“Dolores Ibárruri. Pasionaria”: memoria viva, voz femenina, legado compartido.

 Amparo Climent ha dedicado toda su filmografía a rescatar voces. Voces exiliadas, silenciadas, borradas. Su cine no busca entretener ni adoctrinar: busca recordar. No en el sentido nostálgico de quien revive el pasado, sino como acto de justicia poética. Desde Las lágrimas de África hasta Las cartas perdidas, Climent ha trazado un camino coherente y firme: el de una creadora que convierte el cine en herramienta de reparación, en ofrenda de dignidad. Con Dolores Ibárruri. Pasionaria alcanza quizá su obra más íntima y madura, una pieza donde la historia y la emoción se abrazan hasta ser inseparables.

Aquí la directora no retrata a una heroína marmórea ni a una figura de museo. Lo que hace es despojar al mito para devolverle humanidad. La película avanza entre los ecos del archivo y los latidos de la memoria familiar, y lo hace con una claridad luminosa. El relato fluye entre dos tiempos: el de la Dolores pública, esa mujer de verbo ardiente que sostuvo la esperanza de un país en ruinas, y el de la Lola privada, la nieta que la recuerda, la que da continuidad a su legado sin reducirlo a una estatua. Entre ambas hay un puente invisible que sostiene toda la película: la transmisión, esa corriente emocional que atraviesa el tiempo y une generaciones de mujeres que luchan, que aman, que no se rinden.


Amparo Climent entiende el documental como un acto de escucha. La cámara no invade: acompaña. Los planos son íntimos, contenidamente bellos, y los silencios tienen la misma importancia que las palabras. Cada testimonio es tratado con respeto casi litúrgico. No hay prisa, ni exhibición, ni sobrecarga. El montaje respira, deja que los rostros piensen. Esa elección estilística dota a la obra de una densidad emocional que pocas veces se alcanza en el documental político español contemporáneo.


Las voces que habitan la película conforman un coro de distintas generaciones y sensibilidades. Carmen Calvo habla con serenidad y peso histórico; Cristina Almeida, con esa energía combativa que ha acompañado toda su vida a la defensa de las mujeres y la justicia; Julieta Serrano aporta emoción, ternura y la autoridad serena de quien ha habitado todos los rostros posibles de la mujer española; Azucena Rodríguez pone el acento en el valor narrativo del feminismo; Aida Sánchez Montero trae la fuerza de lo nuevo, el ímpetu de las que no vivieron la guerra pero heredan sus ecos; y Lola Ruiz-Ibárruri Sergueyeva, nieta de Dolores, se erige como el corazón del relato: su voz tiembla, su mirada respira, y en ella sentimos el pulso de todas las mujeres que mantuvieron viva la llama de la dignidad cuando la historia quiso apagarla. Enrique Santiago y otros testigos completan este tejido coral, que no pretende hablar sobre Dolores, sino con ella.


La música de Gloria Vega no busca emocionar, sino acompañar. Es un hilo que une imágenes y palabras, un susurro que envuelve sin dominar. Sus acordes sostienen los momentos de archivo, los poemas, las fotografías que parecen aún tibias. La fotografía de Pablo D. Solas, fiel al estilo sobrio y sensible de Climent, ofrece un equilibrio entre la claridad documental y la poesía visual. Los planos sobre cartas, objetos, retratos y documentos tienen textura y peso: es un cine que toca las cosas, que devuelve cuerpo a lo que la historia quiso abstraer.


El “atrezo” —si es que puede llamarse así en un documental— se construye a partir de los restos, los vestigios materiales de una vida. Cada papel, cada prenda, cada foto es un testimonio físico de lo que resistió. La forma en que Climent los encuadra y los ilumina confiere al film una dimensión casi museística, pero sin frialdad: no se trata de conservar, sino de revivir.


