“Jurassic World: Rebirth”o el susurro primitivo que aún retumba entre las hojas.

Hay que tener agallas para dirigir una nueva entrega de Jurassic World Rebirth. Agallas o memoria corta. Porque lo que empezó como una saga fundacional del blockbuster moderno con Steven Spielberg en 1993, ha tenido tantos altibajos, tantos rugidos huecos y tantos reptiles digitales, que el asombro original parecía ya extinguido. Pero Gareth Edwards —que ya había lidiado con criaturas colosales en Godzilla (2014) y con épica rebelde en Rogue One— ha aceptado el reto. Y lo ha hecho con una decisión insólita: volver a lo esencial. A la selva. Al miedo. Al asombro. Y, sobre todo, a la idea de que el verdadero monstruo no siempre tiene colmillos.



Jurassic World Rebirth parte de una premisa simple: quedan pocos dinosaurios, sobreviviendo en regiones ecuatoriales donde el clima todavía permite su existencia. Y, sin embargo, lo que está en juego ya no es solo la convivencia entre especies, sino algo más tentador: un nuevo horizonte para la medicina humana, una promesa biotecnológica escondida en el ADN de tres criaturas gigantescas. Ahí entra Zora Bennett, experta en operaciones encubiertas, interpretada por una Scarlett Johansson que recupera aquí su intensidad dramática sin necesidad de capas ni superpoderes. Zora lidera una misión para obtener el material genético, pero lo que empieza como una operación de precisión pronto deriva en una pesadilla selvática en una isla olvidada: una antigua instalación del Parque Jurásico, ahora enterrada entre la vegetación y los secretos.


El guion, aunque formalmente sencillo, está construido con más inteligencia de la que parece. La película es una aventura, sí, pero también un thriller biopolítico, un relato de ciencia y codicia disfrazado de espectáculo. Edwards mantiene un ritmo firme, con momentos de tensión sostenida que recuerdan más a Alien que a las anteriores entregas jurásicas. Aquí no hay parque temático ni público que salvar. No hay niños gritando ni guiños de merchandising. Solo selva, barro, cuerpos y supervivencia. Y eso, en una franquicia como ésta, es casi una revolución.


Gareth Edwards ha evolucionado notablemente desde su Monsters (2010), aquel modesto film de ciencia ficción que ya anticipaba su mirada: la criatura como excusa, el humano como enigma. En Godzilla apuntó una épica más fría y formal, casi abstracta. En Rogue One, encontró el tono justo entre la pirotecnia visual y la tragedia contenida. En esta nueva Jurassic World, afina aún más: menos espectacularidad hueca, más atmósfera, más tensión, más densidad moral. El tono recuerda, por momentos, a los thrillers selváticos de los años 70, con un eco inevitable a Apocalypse Now o incluso Predator, pero tamizado por un filtro contemporáneo donde la tecnología es aliada y amenaza.


El reparto está notablemente afinado. Scarlett Johansson compone una Zora Bennett pragmática, curtida, escéptica, pero con heridas emocionales apenas disimuladas. Hay algo en su forma de moverse, de ordenar sin elevar la voz, que transmite experiencia y vulnerabilidad al mismo tiempo. Mahershala Ali, como el científico responsable del proyecto, aporta elegancia, ambigüedad moral y un fondo de tristeza que lo convierte en uno de los personajes más interesantes de la saga. Jonathan Bailey y Rupert Friend funcionan bien como antagonistas complementarios: uno más cerebral, otro más brutal. Manuel García-Rulfo y Luna Blaise aportan carisma y frescura a un grupo que nunca se siente del todo seguro, ni entre ellos ni en el entorno.


En cuanto a las anécdotas del rodaje, poco ha trascendido aún, pero se sabe que parte de la película fue rodada en escenarios naturales en Hawái y Colombia, con una decidida apuesta por reducir el uso de pantalla verde. Algunos de los dinosaurios fueron recreados con animatronics reales mezclados con CGI, una decisión que recuerda al espíritu del original de Spielberg y que contribuye a dar una textura más física, más tangible a los encuentros entre especies.


En cuanto a la música, no se ha confirmado la autoría definitiva de la partitura, pero lo que se escucha en los avances y primeras filtraciones tiene un aire a mezcla entre Hans Zimmer y Michael Giacchino, con cuerdas ominosas, percusión tribal y un respeto sutil al tema original de John Williams, que aparece solo en instantes muy concretos, como una memoria genética sonora que resuena en el espectador.


La dirección artística abandona los laboratorios relucientes y los parques ordenados. Aquí todo es húmedo, oscuro, en descomposición. Los vestuarios están pensados para la función: trajes tácticos, camisas empapadas, heridas, sudor. La fotografía se carga de verdes intensos, sombras densas, rayos de sol filtrados por la niebla. Hay un cuidado constante en la composición de los planos, que muchas veces sugieren peligro sin mostrarlo, al estilo de Jaws. La isla, más que un escenario, es un personaje en sí misma.


En relación con otras películas del género, esta entrega se aleja de los excesos digitales de Dominion o Fallen Kingdom y se acerca más a las primeras películas de supervivencia biológica: The Ghost and the DarknessCongoThe Descent, incluso Annihilation. No es terror, pero flirtea con él. No es aventura infantil, pero recupera el sentido de maravilla y peligro de Jurassic Park (1993). Y lo hace con una seriedad que no significa rigidez, sino respeto por la historia que quiere contar.


La película no tiene un desenlace grandilocuente. No lo necesita. El enfrentamiento final no es entre un dinosaurio y un helicóptero, sino entre una decisión moral y una vida humana. Edwards se permite el lujo de cerrar con un plano largo, sin música, donde la jungla recupera el silencio. El cine de acción rara vez termina así. Y es en ese gesto donde uno entiende que aquí no se ha querido hacer “otra” Jurassic World, sino una película con alma dentro de una saga que parecía haberla perdido.


El mensaje final no es nuevo, pero sigue siendo necesario: el problema nunca han sido los dinosaurios. El problema somos nosotros. La arrogancia científica, la explotación de lo vivo, la ambición disfrazada de avance. Lo que Jurassic World plantea es que, si alguna vez el mundo vuelve a pertenecer a los dinosaurios, tal vez no sea por accidente… sino por justicia.


Gareth Edwards ha hecho algo más que continuar una franquicia. Le ha devuelto su misterio. Su peligro. Su belleza salvaje. Y nos ha recordado que el verdadero espectáculo no está en los efectos visuales, sino en la oscuridad que habita cuando el ser humano se cree por encima de la vida.


Xabier Garzarain 

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