“Los 4 Fantásticos”:lo más heroico es quedarse.
Los 4 Fantásticos han tenido muchas vidas. Desde sus inicios en los cómics de los años 60 como la Primera Familia de Marvel, pasando por múltiples adaptaciones cinematográficas fallidas, han sido durante décadas una promesa no cumplida en la gran pantalla. Esta versión de 2025, dirigida por Matt Shakman, llega no solo como el estreno más esperado de la Fase 6 del MCU, sino también como un intento definitivo de redimirlos, de darles un lugar que les ha sido negado incluso dentro de su propio universo. El resultado es inesperado: una película de superhéroes que respira como una crónica familiar, que lucha entre la épica cósmica y el dolor humano, y que encuentra su voz justo donde tantas otras tropezaron.
Matt Shakman, que se formó en la televisión y que demostró su talento narrativo en WandaVision, ha madurado como director en el momento justo. Si aquella serie jugaba con el artificio de los géneros televisivos para hablar del duelo y la memoria, aquí lo que se propone es más complejo: traducir una mitología de superpoderes en un lenguaje de emociones reales, sin dejar de ser cine-espectáculo. Y lo consigue. No a base de subrayar los grandes momentos, sino de dotar de humanidad incluso a los fragmentos más pequeños. Su puesta en escena está cargada de respeto hacia el material original, pero también de una distancia crítica: sabe que no basta con la nostalgia, hace falta una razón para volver.
La historia se sitúa en un universo retrofuturista inspirado en los años 60, donde las texturas, la arquitectura, los trajes e incluso el lenguaje parecen sacados de otra época. No es un homenaje vacío, sino una forma de anclar la película en una atmósfera única, que le permite desmarcarse visualmente de otras entregas del MCU. En ese mundo vibrante y casi utópico, los Cuatro Fantásticos se enfrentan a su prueba definitiva: detener a Galactus, un dios espacial que amenaza con devorar la Tierra, acompañado por el enigmático Silver Surfer. Pero si bien la amenaza es cósmica, la herida es íntima: lo que está en juego no es solo la supervivencia del planeta, sino la cohesión de una familia al borde de su desintegración.
Pedro Pascal interpreta a Reed Richards con una contención casi dolorosa. Es un líder con mirada perdida, como si arrastrara siglos de culpa. Su voz es la de un hombre brillante que ha dejado de confiar en sí mismo. Vanessa Kirby da a Sue Storm una mezcla de fuerza contenida y fragilidad feroz. No necesita grandes gestos para expresar la sensación de invisibilidad emocional que arrastra el personaje. Joseph Quinn encuentra en Johnny Storm el equilibrio entre el adolescente incendiario y el hermano que aún no sabe cómo ser adulto. Ebon Moss-Bachrach construye un Ben Grimm lleno de silencios, con una tristeza que no se expone, pero que se cuela en cada plano. El trabajo actoral es uniforme, contenido y maduro, alejado del histrionismo habitual del género.
El Silver Surfer de Julia Garner —un giro de casting tan arriesgado como brillante— se convierte en el reflejo de todos ellos. Es una figura estoica, casi muda, cuya melancolía arrastra la película hacia una dimensión más lírica. Su presencia da al relato un tempo más lento, más ceremonial, que recuerda por momentos al cine de ciencia ficción filosófica. Galactus, por su parte, no se presenta como un monstruo ruidoso. Ralph Ineson lo interpreta con una voz que parece llegar desde otra galaxia, más espectro que villano, más naturaleza que voluntad. Shakman acierta al tratarlo no como un antagonista clásico, sino como una fuerza inevitable, algo más grande que la vida y que el miedo.
La música de Michael Giacchino es un personaje más. Alterna motivos melódicos para cada miembro del grupo con pasajes orquestales que combinan jazz sesentero, sintetizadores analógicos y armonías corales. Hay ecos de Bernard Herrmann, pero también de John Barry y Vangelis. La partitura evita subrayar las emociones: las acaricia. En una escena en la que Sue observa el cielo sola, mientras Reed trabaja en su laboratorio sin hablarle, Giacchino introduce un tema que no se repetirá más, como una fotografía musical de un momento que no volverá.
