“La Quimera:” La belleza de lo inalcanzable.

 Hay películas que no se ven: se intuyen. La quimera, de Alice Rohrwacher, es una de ellas. Un susurro que atraviesa la tierra como las raíces, como los muertos que aún nos sostienen. Es cine que excava, que no teme mancharse las manos de barro, de duelo, de deseo. Rohrwacher vuelve a su universo mágico y real, campesino y mítico, terrenal y espiritual, pero esta vez con una madurez que convierte la fábula en experiencia, la alegoría en cuerpo, y el duelo en posibilidad de belleza.


La directora italiana, que sorprendió con El país de las maravillas y consolidó su mirada con Lazzaro feliz, regresa ahora con un filme más ambicioso en lo simbólico y más depurado en lo formal. Su evolución es evidente: ha aprendido a dejar que la imagen hable antes que el guion, que el ritmo de las cosas se imponga a la estructura, que los espacios tengan voz. Su cine siempre ha tenido una poética rural, una forma de mirar el mundo desde la tierra, desde lo ancestral, pero en La quimera esa mirada se afila, se vuelve más reflexiva, más dolorosa y más luminosa.


La historia transcurre en los años 80, pero parece suspendida en el tiempo. Arthur, interpretado con una sensibilidad hipnótica por Josh O’Connor, es un extranjero perdido en Italia, pero sobre todo es un hombre perdido en sí mismo. Arrastra el duelo por Benjamina, una mujer que ya no está, pero cuya ausencia lo empuja a excavar literalmente en el suelo buscando una puerta al Más Allá. Se une a una banda de “tombaroli”, ladrones de tumbas etruscas que viven a la caza de arte y sentido. Pero mientras para ellos las reliquias son botín, para él son pistas. Pistas hacia lo invisible. Lo que empieza como una historia de saqueadores de tesoros se convierte pronto en una exploración de lo que permanece y de lo que se desvanece. De las quimeras personales. De aquello que nos empuja a seguir, aunque sepamos que no vamos a encontrarlo nunca.


El ritmo de la película es pausado, incluso contemplativo, pero no hay un solo plano que no esté cargado de intención. Rohrwacher no teme detenerse, repetir un gesto, mirar una vez más un rostro. La narración se permite respiraciones largas, cambios de tono, quiebres de estilo. No hay prisa por avanzar porque el avance no es lineal. El duelo no lo es. La búsqueda de sentido tampoco. Y en ese caos hermoso, a ratos cómico, a ratos desolador, emerge una forma de contar que nos exige como espectadores. No hay respuestas fáciles. No hay moraleja. Solo excavaciones. Y silencio.


Josh O’Connor —quien ya había mostrado su talento en The Crown y God’s Own Country— ofrece aquí quizá su mejor trabajo. Construye a Arthur desde el cuerpo: encorvado, desgarbado, como si siempre llevara una mochila invisible que lo hunde. Habla poco, pero cuando lo hace, las palabras pesan. Su mirada perdida es la de alguien que ya no espera nada, pero que sigue cavando. A su alrededor, un elenco coral magnífico da vida a un mundo en transición: Carol Duarte aporta ternura y humor como Italia, la joven que le ofrece una posible redención; Isabella Rossellini, en un papel breve pero crucial, pone el contrapunto de sabiduría, desarraigo y melancolía; Alba Rohrwacher —hermana de la directora— aparece como un eco familiar de otras búsquedas.


El rodaje, realizado entre ruinas reales y paisajes rurales italianos, fue complejo por su ambición simbólica y su uso de técnicas visuales variadas. Rohrwacher alterna formatos fílmicos, juega con la textura de la imagen, introduce insertos oníricos, y combina lo realista con lo mágico sin que chirríe. La fotografía de Hélène Louvart es esencial: convierte lo sepia en épico, lo cotidiano en espectral, y los túneles subterráneos en caminos al alma. El vestuario acompaña sin subrayar: personajes que visten como viven, entre la precariedad y la imaginación. Los escenarios, a veces polvorientos, a veces casi sagrados, son más que decorado: son memoria.


La música de la película tiene un carácter casi místico. A momentos parece sacada de un ritual, a otros de un recuerdo. Rohrwacher siempre ha sabido usar el sonido como atmósfera y aquí no es excepción. Los cantos populares, los silencios rotos por pájaros o pasos en la hierba, construyen un espacio sensorial en el que se camina con los oídos tanto como con la vista. No hay grandilocuencia sonora, pero sí una resonancia emocional constante.


Hay ecos de otras películas, sí: de El árbol de la vida, por su búsqueda espiritual; de La strada, por la figura errante y marginal; de Underground de Kusturica, por lo coral, lo político y lo barroco; y también del neorrealismo italiano, aunque bañado de realismo mágico. Pero La quimera no es un pastiche ni un homenaje. Es una película profundamente personal, hija de una directora que ha creado su propio lenguaje. Rohrwacher no se apoya en referentes para esconderse: los convoca para dialogar, para oponerse, para superar.


Y sin embargo, no es una película fácil. No será del gusto de quien busque respuestas claras ni estructuras tradicionales. Pero es una obra que premia a quien entra en su juego: el juego de cavar. Porque al final, La quimera no es una historia sobre tumbas ni sobre amor perdido. Es una elegía sobre el deseo, sobre la pérdida, sobre lo que nunca será nuestro, pero aún así seguimos buscando. Es una carta de amor a los que no están. A los que buscamos sin encontrar. A los que creen que lo invisible también puede ser hogar.


Pero en el fondo, La quimera no es una elegía al vacío ni una rendición ante lo imposible. Es una película sobre el deseo que nos mantiene vivos. Sobre la certeza de que, aunque la quimera nunca se alcance, lo esencial es el impulso que nos empuja hacia ella. La vida está llena de búsquedas que no terminan, pero también de encuentros que no esperábamos: miradas que nos sostienen, gestos que nos reparan, vínculos que no tienen nombre pero sí sentido.


Rohrwacher nos recuerda que, aunque cavemos en la tierra de los muertos, estamos buscando algo profundamente vivo. La memoria, el amor, la pertenencia. No importa cuán perdido esté Arthur ni cuán lejana sea Benjamina: en el fondo, lo que anhela no es una tumba, sino una puerta. Y aunque esa puerta tal vez nunca se abra, el simple acto de buscarla ya es un acto de fe. De esperanza.


Quizá eso sea lo más hermoso de esta película: que no se rinde al cinismo, que no se hunde en la oscuridad, que sigue confiando en que lo invisible puede revelarse. Que incluso entre ruinas, hay flores. Que incluso entre ladrones, hay ternura. Que incluso quienes viven entre tumbas pueden enseñarnos a vivir con más alma.


Y tal vez eso sea también la quimera: no lo que nunca se alcanza, sino lo que nos hace avanzar. La estrella que no se toca, pero que ilumina el camino. Y si tenemos el coraje de seguir caminando, aunque sea a ciegas, quizá descubramos que el verdadero hallazgo no está al final, sino en cada paso que damos, en cada mano que nos sostiene, en cada silencio compartido.


Porque a veces el cine no te cuenta una historia. Te devuelve una parte de ti que habías olvidado.


Xabier Garzarain 

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