“Voy a pasarmelo mejor”: Cuando todo era posible.

 La ópera prima de Ana de Alva, Voy a pasármelo mejor, es mucho más que una carta de amor a los años noventa: es una declaración emocional de intenciones. La directora se estrena en el largometraje con una propuesta luminosa y nostálgica que, sin renegar de su carácter popular, aborda con sensibilidad y ritmo los ritos de paso que definen una etapa tan frágil como decisiva: la adolescencia.


Ana de Alva venía del mundo del cortometraje y de la televisión, donde ya había demostrado una especial sensibilidad para el retrato de personajes jóvenes y entornos familiares. Con Voy a pasármelo mejor, su salto al cine no solo consolida esa mirada cercana y emocional, sino que la expande a una dimensión coral y musical. Aquí se revela como una directora interesada en capturar momentos íntimos con una estética cuidada, sin caer en la condescendencia ni el exceso. Esta película representa, por tanto, una evolución lógica pero notable: si en sus trabajos anteriores predominaba lo episódico, ahora logra construir un relato sostenido, coherente y envolvente, en el que cada personaje tiene su pequeño arco de transformación. La firmeza narrativa con la que conduce una historia coral demuestra una madurez sorprendente para una debutante.


Ambientada en un 1991 que parece detenido en una cápsula del tiempo, la película fluye con un ritmo ágil, gracias en parte a un montaje dinámico que sabe alternar momentos de comedia ligera con escenas de mayor calado emocional. La estructura responde a un “coming-of-age” clásico: un grupo de niños (los Pitus) asiste a un campamento de verano donde se enfrentan por primera vez al vértigo de enamorarse, de crecer, de descubrir que todo cambia. Lo interesante aquí es que la trama, sin ser especialmente novedosa, apuesta por lo genuino: no busca giros inesperados, sino emociones reconocibles. El guion, firmado por David Serrano y Luz Cipriota, juega con los arquetipos (el tímido, la rebelde, el gracioso) sin convertirlos en clichés, y deja espacio para que los personajes respiren, duden y se equivoquen.


Los jóvenes actores (Izan Fernández, Renata Hermida Richards, Michel Herráiz, entre otros) sorprenden por su frescura y autenticidad. En ningún momento se sienten impostados. Se nota un trabajo de dirección actoral centrado en generar confianza, y eso se traduce en escenas de una ternura desarmante. Raúl Arévalo y Karla Souza, en roles adultos más secundarios, aportan peso y equilibrio, sin robar protagonismo al elenco joven. Arévalo, en particular, encuentra matices entrañables en un personaje que podría haber caído en la caricatura del “monitor enrollado”.


Durante la producción, gran parte del rodaje se llevó a cabo en un auténtico campamento de verano, donde los actores convivieron varios días antes de filmar. Esta decisión permitió construir una dinámica grupal real, que se traduce en pantalla como una complicidad palpable. Según declaraciones de la propia Ana de Alva, muchas de las escenas más espontáneas nacieron de improvisaciones sobre situaciones vividas durante esas jornadas previas.


Aunque la película bebe de múltiples referentes, su tono se acerca más al cine generacional español que al “teen movie” estadounidense. Hay ecos de Verano azul, claro, pero también de Cuenta conmigoLos Goonies en la forma en que los niños enfrentan el mundo como si fuera una aventura emocional. Sin embargo, Ana de Alva elige el costumbrismo amable por encima del drama o la épica, situando su obra más cerca de La vida era eso o Las niñas, aunque con un tono más ligero.


El uso de la música es clave: canciones emblemáticas de 1991 (Hombres G, Mecano, Los Ronaldos…) no solo ambientan, sino que dialogan con las emociones de los personajes. Lejos de ser un simple fondo sonoro, se integran con inteligencia en la narración, marcando transiciones emocionales o reforzando clímax. El vestuario y la dirección artística están meticulosamente cuidados: las camisetas estampadas, los walkman, los pósters, los peinados. Todo evoca una época sin caer en la parodia ni el exceso nostálgico. La fotografía, cálida y cercana, acentúa esa sensación de “verano eterno”, de recuerdo idealizado que flota en la memoria.


Voy a pasármelo mejor no pretende revolucionar el cine, pero sí conectar con una generación (o varias) que entiende el valor de las pequeñas cosas: una canción compartida, una carta escrita a mano, un beso robado en una noche estrellada. Su mensaje es claro: crecer da miedo, pero hacerlo acompañado —aunque solo sea por un verano— puede ser el mayor privilegio. Ana de Alva entrega una película honesta, luminosa, imperfecta y viva. Una primera obra que no busca aparentar más de lo que es, y por eso mismo emociona. Es cine que reconcilia con la infancia, con la amistad y con el amor sin filtros.


Y sí, al salir del cine, uno solo puede pensar: ojalá volver, al menos por un rato, a cuando creíamos que todo era posible.


Xabier Garzarain 

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