“La trama fenicia:” un delirio de Wes Anderson
Desde sus primeras incursiones cinematográficas, Wes Anderson ha trazado un mapa muy personal del desencanto. En Bottle Rocket (1996) ya asomaban el absurdo cotidiano, las relaciones frágiles entre hombres emocionalmente discapacitados y la compulsión por el detalle. Pero fue en Rushmore(1998) y The Royal Tenenbaums (2001) donde empezó a delinear con claridad su lenguaje: la simetría visual, los travellings quirúrgicos, la paleta cromática minuciosa, los personajes siempre al borde del ridículo y la melancolía. Sin embargo, ese estilo, que al principio podía parecer afectación, se convirtió con los años en una suerte de gramática sentimental.
Y en ese recorrido, El gran hotel Budapest (2014) ocupa un lugar absolutamente central. No sólo por su virtuosismo técnico o su guion afilado, sino porque en esa película Anderson logra el equilibrio perfecto entre lo solemne y lo lúdico, entre el duelo por un mundo desaparecido y el placer de recrearlo desde la memoria. Es, hasta cierto punto, su testamento mitteleuropeo, su película más coral y más precisa, pero también la más nostálgica, la más política, la más amarga disfrazada de comedia de enredos. En ella, los grandes temas del director —la orfandad emocional, el paso del tiempo, la herencia de lo imposible— alcanzan un nivel de sofisticación formal y emocional que parecía difícil de superar.
Y sin embargo, con La trama fenicia, Anderson da un nuevo salto. No hacia lo más grande o lo más complejo, sino hacia lo más contradictorio. Esta no es una obra de equilibrio, sino de tensión. Si El gran hotel Budapest era un reloj de precisión nostálgico y encantado, La trama fenicia es una máquina barroca, a punto de descomponerse, donde cada engranaje parece haber sido colocado por alguien que ya no confía tanto en el mecanismo. Es su película más desordenada y, paradójicamente, quizá la más madura. La más desesperada también.
El argumento gira en torno a Zsa-zsa Korda, un magnate que se mueve entre la sombra del poder y el eco de sus propias decisiones pasadas, y su hija Liesl, una monja que ha huido de su apellido para refugiarse en la penitencia y el silencio. La historia arranca como un thriller diplomático pero pronto deriva en una comedia existencial, y luego en una fábula moral disfrazada de sátira religiosa. Este vaivén de géneros no es casual: forma parte de la identidad misma de la película, que parece querer escapar de cualquier lógica narrativa establecida para lanzarse, sin red, a un territorio intermedio entre lo cómico y lo trágico.
Lo fascinante es cómo Anderson vuelve a reunir a un elenco coral —marca de la casa— pero los fragmenta, los dispersa, les da escenas que funcionan como pequeñas viñetas dentro de un mosaico mayor. Benicio del Toro interpreta a Korda como un fantasma de sí mismo: hay algo de Monsieur Gustave en su compostura, en su manierismo, pero lo que en El gran hotel Budapest era seducción verbal y encanto histérico, aquí es cinismo agotado y ternura mal enterrada. Su personaje no busca redención, busca comprensión, y eso lo vuelve mucho más oscuro.
Mia Threapleton sorprende con una actuación contenida y profundamente expresiva. Su Liesl no es una caricatura de la piedad, sino una mujer atrapada en un personaje que ha elegido para sobrevivir. Su relación con Zsa-zsa se construye a base de silencios, de gestos casi imperceptibles, de conversaciones en las que nunca se dice lo que se quiere decir. Anderson filma esta distancia con una precisión quirúrgica, convirtiendo los pasillos del convento y las habitaciones de hotel en espacios de guerra fría emocional.