El ritmo es constante, meditativo, sin desvíos. No hay montaje acelerado ni picos de intensidad impostados. Climent confía en el poder de la palabra y en la fuerza silenciosa del recuerdo. A medida que avanza el metraje, el espectador no solo conoce más a Dolores Ibárruri: se acerca a ella, la comprende desde dentro. Lo que podría haber sido un relato político se convierte en un viaje interior hacia la esencia misma de lo que significa resistir.


En su estructura y tono, la película dialoga con otros documentales que han dignificado la memoria de las mujeres olvidadas. De Las maestras de la República (Pilar Pérez Solano) toma el pulso pedagógico; de El silencio de otros (Almudena Carracedo y Robert Bahar), el compromiso ético con la justicia y la verdad; de Comandante Arian (Alba Sotorra), la mirada feminista que no teme mostrar la vulnerabilidad; y de The Spanish Earth (Joris Ivens), la conciencia del arte como arma moral. Pero Pasionaria tiene una voz propia: más íntima, más emocional, más dispuesta a mirar el rostro humano detrás del mito político.


El guion es una partitura precisa. No hay retórica ni discurso impostado. Los documentos históricos se integran con naturalidad, los testimonios fluyen sin jerarquía, y los poemas intercalados dan respiro y profundidad. Todo está al servicio de una idea: que la memoria no pertenece al pasado, sino al presente que decide mirarla.


Y es entonces cuando llega la pregunta inevitable: ¿qué quiere transmitir esta película? Quiere recordarnos que la historia no está escrita en piedra, sino en las voces que la narran; que la lucha de Dolores Ibárruri no fue solo política, sino también emocional, familiar, profundamente humana. Climent transmite que la verdadera revolución no consiste en ganar guerras, sino en mantener la dignidad. Que la memoria no es una trinchera, sino una herencia viva que se cuida, se escucha y se comparte.


Dolores Ibárruri. Pasionaria es, en esencia, un acto de amor. Un amor a una mujer, a una generación, a un país que aún busca reconciliarse consigo mismo. Es cine en el sentido más noble: un espejo donde reconocerse y una llama que no se apaga. Amparo Climent no filma para el pasado, filma para quienes vienen detrás. Y al hacerlo, nos deja una película que no solo honra a Pasionaria, sino que nos invita a ser dignos de su memoria.


Porque hay películas que informan, otras que conmueven, y unas pocas que dan las gracias. Esta es una de ellas: una película que agradece la fuerza de las mujeres que nunca se rindieron, la memoria que aún palpita en el silencio, y la dignidad de una voz que sigue hablándonos, sin gritar, desde el fondo del tiempo.


Xabier Garzarain 

Comentarios

  1. Querido Xavier.
    Quiero darte las gracias de todo corazón por la crítica que has escrito sobre Dolores Ibárruri. Pasionaria. Me ha emocionado profundamente leer tus palabras que están impregnadas de una sensibilidad y una lucidez que van más allá del análisis cinematográfico.
    Impregnándote de su pulso, sus silencios, sus heridas, y eso es algo que pocas veces ocurre.
    Para quienes hacemos cine es emocionante, sentir que la obra se comprende no solo en lo que se cuenta, sino desde dónde se cuenta.
    Gracias por tu mirada, por recordarme que el cine, puede seguir siendo un espacio de encuentro y de diálogo.
    Con todo mi agradecimiento,
    Amparo Climent

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    Respuestas
    1. Querida Amparo,
      leer tus palabras ha sido uno de esos momentos en los que el cine vuelve a tener sentido. Que una mirada tan lúcida y comprometida como la tuya haya sentido así mi texto me emociona profundamente. Me impresionó la fuerza silenciosa de tu película, su dignidad, su capacidad de mirar sin miedo. Que mi crítica haya resonado en ti es un regalo.
      Tu obra me acompañó durante días, como lo hacen las historias que no buscan gustar, sino decir verdad. Creo que el cine, cuando nace del alma, encuentra su eco en quien lo mira con el corazón.
      Gracias por recordarme que el cine sigue siendo, sobre todo, un espacio de encuentro, memoria y alma.
      Con admiración y gratitud,
      Xabier Garzarain

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