza ritual que de lucha; en su rostro, más de tragedia antigua que de heroína moderna. El título Ballerina no es decorativo: es literal y simbólico. Eve es una bailarina criada para moverse según la música del poder, pero ahora desafina. Y ahí está su belleza.


El reparto secundario refuerza este tono crepuscular. Anjelica Huston regresa como matriarca de la Ruska Roma, con una solemnidad casi bíblica. Gabriel Byrne aporta al Chancellor una frialdad aristocrática. Norman Reedus introduce una energía ambigua, casi western, como un forajido que no termina de definirse. Y las apariciones de Keanu Reeves, Ian McShane y Lance Reddick, lejos de buscar protagonismo, funcionan como puntos de anclaje con el universo madre.


Visualmente, la película es un prodigio. Rodada en Praga y Budapest, escapa del lujo ultramoderno de las entregas anteriores para adentrarse en una Europa vieja, decadente, llena de pasillos secretos y escenarios ruinosos. La fotografía de Romain Lacourbas recuerda al Goya más oscuro: colores apagados, luces de vela, brumas perpetuas. Algunas escenas, como la del entrenamiento bajo la lluvia, o la del duelo entre espejos, tienen una belleza pictórica que transforma la acción en ritual.


El vestuario, diseñado por Tina Kalivas, acompaña esa estética con rigor simbólico. Los trajes de las asesinas de la Ruska Roma parecen reliquias de una tradición brutal: tejidos ásperos, cortes geométricos, ausencia de adornos. Eve, a medida que avanza la trama, va despojándose de ese uniforme, hasta quedar solo con lo necesario: su piel y sus cicatrices.


La música, firmada por Tyler Bates y Joel J. Richard, mezcla los pulsos electrónicos de John Wick con cuerdas melancólicas que recuerdan a Blade Runner 2049. No hay temas heroicos ni épica musical: hay lamentos, ecos, respiraciones. Es una banda sonora pensada para acompañar no la violencia, sino la conciencia de esa violencia.


Respecto al atrezo, Ballerina sorprende con una iconografía cuidada: armas ceremoniales, habitaciones con relicarios, fotografías antiguas que aparecen quemadas por la mitad. El Hotel Continental, en esta entrega, parece más un mausoleo que un centro de operaciones. La muerte está presente no solo como amenaza, sino como decoración.


En comparación con otras películas del género, Ballerina se sitúa a medio camino entre la estilización de Atomic Blonde, el existencialismo de La asesina de Hou Hsiao-Hsien y el trauma coreografiado de Cisne negro. Pero mientras todas esas películas construyen sus mundos desde el exterior, esta lo hace desde dentro. No busca impactar: busca doler.


El final es amargo. No hay redención, ni catarsis, ni discurso. Solo una decisión. Eve comprende que el precio de la libertad es el abandono de todo lo aprendido. Y al hacerlo, no se convierte en heroína, sino en huérfana. Huérfana del sistema que la entrenó, huérfana del propósito que le impusieron.


El mensaje que deja Ballerina es el reverso del que planteaba Total Recall en su versión original. Si Verhoeven nos advertía sobre los peligros de desear una identidad fabricada, aquí Wiseman, como si finalmente hubiera comprendido aquella lección que no supo aplicar en 2012, nos habla de la necesidad de romper esa identidad. De no aceptar el papel escrito. De dejar de bailar cuando la música ya no es nuestra. Es una reflexión sobre el poder, sobre la memoria impuesta y sobre la posibilidad —diminuta pero vital— de escribir una nueva coreografía con las propias heridas.


Xabier Garzarain 

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