“La acusación”y el precio de la duda.

La filmografía de Teddy Lussi-Modeste es aún breve, pero profundamente coherente en su exploración de las dinámicas de poder, identidad y pertenencia dentro de la sociedad francesa. Su cine ha transitado por lo personal, lo social y lo político sin perder nunca de vista al individuo atrapado en estructuras que lo superan. En su debut con Jimmy Rivière (2011), retrataba a un joven gitano dividido entre la religión y el boxeo, entre la comunidad y el deseo de emancipación. Posteriormente, en Le Prix du succès (2017), abordaba la vida de un cómico que intenta romper con sus orígenes sin traicionarlos. Ambas películas hablan del conflicto entre lo privado y lo colectivo, entre el yo y lo que los demás proyectan sobre él.

La acusación representa un paso más allá en esta búsqueda, al lanzarse de lleno a una historia que cuestiona las certezas morales y las verdades aparentes de una sociedad hipermediatizada. Aquí, Lussi-Modeste cambia la mirada desde las periferias sociales hacia el corazón mismo de las instituciones educativas y judiciales, sin abandonar su sensibilidad hacia los cuerpos y las emociones que allí se debaten. El hecho de haber coescrito el guion junto a Audrey Diwan, ganadora del León de Oro por L’Événement, aporta una dimensión aún más incisiva al relato, que se interna en terrenos delicados sin caer en el sensacionalismo ni en el cinismo.


La trama se despliega con una sencillez aparente que esconde una estructura narrativa precisa y cargada de tensión. Julien, un joven profesor de secundaria interpretado por François Civil, es acusado por una alumna de conducta sexual inapropiada. Lo que comienza como una insinuación imprecisa pronto se convierte en una avalancha imparable: rumores, padres alarmados, medios de comunicación sensacionalistas, inspectores escolares que actúan más por miedo que por convicción. En poco tiempo, Julien deja de ser una persona para convertirse en un símbolo, un sospechoso, una proyección colectiva de temores y prejuicios. La película no plantea en ningún momento una defensa machista ni un ataque al movimiento MeToo; al contrario, se mueve en la zona gris del juicio social, allí donde la verdad se vuelve secundaria frente al miedo a equivocarse, frente al pánico moral.


El ritmo del film está calculado con maestría. No hay prisa, pero tampoco se permite el lujo de la digresión. Cada escena empuja al espectador un paso más dentro del laberinto, pero lo hace sin subrayados. Lussi-Modeste prefiere sugerir antes que mostrar, dejar que el espectador escuche los silencios incómodos, observe las miradas esquivas, sienta la opresión de un aula que se convierte en trinchera. Es un ritmo progresivo, envolvente, que traslada la angustia del protagonista al propio espectador, haciéndolo cómplice de su impotencia.


La interpretación de François Civil es, sin exagerar, una de las más complejas y contenidas de su carrera. Acostumbrado a papeles más carismáticos o activos, aquí se enfrenta a un personaje que debe resistir sin armarse, defenderse sin gritar, confiar en una justicia que no parece dispuesta a escuchar. Su cuerpo encorvado, sus silencios, sus ojos permanentemente en alerta componen un retrato devastador de lo que significa estar en el centro de una sospecha pública. Es un hombre joven que de pronto se ve infantilizado, tutelado, investigado, anulado. Civil no busca provocar empatía fácil, sino mostrar la fragilidad de un sujeto que pierde el control de su propio relato.


El reparto coral que lo rodea está igual de afinado. Shaïn Boumedine, Toscane Duquesne, Luna Ho Poumey, y Mallory Wanecque forman un retrato creíble de esa juventud a veces insolente, a veces vulnerable, que navega entre las redes sociales, el miedo al rechazo y la necesidad de afirmarse. Aquí no hay villanos ni víctimas absolutas: hay adolescentes confundidos, adultos paralizados, instituciones desbordadas. Especial mención merece Marianna Ehouman como Roxana, cuya intervención breve y precisa ilumina una de las escenas más significativas de la película, cuando el tema del consentimiento y la mirada se vuelve aún más espinoso.


