“Diamanti”: Cuando el cine se borda a mano.

 El cine de Ferzan Özpetek siempre ha sido un espejo donde las emociones se reflejan con una delicadeza que roza lo táctil. Desde que debutó en 1997 con Hamam, el baño turco, un título que ya anticipaba su vocación por el espacio íntimo como universo simbólico, su filmografía ha oscilado entre la contención lírica y el desbordamiento sentimental. En El hada ignorante (2001) exploró la convivencia de secretos y afectos dentro de una casa que se convertía en comunidad. En Facing Windows (2003) tejió una historia sobre la memoria y la posibilidad de mirar hacia el otro sin miedo. Y en La ventana de enfrente, como en tantas otras de sus películas, el pasado irrumpía en el presente no como una amenaza, sino como una segunda oportunidad. Ferzan Özpetek filma como quien recuerda.


Pero Diamanti no es solo una nueva entrega de ese universo reconocible. Es, en muchos sentidos, una obra de madurez, un punto de inflexión. No porque cierre un ciclo, sino porque lo asume. Aquí no hay una historia al uso. No hay un conflicto central ni una progresión dramática previsible. Hay, en cambio, una especie de evocación cinematográfica que se va abriendo paso a través de la observación, la memoria, el afecto y el arte de escuchar. Diamanti es un poema sobre el cine desde dentro. Y sobre las mujeres que han dado forma, cuerpo y alma al imaginario del director. Es, quizás, su película más confesional, aunque nunca caiga en la autocomplacencia.


La trama se presenta con una estructura que desafía la convención narrativa. Un director —trasunto apenas velado del propio Özpetek— convoca a un grupo de actrices con las que ha trabajado, amado, admirado. Las reúne en una suerte de retiro creativo con el pretexto de hacer una nueva película, pero en realidad no les da muchas pistas. Las escucha. Las observa. Recoge fragmentos de sus voces, de sus gestos, de sus silencios. Y a partir de esa materia viva, su imaginación construye otro relato: una historia que transcurre en los años setenta, en un taller de costura donde el ruido de las máquinas, el olor de las telas y la fraternidad femenina configuran una coreografía emocional que trasciende el tiempo. Lo más hermoso es que no hay una ruptura entre el presente y el pasado. La película fluye de uno a otro con una naturalidad que recuerda a los sueños: no sabemos cuándo hemos cruzado el umbral, pero de pronto estamos allí.


El ritmo es pausado, deliberadamente contemplativo. No busca la intensidad inmediata, sino una especie de inmersión atmosférica. Como una tela que se extiende lentamente sobre una mesa de corte, Diamanti se despliega sin prisas. Cada escena es una pincelada que va completando un retrato coral. Hay algo casi coreográfico en la manera en que se suceden los momentos: los cuerpos, los roces, los silencios entre palabras. El presente y el pasado no se oponen, se acompañan. Las actrices no interpretan personajes, sino versiones de sí mismas, espejos de sus propias trayectorias, guiadas por una mirada amorosa que nunca impone, solo sugiere. Y esa mirada es la del propio Özpetek, que aparece en la película no como protagonista, sino como presencia discreta, como observador que dirige sin necesidad de hablar.


El reparto es sencillamente prodigioso. Luisa Ranieri y Jasmine Trinca conducen el relato con una verdad conmovedora. Ranieri, con su intensidad contenida, es el ancla emocional del presente; Trinca, etérea y fuerte al mismo tiempo, parece flotar entre las épocas. Milena Vukotic aporta sabiduría y un humor que no busca la risa sino la complicidad. Elena Sofia Ricci, Kasia Smutniak, Vanessa Scalera, Paola Minaccioni, todas ellas brillan no por competir en protagonismo, sino por construir un tapiz colectivo. La sororidad que se respira en pantalla no es impostada: se percibe una historia común, compartida, una confianza que va más allá del texto. Los hombres —Stefano Accorsi, Vinicio Marchioni, Carmine Recano— ocupan lugares secundarios, casi simbólicos. No porque no tengan valor dramático, sino porque en esta historia son satélites. Lo que importa es el centro: las mujeres y su oficio, su pasión, sus heridas, su complicidad silenciosa.


El proceso de rodaje ha estado atravesado por esa misma lógica de confianza y apertura. Se sabe que Özpetek trabajó sin guion cerrado, dejando espacio para la improvisación, recogiendo testimonios reales de las actrices durante los ensayos, integrándolos al relato. En este sentido, Diamanti no es solo una película sobre la creación: es creación en sí misma. El taller de costura que se recrea en los años 70 no es una simple ambientación: es una metáfora del propio cine. Las actrices no interpretan tanto como cosen escenas con sus propias manos, con su historia, con su verdad.


En lo técnico, la película es de una belleza contenida y precisa. La fotografía de Gian Filippo Corticelli evita la tentación de lo pictórico excesivo y apuesta por una calidez que abraza sin abrumar. Hay una paleta de ocres, verdes y dorados que remite al recuerdo sin volverse nostálgica. Los interiores del taller, con sus bobinas, sus metros de tela, sus espejos envejecidos, están filmados con una devoción casi religiosa. El vestuario no es decorado: es lenguaje. Cada prenda cuenta una historia. El vestido central de la película, confeccionado con más de 160 metros de tela real y restaurado por los talleres Tirelli, se convierte en símbolo de esa idea: el arte de vestir no es accesorio, es narración.


La música, como en tantas obras de Özpetek, cumple una función emocional poderosa. Giorgia firma una canción original que actúa como hilo invisible, y clásicos de Mina emergen como recuerdos en la memoria colectiva. La música no acompaña, sino que empuja el relato desde dentro, como si fuera el suspiro que atraviesa los cuerpos.


Si se quiere establecer una genealogía, Diamanti se sitúa en la estela de  de Fellini, Varda por AgnèsLa noche americana de Truffaut, o incluso Prêt-à-Porter de Altman, pero con una diferencia clara: aquí el foco no está en el ego del creador, sino en el espacio compartido. Özpetek no se retrata como genio atormentado, sino como hombre que agradece. Agradece a las mujeres que le han inspirado, a las que han hecho posible su cine, a las que han sostenido sus relatos. Diamanti es, en ese sentido, un acto de amor. Un canto a la mirada que no domina, sino que celebra.


La película concluye sin estridencias, sin fuegos artificiales. No hay un final cerrado, ni lo necesita. Porque lo que permanece es la sensación de haber sido testigos de algo íntimo y colectivo a la vez. De haber escuchado una conversación entre amigas sin haber interrumpido. De haber visto cómo el cine también se puede bordar, como un vestido hecho a medida, con puntadas lentas y verdaderas.


El mensaje que nos deja Özpetek es claro y a la vez sutil: que el cine no solo debe mirar hacia delante, sino también hacia dentro. Que las historias no se fabrican en soledad, sino que se tejen entre muchas manos. Que las mujeres, tantas veces relegadas al papel de musa o accesorio, son el corazón latente del relato. Y que el arte, cuando se hace desde la memoria, el respeto y la ternura, no necesita gritar. Basta con que respire.


Diamanti no es una película para todos. Requiere paciencia, sensibilidad, y una mirada que no espere grandes giros, sino pequeños gestos. Pero quien se deje llevar por su ritmo, por su música, por sus voces, encontrará algo raro y precioso: una película que no solo se ve… se siente.


Y eso, en estos tiempos de ruido y vértigo, vale más que cualquier diamante.


Xabier Garzarain 

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