“Los domingos:”cuando la fe se convierte en una forma de libertad.

 Alauda Ruiz de Azúa pertenece a esa rara estirpe de directoras que hacen cine desde la verdad más desnuda. Nacida en Barakaldo en 1978, licenciada en Comunicación Audiovisual y formada en la ECAM, su carrera ha sido un ejercicio de coherencia y valentía. Desde sus primeros cortometrajes, como Dicen o Nena, demostró una sensibilidad inusual para captar la emoción suspendida, lo que queda entre las palabras. Pero fue con Cinco lobitos en 2022 cuando se convirtió en una de las voces más potentes del cine español contemporáneo. Aquel debut fue un fenómeno: ganó la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga, cinco premios Goya —incluyendo Mejor Dirección Novel y Mejor Guion Original—, el Forqué, el Feroz, y conquistó a la crítica internacional por su retrato honesto y luminoso de la maternidad. Ruiz de Azúa no filmaba la maternidad como un sacrificio ni como un paraíso, sino como un campo de aprendizaje, una negociación constante entre amar y sobrevivir. Después llegaría Querer en 2024, una serie que ahondaba en los silencios del consentimiento y las grietas del deseo dentro de las relaciones estables.


Los domingos, ganadora de la Concha de Oro en San Sebastián, cierra de algún modo esta trilogía de lo íntimo. Tres obras, tres heridas: la maternidad, el amor, la fe. En las tres late una misma pregunta: ¿cómo se ama sin perderse a uno mismo? Ruiz de Azúa, fiel a su ética del detalle y su cámara invisible, transforma la cotidianidad en una batalla de silencios. Aquí su mirada se vuelve aún más serena, más madura, más luminosa. El cine español tiene en ella una directora de una inteligencia emocional fuera de lo común.


El ritmo de Los domingos es el de una respiración que se ajusta al temblor interno de sus personajes. Alauda no acelera ni decora: deja que la tensión se cocine en los silencios, en los gestos contenidos, en esa pausa que precede a las frases que nadie se atreve a decir. Cada escena respira como un día de domingo: lento, denso, inevitable. La directora filma el tiempo familiar como una corriente que arrastra sin violencia, pero sin remedio. El tempo narrativo es deliberado: no busca el conflicto inmediato, sino el peso de lo que crece por debajo. Hay un pulso que recuerda al mejor cine de Bergman o Bresson: la emoción surge de la espera, del reflejo, del eco. Ruiz de Azúa maneja el ritmo como un metrónomo emocional, ajustando cada plano a la respiración de sus personajes.


El guion, escrito también por Ruiz de Azúa, es un prodigio de equilibrio. La historia podría haberse convertido fácilmente en una confrontación ideológica —una joven que quiere ser monja frente a una familia moderna que se escandaliza—, pero la directora evita todo maniqueísmo. No hay buenos ni malos: hay seres humanos enfrentados a lo que no entienden. Ainara, la protagonista, anuncia su decisión de ingresar en un convento. La familia entra en crisis, no solo por la elección, sino porque esa elección los desnuda a todos. El guion utiliza esa grieta para explorar los lazos familiares como un tejido frágil donde amor, miedo y orgullo conviven en tensión. Cada diálogo es medido, cada silencio, significativo. Ruiz de Azúa escribe con bisturí, recortando lo superfluo hasta dejar solo lo esencial.


Aquí es donde Los domingos alcanza una de sus cimas. Blanca Soroa, en su debut, es un hallazgo absoluto. Su interpretación de Ainara es de una pureza desarmante: cada gesto, cada mirada, está cargado de esa mezcla de firmeza y fragilidad que solo puede transmitir una actriz que entiende el silencio como lenguaje. Soroa no actúa la fe, la encarna. En su mirada se ve el vértigo de quien ha encontrado sentido y teme perderlo. Frente a ella, Patricia López Arnaiz firma otra interpretación soberbia. Su Maite es el contrapunto perfecto: una mujer moderna, racional, incapaz de aceptar que su sobrina elija un camino que considera una pérdida. El duelo interpretativo entre ambas es eléctrico: Arnaiz reacciona con el cuerpo, con la respiración, con ese amor que se transforma en furia. Miguel Garcés aporta una contención masculina que resulta conmovedora. Su personaje, el padre, oscila entre la incredulidad y el respeto, entre el miedo y la ternura. Nagore Aranburu, por su parte, introduce la voz de la experiencia y el recuerdo: su presencia serena y herida aporta el contrapunto emocional que equilibra el conjunto. Hay una secuencia —una comida en silencio, donde apenas se cruzan tres miradas— que resume todo el film: una joven que elige, unos adultos que no saben acompañarla, y un silencio que arde más que cualquier discusión.


