“Bob Trevino Likes It”:Ternura sin ruido.
En Un like de Bob Treviño, la directora Tracie Laymon no solo firma su primer largometraje: se pone a sí misma en juego con una honestidad desarmante. Inspirada en una experiencia real —el abandono de su padre y una insólita amistad virtual con un hombre que compartía el mismo nombre—, esta película parte de lo autobiográfico para trascenderlo, y convierte lo íntimo en universal, lo anecdótico en relato, y lo vulnerable en cine.
Hasta ahora, su carrera había discurrido entre cortometrajes y proyectos televisivos, pero ya se adivinaba una constante: su obsesión por la conexión humana, por la ternura que no se ve, por el humor como salvavidas. Aquí, en cambio, Laymon se contiene, se afina, y logra que su historia no grite ni supure, sino que respire. Es cine hecho desde la escucha, desde la necesidad profunda de comprender y ser comprendida. Y eso, en una industria acostumbrada al artificio, suena a revolución silenciosa.
La historia es sencilla pero poderosa: Lily Treviño, una joven emocionalmente herida, empieza a dar “likes” en el perfil de Facebook de un hombre con el mismo nombre que su padre ausente. Ese gesto fortuito se convierte en el origen de una relación inesperada con Bob Treviño, un hombre mayor que ha perdido a su hijo. Lo que podría haber sido una fábula de sustituciones emocionales se convierte en una oda al vínculo improbable, al afecto no heredado, al amor que no viene del deber, sino del encuentro.
El ritmo es sereno, contemplativo, lleno de silencios que importan y de escenas que no temen detenerse. Laymon no busca impactar, sino acompañar. La película avanza como avanza el duelo, como avanza la ternura cuando no tiene prisa. No hay sobresaltos ni giros. Lo que hay es tiempo. Tiempo para mirar, para recordar, para respirar. Y eso es, en sí mismo, un acto de amor hacia el espectador.
Barbie Ferreira, como Lily, ofrece aquí la interpretación más completa de su carrera. Quien la haya seguido en Euphoria ya intuía una potencia emocional fuera de lo común. Pero aquí va más allá: desaparece dentro del personaje, sin sobreactuar nunca, sin protegerse, sin buscar el aplauso. Construye a Lily desde la fragilidad, sí, pero también desde una dignidad callada, desde un dolor antiguo que no se enuncia, pero se siente. Hay algo profundamente verdadero en cada gesto, en cada pausa, en cada respiración.
Y junto a ella, John Leguizamo se aleja por completo del registro que lo hizo célebre. No hay rastro aquí del tipo duro, del mafioso, del cómico desbordado. Su Bob Treviño es cálido, humilde, roto, humano. Uno de esos personajes que no necesitan explicación porque se comprenden desde la mirada. Su contención emociona. Su ternura, desarma. La química entre ambos no es romántica ni paternal: es más extraña, más valiosa. Es una conexión de alma a alma, un reconocimiento silencioso entre dos personas que han perdido demasiado, pero que todavía conservan la capacidad de confiar.
Entre las escenas más potentes está aquella en la que Bob le regala a Lily una caja de herramientas. Podría parecer un gesto banal, pero encierra una metáfora luminosa: “Sin herramientas no puedes arreglar las cosas de la casa”, le dice. Y sin decirlo, le está ofreciendo algo más profundo: herramientas emocionales para reconstruirse. Porque cuando has crecido sin esas herramientas —cuando el abandono ha marcado tus cimientos—, necesitas que alguien te recuerde que también puedes cuidar. También puedes amar. También puedes sostener.
Otra secuencia inolvidable es la visita a la protectora de animales. Lily tuvo de niña un perro que su padre le quitó con la excusa de que no sabía cuidarlo. En ese lugar, enfrentando ese recuerdo, Lily abraza a una perra y rompe a llorar. No se la lleva. Pero se lleva algo más valioso: la certeza de que sí puede cuidar. Que sí es capaz de amar. Y que, quizás, no fue culpa suya lo que le hicieron creer. Es Bob quien la acompaña hasta ese umbral. Y es ella quien cruza.
French Stewart, como el padre de Lily, aparece poco, pero deja una herida profunda. Su personaje es manipulador, narcisista, emocionalmente negligente. No grita ni golpea, pero usa el chantaje emocional como herramienta, la culpa como cadena. Su violencia es la del desdén, la del vacío, la del “hazme caso porque yo te di la vida”. Es el retrato de muchos padres que no supieron serlo porque nunca aprendieron. Pero eso no lo exime. Solo lo explica. En él intuimos otra genealogía de maltrato, suavizada, sí, pero presente.
La música de Jacques Brautbar acompaña sin empujar. Es como un susurro que arropa, una melodía que no quiere brillar por encima de la historia. La fotografía de John Rosario es limpia, sincera, sin artificios. Usa la luz natural y los encuadres cercanos para que lo importante siempre sean los personajes. El vestuario y el atrezo, lejos del cliché indie, están cuidados con sobriedad: Lily no viste para gustar, ni Bob para impresionar. Visten como quien vive en el mundo real. Y eso basta.
Podríamos situar esta película junto a joyas del cine independiente como Short Term 12, The Station Agent o The Peanut Butter Falcon, relatos donde el amor inesperado salva más que las certezas heredadas. Pero Un like de Bob Treviño no imita. Se suma a esa tradición con voz propia, con un corazón abierto, con una vulnerabilidad que no pide disculpas. Y lo hace desde lo autobiográfico, sin convertir lo personal en indulgencia, sino en gesto compartido. Como si Laymon nos dijera: “Esto me pasó. Y quizás a ti también. Hablemos”.
Al llegar al final, no hay moraleja. No hay cierre fácil. Solo una frase, dicha sin énfasis, que contiene toda la película: “Todos estamos llenos de trauma, pero tú vas a estar bien, Lily”. No es un consejo. Es un abrazo. Es una promesa.
Un like de Bob Treviño no es una película perfecta. Pero es una película necesaria. Una película que importa.
Y es que esta historia no va solo de padres que abandonan o de hijas que sobreviven como pueden. Va de lo que ocurre cuando alguien, incluso después del daño, se sienta a tu lado y te dice —sin grandes gestos, sin exigencias—: “Estoy aquí”. Y a veces, eso basta para empezar a sanar.
Porque los lazos más verdaderos no siempre se escriben con sangre, ni con apellidos. Se escriben con gestos que nadie ve, con silencios compartidos, con el coraje de quedarse cuando todo invita a huir. Se escriben con cajas de herramientas. Con perros abrazados. Con likes que abren puertas.
Y sobre todo, que no te dé miedo brillar por ser como eres, aunque tu entorno no esté preparado para tu luz. Siempre habrá alguien que sepa verla. Y cuando alguien la ve… entonces sí, puedes empezar a darla tú también.
Xabier Garzarain
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