“Black Dog”y el silencio que redime.

La carrera cinematográfica de Hu Guan es una de las más particulares dentro del panorama del cine chino contemporáneo, precisamente porque no se ciñe a una única línea estilística o temática. A lo largo de los años ha sabido navegar entre géneros y registros diversos, desde el drama urbano hasta el cine bélico de gran escala, siempre manteniendo un pulso narrativo centrado en la transformación personal de sus protagonistas. Su película Mr. Six (2015) fue un éxito tanto de crítica como de público en China, y funcionó como una radiografía generacional de los hombres que han quedado desubicados en el nuevo orden económico y moral del país. El protagonista, un hombre mayor atrapado entre códigos de honor antiguos y una juventud sin referentes éticos, anticipaba ya algunos de los temas que Hu Guan retomaría más tarde: la soledad, la dignidad y la necesidad de redención.


Más adelante, con The Eight Hundred (2020), Hu Guan se embarcó en una superproducción bélica que rompió récords de taquilla y buscó recuperar el orgullo nacionalista a través del relato heroico de un grupo de soldados durante la Segunda Guerra Sino-Japonesa. A pesar de su escala épica, la película mantenía momentos de intimidad y vulnerabilidad emocional que hablaban del interés persistente del director por el individuo dentro de las estructuras opresivas o impasibles de la Historia.



Black Dog supone un punto de inflexión y, al mismo tiempo, una especie de destilación de esa trayectoria. Es, probablemente, su obra más silenciosa, más introspectiva y más depurada. Aquí no hay batallas multitudinarias ni discursos altisonantes. Lo que hay es polvo, viento y un hombre que camina junto a un perro. Si en Mr. Six el ruido de la ciudad era constante y en The Eight Hundred la violencia era coreografiada hasta el exceso, Black Dog elige el minimalismo. La evolución de Hu Guan queda patente en esa renuncia a lo grandilocuente, como si el director hubiera comprendido que hay más épica en la mirada de un perro abandonado que en una bandera ondeando entre ruinas.


La trama de Black Dog parte de un planteamiento sobrio, casi documental. Lang, interpretado por Eddie Peng, regresa a su ciudad natal tras salir de prisión. En busca de trabajo y algo parecido a una segunda oportunidad, se incorpora a una brigada encargada de limpiar la ciudad de perros callejeros. La razón es tan absurda como real: en preparación para los Juegos Olímpicos, el gobierno local quiere una ciudad “presentable”. En este contexto, Lang inicia una rutina mecánica y desprovista de sentido afectivo. Pero cuando se topa con un perro negro que se resiste a ser capturado, algo se activa en él. Lo que sigue no es una historia de redención convencional, sino más bien una especie de simbiosis emocional entre dos seres abandonados por el sistema, que sin hablarse ni entenderse según los códigos humanos, se reconocen.


El ritmo de la película es deliberadamente lento, incluso desafiante para quienes esperan narrativas más evidentes. Hu Guan construye la historia a través de largos silencios, de planos sostenidos, de gestos pequeños. Hay una intención casi zen en el modo en que los eventos se desarrollan: no se trata de avanzar hacia una meta, sino de habitar el presente con una honestidad radical. El espectador es invitado a escuchar los sonidos del desierto, a observar cómo el viento levanta la arena, a notar el peso de las horas. Esta lentitud es, en sí misma, una decisión estética y ética: frente al ritmo vertiginoso del progreso chino, Black Dog se atreve a frenar y a mirar en dirección contraria.


En cuanto a las interpretaciones, Eddie Peng ofrece aquí un trabajo alejado de los registros en los que se ha hecho más conocido. Su Lang no es un héroe, ni un mártir, ni siquiera un antihéroe: es un hombre cansado, cuya mirada evita el contacto directo con los demás. Es en sus silencios donde más habla, en la forma en que recoge una cadena o acaricia al perro sin saber cómo hacerlo. Resulta conmovedor ver cómo la dureza inicial del personaje se va resquebrajando poco a poco, no por intervención externa, sino por la presencia constante y tranquila del perro. Esa relación está construida con una veracidad poco frecuente: no hay sentimentalismo forzado, no hay gestos subrayados. Solo dos criaturas que se acompañan.