La trama parece sencilla: una familia se enfrenta a la decisión inesperada de su hija adolescente. Pero Los domingos esconde una complejidad moral extraordinaria. El conflicto no es religioso, es existencial: ¿qué significa tener fe cuando nadie te cree? ¿Cómo reaccionan los que te aman cuando eliges algo que los deja fuera de tu mapa? Alauda convierte esa premisa en un campo de batalla emocional donde los gestos cotidianos —una comida, una visita, un abrazo que no llega— se transforman en detonadores. La película no busca respuestas, solo espacios de comprensión. Y esa humildad la hace grande.


La música, compuesta por David Cerrejón, es tan discreta como poderosa. Su partitura se desliza como una respiración contenida, acompañando a Ainara sin juzgarla. Hay piezas corales que evocan la espiritualidad sin convertirla en decorado, y silencios donde la ausencia de música se vuelve música en sí misma. Cerrejón entiende que la fe también se construye con pausas. En los momentos más íntimos, las notas casi desaparecen, dejando espacio a la voz, al aire, a la fragilidad de los personajes. En otros, la música se eleva sutilmente como un rezo interior. Es una banda sonora que no acompaña: confiesa.


La dirección artística y el vestuario, firmados por Susana Sánchez y Ana López Cobos, son un ejemplo de precisión emocional. Todo en Los domingos está pensado para hablar sin palabras: los manteles familiares, los uniformes del colegio, las paredes color crema, los pequeños objetos cotidianos que parecen insignificantes hasta que la cámara los acaricia. El vestuario evita los clichés: no hay artificio, no hay símbolo forzado. Cada prenda, cada objeto tiene historia. El realismo es absoluto, pero debajo late una espiritualidad silenciosa. El atrezo —esa vela que se apaga, ese crucifijo en penumbra, esa taza que tiembla— actúa como reflejo de las fisuras interiores de los personajes.


La fotografía de Bet Rourich convierte la luz en lenguaje. Su cámara es pudorosa, precisa, casi devocional. Los interiores están bañados por una luz natural que evoca la serenidad de un domingo cualquiera, pero también la tensión de lo sagrado. Hay encuadres que parecen cuadros de Vermeer: la luz entra de lado, acaricia un rostro, revela una grieta. Rourich filma el espacio doméstico como una extensión del alma: los pasillos, las sombras, los reflejos de una ventana son parte de la narración. La cámara observa sin invadir. No hay artificio, solo verdad. En esa sobriedad se esconde una belleza que conmueve.


Dentro del cine europeo reciente, Los domingos dialoga con obras como Ida de Pawel Pawlikowski o El acontecimiento de Audrey Diwan, donde la mirada femenina se enfrenta al peso de la tradición. Pero su tono, su paciencia y su respeto por el misterio la emparentan más con Dreyer y Bergman que con el cine social contemporáneo. No hay herejía ni exaltación: hay observación. Ruiz de Azúa consigue que el conflicto religioso se vuelva humano y universal, y en esa sutileza reside su grandeza. Los domingos pertenece a ese cine que no pretende convencer, sino acompañar.


Los domingos nos recuerda una verdad incómoda: la familia casi siempre quiere lo mejor para nosotros, pero no siempre lo mejor para nosotros es lo que la familia quiere. En ese choque nace la vida adulta, la libertad interior, la fe en uno mismo. Alauda Ruiz de Azúa nos propone un viaje de aceptación, no de imposición. Ainara elige un camino que no todos entienden, pero lo hace desde la honestidad. La película no pide que compartamos su fe, solo que respetemos su derecho a sentirla. Al final, cuando cae el silencio, entendemos que el verdadero amor no consiste en entender, sino en dejar ser. Y que la fe, como el arte o la vida, solo tiene sentido si nace del misterio. Los domingos es, en esencia, una película sobre la libertad de elegir aunque duela, sobre el valor de callar cuando todos gritan, y sobre ese hilo invisible que une el miedo con la esperanza. Una obra mayor, luminosa y serena, que confirma que Alauda Ruiz de Azúa no filma para explicar la vida, sino para acompañarla.


Xabier Garzarain 

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