En cuanto al rodaje, se sabe que la película fue filmada en un instituto real, con clases recreadas a partir de improvisaciones previas con jóvenes no profesionales, lo que aporta un nivel de realismo difícil de fingir. Teddy Lussi-Modeste y Audrey Diwan trabajaron con testimonios reales y asesoramiento legal durante el proceso de escritura, buscando capturar no solo los hechos sino también las zonas emocionales y simbólicas que rodean un caso así. Ese rigor se traslada a cada plano, cada gesto, cada línea de diálogo.


Desde un punto de vista temático, La acusación se inscribe en una tradición de cine que ha abordado el poder devastador de la sospecha y la fragilidad de la reputación masculina en contextos contemporáneos. Películas como La caza (Jagten) de Thomas Vinterberg o Presunto culpable de Álvaro Brechner exploran caminos similares, pero Lussi-Modeste introduce aquí una especificidad francesa muy marcada: la tensión entre la escuela como espacio de inclusión social y el miedo institucional al escándalo, la presión mediática, y la cultura del linchamiento digital.


La música de Jean-Benoît Dunckel, mitad del dúo electrónico Air, juega aquí un papel insólito: en lugar de crear melodías identificables, aporta texturas sonoras, pulsaciones casi invisibles, que intensifican la atmósfera de amenaza sin rostro que lo inunda todo. No hay manipulación emocional, sino un susurro de angustia que se mantiene constante en el fondo. La dirección de Teddy Lussi-Modeste es elegante, sobria, sin manierismos. Deja que la historia respire, que los espacios hablen, que la cámara observe sin intervenir.


El vestuario, a cargo de Joana Georges Rossi, y la dirección de arte de Chloé Cambournac se inscriben dentro de un realismo cotidiano, que refuerza la idea de que esto podría estar ocurriendo en cualquier colegio, en cualquier ciudad. Nada destaca, nada distrae: los personajes visten como se visten los profesores y alumnos reales. Esa decisión potencia la identificación y el vértigo.


La fotografía de Hichame Alaouie es precisa, funcional, pero no fría. Hay una cierta calidez apagada en los interiores que contrasta con la frialdad institucional de los despachos y las salas de interrogatorio. Los colores están desaturados, como si la vida hubiera perdido intensidad a medida que avanza la acusación. La cámara se mueve con discreción, evitando tanto el efectismo como la estética del documental. Es una mirada ética, no estética.


En cuanto al atrezo y la puesta en escena, todo está al servicio de la narración: pupitres, pasillos, notas, ordenadores, móviles. Son objetos anodinos que, en el contexto del relato, adquieren una dimensión simbólica inquietante. Un mensaje mal interpretado, una mirada fuera de contexto, un teléfono desbloqueado… todo puede ser prueba o evidencia de una vida que se tambalea.


La conclusión de la película evita el golpe de efecto. No hay absoluciones morales ni castigos ejemplares. Lo que queda es una sensación de inquietud persistente. Porque la historia no termina con la resolución legal, sino con la pregunta que nos deja: ¿quién puede limpiar por completo una reputación manchada por la duda? ¿Cuánto de nosotros depende de lo que otros creen haber visto?


El mensaje que transmite Lussi-Modeste no es ni complaciente ni derrotista. No dice que no debamos creer a las víctimas, ni que todos los acusados sean inocentes. Lo que plantea es más complejo: que vivir en una sociedad justa implica saber distinguir entre la verdad y el miedo, entre el testimonio y el rumor, entre la escucha y el juicio inmediato. La justicia necesita tiempo, pero la sociedad de la información vive acelerada. En esa brecha, en ese cortocircuito, se juega el drama de Julien y de tantos otros. La acusación nos obliga a mirar ahí donde más duele: al rostro del otro cuando ya no sabemos si creerle o temerle.


Xabier Garzarain 

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