En los papeles secundarios destaca la presencia de Liya Tong como Raisin, una mujer que trabaja con Lang y cuya humanidad está siempre contenida, sugerida más que expresada. Pero quizás el guiño más revelador es la aparición de Jia Zhangke como Oncle Yao. Jia, uno de los grandes autores del cine social chino, se convierte en un símbolo dentro del propio relato: como si el cine de denuncia, el que ha retratado durante décadas la transformación brutal del país, apareciera aquí para legitimar este cuento de almas solitarias. Su breve intervención no pasa desapercibida: recuerda que Black Dog también es una película sobre los excluidos, sobre los residuos humanos que deja tras de sí el progreso.


Respecto al rodaje, se sabe que Hu Guan quiso trabajar con perros callejeros reales, lo cual generó ciertas dificultades logísticas pero aportó un nivel de autenticidad notable. Eddie Peng pasó semanas conviviendo con animales rescatados para establecer un vínculo orgánico, lo que se nota en pantalla: el perro negro no actúa, simplemente está, y su mirada sostiene muchos de los planos más intensos de la película. El desierto de Gobi, lugar de rodaje, impuso sus propias reglas: condiciones extremas de temperatura, viento constante y aislamiento total del equipo técnico. Todo esto contribuye al realismo áspero que respira cada escena.


Desde un punto de vista temático, Black Dog se inscribe en una tradición de películas que exploran la relación entre humanos y animales como vía de salvación mutua. Se pueden evocar aquí títulos como Umberto D. de De Sica, donde la compañía del perro era la última barrera contra la desesperación, o Wendy and Lucy, de Kelly Reichardt, donde el vínculo con el animal sustituía a toda red de apoyo social. Sin embargo, a diferencia de estas películas, Black Dog no propone una crítica abierta al sistema. No hay denuncia explícita, sino una mirada compasiva que se limita a mostrar lo que ya es indignante por sí mismo.


La música, compuesta por Breton Vivian, actúa como una capa casi imperceptible que se funde con el entorno. En lugar de subrayar emociones, se limita a acompañar, como un murmullo leve que solo se nota cuando desaparece. Los silencios, los ladridos, el crujido de la arena bajo las botas, son igualmente música en esta partitura de lo esencial. La dirección de sonido, a cargo de Fu Kang, es un trabajo fino, cuidadoso, que huye de todo artificio.


El vestuario, diseñado por Li Zhou, apuesta por la verosimilitud absoluta. Los uniformes desgastados, las camisas manchadas de polvo, los abrigos ásperos: todo contribuye a que los personajes se integren con el paisaje, casi como si formaran parte de él. La fotografía de Weizhe Gao es otro de los puntos fuertes del filme. Su forma de capturar el desierto no es la de una postal turística, sino la de una extensión emocional. Hay planos que parecen suspendidos en el tiempo, donde la luz del atardecer convierte al perro y al hombre en siluetas gemelas frente a la inmensidad. No se trata de embellecer, sino de mirar con honestidad. En este sentido, el trabajo de arte y atrezo es tan minimalista como expresivo: pocas cosas, pero todas con carga narrativa. Un cuenco, una cuerda, una vieja jaula.


Al llegar al desenlace, la película no ofrece un clímax en el sentido tradicional. No hay redención explícita, ni grandes gestos catárticos. Lo que hay es un cambio silencioso, casi imperceptible, pero profundamente humano. Lang ha aprendido a cuidar, y eso —en un mundo donde todo parece estar diseñado para ser desechado— es una forma radical de resistencia.


El mensaje que nos deja Hu Guan no es uno de optimismo ingenuo, sino de aceptación lúcida. En tiempos de velocidad, competición y eficiencia, hay algo profundamente subversivo en detenerse a escuchar a un perro. Black Dog nos recuerda que aún en los paisajes más áridos, puede brotar un gesto de ternura. Y que, a veces, la salvación no llega de otros seres humanos, sino de aquellos que simplemente se quedan a nuestro lado sin pedir nada a cambio.


Xabier Garzarain 

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