La película está poblada por un desfile de personajes que parecen salidos de distintas fábulas, pero todos funcionan como reflejos deformados de las propias contradicciones de los protagonistas. Prince Farouk (Riz Ahmed) es a la vez un diplomático y un místico; Scarlett Johansson encarna a Cousin Hilda, una figura que parece salida del imaginario de Thomas Mann pero que aquí recita aforismos sobre el poder con voz de femme fatale; Tom Hanks, como Leland, juega a ser una versión desencantada de los sabios andersonianos —una especie de Mr. Fox sin disfraz ni esperanza.
Todo esto se desarrolla en un universo visual que roza lo enfermizo por su precisión. La dirección artística de Adam Stockhausen y la fotografía de Bruno Delbonnel ofrecen un catálogo de estéticas superpuestas: hay algo de códice medieval en los interiores del convento, algo de modernismo diplomático en las embajadas, algo de ciencia ficción retro en los trenes que cruzan los paisajes como naves fantasmales. El color deja de ser simplemente un elemento de estilo para convertirse en un comentario emocional: los azules glaciares, los dorados desteñidos, los rojos ceremoniales no hacen más que remarcar la decadencia de un mundo donde las apariencias aún luchan por sobrevivir.
La música de Alexandre Desplat, íntimamente ligada a la arquitectura emocional del film, deja atrás la vivacidad juguetona de Fantastic Mr. Fox o Isle of Dogs, para abrazar un tono más solemne, casi litúrgico. Coros ortodoxos, oboes solitarios y pasajes de cuerdas tensas crean una partitura que acompaña el descenso de los personajes a sus infiernos privados. Randall Poster, por su parte, aporta una selección de piezas que oscilan entre el canto gregoriano, la chanson melancólica y las grabaciones de campo, lo que contribuye a una atmósfera tan inestable como fascinante.
Durante el rodaje, se dice que Anderson insistió en que los actores vivieran durante semanas en un antiguo monasterio maltés reconvertido en set, sin contacto con el exterior, para generar una sensación de clausura real. Bill Murray —quien interpreta a un Dios caprichoso y agotado, más cercano a Beckett que a la Biblia— improvisó gran parte de sus diálogos, mientras que las escenas más dramáticas entre Del Toro y Threapleton fueron rodadas en orden cronológico, una rareza en el cine de Anderson, precisamente para capturar la evolución emocional sin intervención del montaje.
En cuanto a sus conexiones con otras películas del género, La trama fenicia parece dialogar con los filmes de espionaje existencial de los años 70 —desde The Conversation de Coppola hasta The Spy Who Came in from the Cold de Ritt— pero filtrados a través del prisma grotesco y teatral de Anderson. También resuenan ecos de The Grand Budapest Hotel, no solo en su sentido de lo perdido y lo irreparable, sino en esa capacidad para mirar el horror con los ojos de un esteta herido. Hay algo profundamente trágico en esa mirada que embellece todo sin dejar de reconocer la podredumbre que se esconde debajo.
Y es precisamente en esa paradoja donde La trama fenicia alcanza su grandeza. Es una película sobre las formas de escapar: del pasado, del deber, de la culpa, de los otros, de uno mismo. Pero también es una película que sugiere —sin subrayarlo jamás— que quizá no hay escape posible, y que el verdadero gesto heroico no es huir, sino permanecer, incluso cuando el vínculo con el otro es mínimo, torpe o doloroso. El momento final, en el que Liesl y su padre se miran sin saber si deben abrazarse o rezar, si odiarse o pedir perdón, si decir algo o simplemente callar, condensa todo el misterio de la película: ese espacio intermedio donde el amor no se proclama, pero insiste.
Wes Anderson ha creado aquí una película difícil, incómoda incluso, pero profundamente valiosa. Una obra que nos dice que en el caos también puede haber belleza, que en la contradicción puede brotar la verdad, y que incluso los vínculos más rotos pueden seguir vibrando bajo la superficie. La trama feniciano busca respuestas: nos invita a habitar la pregunta. Y en un mundo tan obsesionado con explicarlo todo, eso es, sin duda, un acto de resistencia poética.
Xabier Garzarain

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