“La mercancía más preciosa”:el valor de un gesto.
Había una vez un director que decidió volver al cuento. Pero no para edulcorarlo, ni para convertirlo en evasión animada, sino para confrontarlo con la Historia. Michel Hazanavicius, que alcanzó la gloria con The Artist —ese homenaje al cine mudo que le valió el Oscar y la atención internacional—, ha firmado con La mercancía más preciosa su película más oscura, más comprometida y, paradójicamente, más luminosa. Porque en medio del horror absoluto, este cuento ilustrado, narrado con una delicadeza desarmante, rescata la capacidad del cine —y del arte— para hablarnos de lo indecible sin renunciar a la belleza.
La evolución de Hazanavicius como director ha sido sorprendente. Tras su sofisticado ejercicio de estilo en The Artist (2011) y la irreverencia de OSS 117, parecía moverse entre el juego metacinematográfico y la parodia elegante. Sin embargo, ya en Le Redoutable (2017), retratando al Godard más político y en guerra con su tiempo, mostró un interés creciente por las fisuras ideológicas, por la incomodidad de mirar el mundo sin filtro de comedia. La mercancía más preciosa da un giro aún más valiente: abandona la imagen real, opta por la animación tradicional, pero no para suavizar el relato, sino para hacerlo aún más incisivo. Aquí el trazo no dulcifica: revela.
Basada en el libro homónimo de Jean-Claude Grumberg, La mercancía más preciosa parte de una premisa tan simple como brutal. En un bosque helado y hambriento, una mujer pobre —la esposa de un leñador— encuentra a un bebé arrojado desde un tren que atraviesa el bosque. No sabe quién es, ni por qué ha sido lanzado al vacío, pero intuye que esa criatura es algo sagrado, un tesoro. La acoge. La protege. Y ese acto, pequeño y gigante a la vez, cambiará no solo su vida, sino la de todos los personajes que orbitan alrededor de esa niña “de los otros”, la mercancía descartada por una maquinaria de muerte que nunca se nombra del todo… pero que está en todas partes.
La película, narrada con la voz crepuscular de Jean-Louis Trintignant (en su última interpretación antes de fallecer), se desliza entre la fábula y el testimonio. El ritmo es pausado, casi hipnótico, como si el propio bosque respirara entre cada escena. La estructura narrativa es circular, y cada nuevo personaje aporta una capa más de significado, una ampliación del mapa moral que el cuento va dibujando. El lenguaje, aparentemente infantil, esconde una densidad ética que obliga al espectador a escuchar con atención. Porque lo que se cuenta aquí, aunque parezca un relato de invierno, es la Shoah. No desde los campos, no desde los documentos, sino desde los márgenes. Desde un bosque que observa, que recoge, que a veces calla… y a veces salva.
La animación, artesanal, está inspirada en ilustraciones planas, de corte clásico, que recuerdan por momentos a las litografías de artistas como Käthe Kollwitz o a la estética de los álbumes ilustrados europeos del siglo XX. Pero detrás de su simplicidad visual hay una profundidad emocional inmensa. Los rostros no tienen muchos trazos, pero cada gesto duele. Cada encuadre —muchos fijos, con pequeños movimientos de cámara o zooms lentísimos— está cuidadosamente compuesto para que el espectador no se distraiga con el artificio, sino que se deje envolver por la atmósfera: nieve, humo, silencio, madera, llanto.
Los personajes, aunque representados con economía gráfica, están profundamente humanizados. El leñador (voz de Grégory Gadebois) es un hombre endurecido por el hambre y la obediencia, cuya evolución recuerda a los grandes arquetipos literarios del hombre que aprende a amar a través del cuidado. Su esposa (voz de Dominique Blanc) es el corazón moral del film: torpe, analfabeta, pero radicalmente justa. Otros personajes —el hombre de la cara rota, el soldado, el intérprete— encarnan diversas formas de la violencia y la complicidad. Pero todos, sin excepción, están atrapados en una historia más grande que ellos, en un sistema que deshumaniza a unos para normalizar la crueldad de otros.
Las voces están dirigidas con una precisión asombrosa. Trintignant, en particular, narra como quien cuenta lo más importante del mundo. Sin énfasis. Con respeto. Con verdad. No hay impostación ni lirismo excesivo. Es una voz que cuida al espectador, como la mujer del bosque cuida a la niña: con manos temblorosas, pero con determinación.
La música de Alexandre Desplat, íntima, contenida, evita el sentimentalismo. Utiliza maderas, cuerdas bajas y escalas menores que refuerzan la sensación de pérdida y fragilidad. Solo en momentos puntuales la partitura se eleva, para recordarnos que aún en medio del horror puede haber ternura. El silencio, por cierto, es tan importante como la música: el crujido de la nieve, el rumor del tren, el llanto de un bebé en mitad del bosque. Todo está coreografiado con una sensibilidad extrema.
La dirección de Hazanavicius es invisible, y eso es un elogio. No hay exhibición ni efectismo. Todo está al servicio del cuento. Y eso, viniendo de un director que antes amaba los guiños y los juegos metalingüísticos, es señal de una madurez notable. Aquí no hay ironía: hay responsabilidad.
La película encuentra ecos temáticos y formales en obras como La vida es bella, Vals con Bashir, La tumba de las luciérnagas o Flee. Pero a diferencia de esas, La mercancía más preciosa no está contada desde el centro del trauma, sino desde su periferia. No muestra los campos ni la violencia directa, pero consigue que el espectador la sienta en cada plano. Porque a veces, lo que no se ve, duele más.
El desenlace no ofrece redención fácil. Hay belleza, sí, pero también pérdida. El cuento no se cierra con justicia perfecta, sino con una sensación de deuda. De que algo, alguien, logró sobrevivir gracias a un gesto inesperado. Y eso, en un mundo como el que retrata —y como el que vivimos—, es una esperanza radical.
El mensaje de Hazanavicius es claro y necesario: que incluso en los tiempos más atroces, hay gestos de humanidad que lo cambian todo. Que la bondad no necesita preparación ni justificación. Que basta una decisión, un gesto, una mirada, para quebrar la lógica de la barbarie. Que incluso en medio del exterminio, alguien puede elegir salvar. Y que contar eso, hoy, no es un acto de nostalgia… sino de resistencia.
La mercancía más preciosa no es una película más. Es un cuento cruel disfrazado de relato ilustrado. Es una herida narrada con amor. Y es, sobre todo, un recordatorio de que el cine aún puede contar lo más difícil sin dejar de ser arte.
Xabier Garzarain

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