“ Wild Lotus: Sicilia” – Perfume envenenado
Hay series que te atrapan. Otras, te rozan. Y después está The White Lotus: Sicilia, que se te pega a la piel como el sudor en una tarde mediterránea y se queda latiendo dentro mucho después de haber terminado. Porque lo que Mike White construye en esta segunda temporada no es solo televisión: es un estudio clínico sobre el deseo, la culpa y los mecanismos invisibles del poder. Una ópera barroca disfrazada de comedia de resort. Una tragedia griega con filtro de Instagram. Y sin embargo, nada suena forzado. Todo, en esta entrega ambientada en Sicilia, respira con una naturalidad malsana, como si el Edén tuviera goteras y nadie quisiera verlas.
Mike White, el creador de esta fábula contemporánea, ha recorrido un largo camino desde Chuck & Buck o School of Rock. De aquel guionista que desafiaba los límites del humor incómodo ha emergido un autor completo, elegante, afilado, que no necesita subrayar para dejar cicatriz. Su tránsito por la televisión reflexiva (Enlightened) le sirvió de puente hacia este proyecto total, donde cada plano, cada silencio, cada mirada lo dice todo sin decirlo. Si en la primera temporada en Hawai nos mostraba el ridículo del poder, aquí en Sicilia afina su oído hacia los deseos que no se confiesan, las heridas que se heredan y las pasiones que se compran. Ya no se trata solo de sátira: se trata de tragedia, disfrazada de belleza.
La estructura se mantiene fiel al formato: un cuerpo al comienzo, siete días de estancia en un resort de lujo, varias líneas narrativas que se entrecruzan. Pero en Sicilia el tempo es distinto. Más sensual, más pausado, más cruel. La amenaza no es un volcán, como en Hawai: es el cuerpo, el deseo, la desconfianza. Cada episodio se va llenando de electricidad callada. Y cuando llega el final, no hay explosión: hay revelación. No un grito, sino un susurro. El guion, meticulosamente construido por el propio White, funciona como una partitura barroca donde los silencios pesan tanto como las notas.
En un reparto coral, cada actor brilla con una luz distinta, como estrellas orbitando el mismo sol ardiente. Jennifer Coolidge convierte a Tanya en una figura mitológica: la mujer rota que busca amor en el lugar equivocado. Más que una caricatura, Tanya es una santa laica, un eco de Blanche DuBois atravesando el siglo XXI. Su interpretación es tan frágil como brutal. Inolvidable. F. Murray Abraham es el patriarca decadente que disfraza misoginia con ternura. Cada uno de sus gestos es una lección de actuación clásica. Está de vuelta, y lo sabe. Michael Imperioli, Adam DiMarco y Simona Tabasco construyen el triángulo más tórrido y simbólico de la serie: el poder masculino, la fragilidad culpable y la sensualidad hambrienta de justicia. Tabasco, en particular, está magnética. Su Lucia es deseo, rabia y supervivencia en tacones. Y Aubrey Plaza… ¿qué decir de Plaza? Su mirada basta para escribir cinco guiones. Su Harper es el espejo en el que no quieres mirarte. Porque no hay nada más incómodo que darte cuenta de que tú también serías capaz de lo mismo.
Y alrededor de todos ellos, el verdadero personaje principal: Sicilia. El hotel San Domenico Palace, el Etna al fondo, las callejuelas de Taormina, el mar recortado como una postal imposible. La dirección de fotografía, obra de Xavier Grobet y Ben Kutchins, captura esa belleza casi obscena que se transforma en claustrofobia. Cada encuadre es una invitación a quedarse… o a escapar. Porque en The White Lotus, el paraíso siempre se revela como una cárcel con mayordomo.
El trabajo de vestuario y dirección artística afianza ese contraste entre lo aparente y lo verdadero: ropa impoluta, cuerpos bronceados, copas de vino blanco, perfumes caros… y bajo todo ello, soledad, decepción, secretos. La belleza es solo una distracción. La verdadera historia se esconde detrás de las puertas cerradas, en las camas compartidas sin amor, en los silencios durante el desayuno.
La música, una vez más a cargo del brillante Cristóbal Tapia de Veer, transforma lo atmosférico en narrativo. Ese tema principal, tan orgiástico como eclesiástico, se incrusta en el oído como una advertencia. No estamos ante una comedia ligera, sino ante un canto litúrgico al caos disfrazado de orden. La banda sonora no acompaña: invade, exige, perturba. Eleva la serie a un lugar donde pocos productos audiovisuales llegan hoy en día.
Y si hablamos de rodaje, hay algo mítico en haber filmado en ese antiguo monasterio con vistas al mar. El equipo vivió allí durante semanas, lo que generó una convivencia entre personajes y actores que se filtra en pantalla. Todo parece fluir con una naturalidad sospechosa. Jennifer Coolidge confesó que la belleza del lugar la afectaba emocionalmente. No es de extrañar: Sicilia no es solo un escenario. Es un espejo. Es un testigo. Es un juez.
En su diálogo con otras obras, esta segunda temporada se codea con El talento de Mr. Ripley, Call Me by Your Name, incluso con el cine de Antonioni o el espíritu desencantado de Fellini. Porque aquí todo está filtrado por una nostalgia que no es solo del lugar, sino del alma. Como si todos los personajes intuyeran que ese paraíso en el que están alojados es efímero. Y que al marcharse, algo dentro de ellos —y de nosotros— quedará allí, atrapado para siempre.
Mike White no propone moralejas. Solo espejos. Nos muestra cómo el poder, el dinero, el sexo, la culpa y la familia pueden convivir en un mismo salón con vistas al mar. Nadie es inocente en Sicilia. Pero todos merecen compasión. Porque todos, en el fondo, están buscando lo mismo: alguien que los mire sin juzgar. Aunque sea por una noche.
Y cuando termina la serie, queda un silencio denso. No porque no entendamos lo que ha pasado, sino porque nos hemos reconocido en ello. Porque lo que parecía una historia ajena —una sátira sobre ricos— se transforma, como todo arte que merece la pena, en una verdad incómoda sobre nosotros mismos.
The White Lotus: Sicilia es una de esas obras que se ven una vez y se quedan para siempre. Un espejo roto bajo el sol. Una postal perfecta que arde al tacto. Una tragedia bañada en Aperol.
Y sobre todo, una obra de arte.
Donde el paraíso es solo la antesala del abismo.
Xabier Garzarain

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