El diseño de producción es deslumbrante sin ser abrumador. Todo está pensado para que los personajes respiren dentro del espacio. Los laboratorios de Reed están construidos con acero blanco, madera clara y pantallas circulares. Las ciudades flotan entre el art déco y el brutalismo suave. Los trajes son funcionales, bellamente retro, sin caer en la caricatura. El vestuario convierte a cada personaje en una figura reconocible, pero también vulnerable. La fotografía de Jess Hall opta por una paleta pastel que se va oscureciendo a medida que avanza la historia. La luz no se apaga de golpe: se va apagando dentro de los personajes.
No faltan las secuencias de acción. Hay vuelos espectaculares, despliegues de poder, tecnología desatada. Pero lo que permanece son otras cosas: un abrazo que no llega, una conversación postergada, una mirada que no se sostiene. Shakman apuesta por una épica emocional, donde lo importante no es el rayo que atraviesa el cielo, sino el silencio que cae después.
En cuanto a su lugar dentro del MCU, Los 4 Fantásticos marca un antes y un después. No solo porque introduce a estos personajes en la continuidad de la saga, sino porque lo hace desde un lugar diferente. Aquí no se construye una franquicia, se construye una película. Una con estilo propio, con tono definido, con personalidad autoral. Y eso, en medio de un universo donde muchas entregas parecen cortadas por la misma tijera, es ya un acto de rebeldía.
La película no está exenta de riesgos. Su ritmo más pausado puede desconcertar a quien espere una montaña rusa continua. Algunos espectadores quizá sientan que “pasa poco”, o que la amenaza de Galactus se resuelve con demasiada elegancia. Pero es precisamente ahí donde está su fuerza: Los 4 Fantásticos no busca destruir la Tierra para salvar el día. Busca reconstruir los vínculos rotos de quienes la habitan.
Al llegar al final de Los 4 Fantásticos, uno tiene la sensación de haber asistido no tanto a una lucha entre el bien y el mal, sino a una reconciliación entre lo roto y lo posible. Matt Shakman no ha dirigido solo una película de orígenes, ni una introducción más dentro del engranaje Marvel: ha dirigido una elegía contenida, una carta de amor a lo que queda cuando los superpoderes ya no alcanzan. Lo que nos quiere decir, con la dulzura del que no grita y la firmeza del que no miente, es que la familia no es un premio ni una garantía, sino un espacio que se construye y se reconstruye con tiempo, con errores y con ternura.
En este universo de amenazas cósmicas, dioses devoradores y ciudades que flotan en el vacío, el verdadero terremoto se produce en los gestos cotidianos: en el momento en que Reed Richards decide, por fin, escuchar. En la forma en que Sue Storm se atreve a no desaparecer. En la fragilidad de Johnny cuando deja de bromear. En la soledad de Ben Grimm cuando nadie lo mira. Cada uno de ellos es un espejo, no de lo que quisiéramos ser, sino de lo que somos cuando ya no podemos sostener la máscara.
Shakman utiliza el lenguaje de la ciencia ficción para hablar del miedo más humano: el de no estar a la altura de quienes amamos. En ese sentido, Galactus no es solo un dios espacial: es la metáfora de aquello que sentimos que nos va a devorar desde dentro si no reaccionamos a tiempo. El silencio, la distancia, el orgullo. Silver Surfer aparece como testigo mudo, como heraldo no solo del cataclismo, sino también del cambio. Es, en cierto modo, lo que todos tememos y lo que todos necesitamos: una figura externa que nos recuerde lo que importa.
El mensaje final no se formula en voz alta, no se explica, no se impone. Pero se siente. Y es este: que no hay superpoder más valiente que el de mostrarse vulnerable frente a quienes amamos. Que la familia —biológica, elegida, improvisada— no se mantiene unida por la sangre ni por el deber, sino por el ejercicio diario de mirar al otro sin filtros. Que no importa cuántas veces se rompa algo, si hay deseo de recomponerlo.
Los 4 Fantásticos no termina con un rugido de victoria. Termina con un susurro de reencuentro. Y en ese susurro, en ese tono bajo pero firme, está la gran lección de Shakman: que en medio del ruido del universo, a veces basta con decir “te veo” para que todo empiece de nuevo.
Xabier Garzarain
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