“Juliette” en primavera o la ternura como forma de resistencia.

 Hay películas que no llegan como un trueno ni como un manifiesto. Llegan como una caricia, como una flor que se abre sin hacer ruido, como una carta escrita a mano que alguien deja en el buzón cuando más la necesitas. Juliette en primavera es una de esas películas. Y es, también, una rareza en estos tiempos donde el exceso, la velocidad y el artificio marcan el pulso del cine. La nueva obra de Blandine Lenoir no quiere epatar ni demostrar nada. Solo quiere mirar. Escuchar. Sentir. Y en esa humildad desarmante reside su fuerza.


La historia, en su superficie, es simple. Juliette, una joven ilustradora de libros infantiles, vuelve al pueblo donde creció para pasar unos días con su familia. Lo ha hecho muchas veces antes, seguramente, pero esta vez algo se abre, algo cruje, algo florece. Su padre, un hombre encantadoramente torpe emocionalmente, solo sabe comunicarse a través del humor. Su madre, una pintora exuberante que vive como si no existiera el mañana, baila por la casa como si la vida fuera siempre sábado por la tarde. La abuela, entrañable y tambaleante, se escapa del presente con la misma dulzura con la que olvida los nombres. Y su hermana, madre exhausta, trata de mantener la cordura en un caos doméstico que se le desborda. En medio de todo esto, aparece Pollux. Sí, como el personaje mitológico. Pero este Pollux es un joven poético, lleno de silencios hermosos, que parece salido de un sueño de primavera.


Blandine Lenoir, que ya nos había regalado joyas como Zouzou y Aurore, vuelve aquí a sus temas de siempre: el lugar de la mujer en la familia y en el mundo, la tensión entre la libertad individual y las expectativas heredadas, el cuerpo que envejece, los vínculos que se deforman con el tiempo, la ternura como forma de resistencia. Pero algo ha cambiado. Juliette en primavera es su película más depurada, más ligera, más peligrosa en su aparente suavidad. Porque hay que tener mucho coraje para hacer una película donde lo importante no es lo que pasa, sino lo que cambia dentro. Donde los giros no son de guion, sino del alma.


El ritmo es una bendición. Nada de lo que ocurre en esta historia tiene prisa, y sin embargo, uno no puede dejar de mirar. Cada plano es una invitación, una promesa de verdad. Como si la película te dijera al oído: “Mira esto. No parece gran cosa. Pero lo es todo.” Y tú miras. Y no puedes dejar de hacerlo. Es adictivo como una canción que no sabías que conocías. Como un olor que te transporta sin permiso. No hay estridencias, no hay grandes revelaciones. Pero sí hay esa sensación inconfundible de estar ante algo genuino. Ante una emoción que no te empuja, sino que se queda contigo.


Izïa Higelin construye una Juliette contenida, vulnerable y luminosa, sin necesidad de grandes gestos ni monólogos intensos. Está magnífica incluso cuando está callada. Sobre todo cuando está callada. Porque en sus silencios hay pensamientos, recuerdos, dudas, una tristeza que nunca se convierte en pose. Y junto a ella, un reparto absolutamente irreprochable. Jean-Pierre Darroussin, ese monumento de la naturalidad, borda un padre entrañable que se esconde tras las bromas. Noémie Lvovsky es una madre maravillosa y desbordante, que parece vivir en una película de Jacques Demy pero con pies en la tierra. Y Liliane Rovère… qué decir de ella. Su abuela es puro temblor, pura memoria que se va. Un personaje que merecería su propio spin-off, su propio poema.


La dirección de Blandine Lenoir está hecha de gestos invisibles. Como si filmara con guantes blancos, sin dejar huella, pero abrazándolo todo. No se entromete. Deja que los personajes vivan. Y en eso, recuerda a la generosidad de cineastas como Olivier Assayas, Mia Hansen-Løve o incluso Hirokazu Kore-eda, que también filman familias como si fueran constelaciones en desequilibrio. Hay algo también de la mirada de Céline Sciamma en Petite maman, aunque aquí todo es más ruidoso, más tangible, más caótico.


En su relación con otras películas del género, Juliette en primavera se inscribe en la tradición del “cine de regreso al hogar”, ese subgénero emocional que ha dado obras maestras como El regreso de Zvyagintsev, Volver de Almodóvar o Un conte de Noël de Arnaud Desplechin. También tiene ecos del cine de Mike Leigh, donde las tensiones familiares surgen entre cucharas, cafés y frases cruzadas. Pero lo que la distingue es su ternura sin ingenuidad, su forma de abrazar a los personajes sin absolverlos, su defensa radical de la fragilidad como parte de lo humano.


La música está dosificada con una elegancia que ya no se ve. Aparece, desaparece, acompaña sin subrayar. Es como un hilo invisible que une escenas y estados de ánimo. La fotografía es un regalo: cada plano parece bañado en la luz de una primavera que no es decorado, sino estado del alma. La cámara respeta, escucha, deja espacio. La casa familiar, con su desorden amable, sus ventanas abiertas y sus pequeños objetos, es tan creíble que uno siente que podría abrir una puerta y entrar.


Y el final… el final no necesita clímax, porque no se trata de resolver. Se trata de entender. De aceptar. De volver a mirar a los tuyos con ojos menos heridos. Juliette no ha cambiado de vida, no ha tomado decisiones radicales, no ha hecho las maletas. Pero ha respirado. Y en esa respiración cabe una revolución silenciosa.


Blandine Lenoir nos dice, sin levantar la voz, que la familia es una herida que no siempre cierra, pero también una casa donde, a veces, alguien te espera. Que crecer no es huir, sino aprender a quedarse sin perderse. Que en los gestos más pequeños —una risa, una canción, un desayuno compartido— puede esconderse todo lo que estábamos buscando.


Juliette en primavera no es una película menor. Es una película milagro. Una que no grita, pero se queda. Como el amor de verdad. Como la vida cuando la miras sin miedo.


Xabier Garzarain 

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