“Misterioso asesinato en la montaña”: cadáveres, osos y algo que no encaja.

Franck Dubosc siempre fue un actor popular. Uno de esos rostros que la gente reconoce antes incluso de saber su nombre. Durante años, sus cejas hablaban antes que sus frases, su cuerpo hacía reír incluso antes de moverse. Era el cómico ideal para un país que necesitaba reírse de sí mismo sin demasiadas preguntas. Pero algo empezó a quebrarse, o quizá a madurar, cuando decidió agarrar la cámara y apuntarla hacia adentro. Lo insinuó con Tout le monde debout, lo dulcificó con Rumba la vie, y ahora lo lleva mucho más lejos —y mucho más hondo— con Misterioso asesinato en la montaña. Una comedia negra que comienza con un Papá Noel asesinado y un pueblo helado por fuera… y por dentro.


El título parece una broma, una boutade navideña. Pero a medida que avanza la película, uno empieza a entender que nada en ella es gratuito. Que hay sangre, sí. Que hay humor, también. Pero que el tono es otro: más gélido, más turbio, más cargado de preguntas que de respuestas. Dubosc ha creado una fábula perversa en la que la nieve lo cubre todo excepto lo esencial. Un pueblo aislado, un atraco fallido, un crimen absurdo y una comunidad que esconde mucho más de lo que dice. El ritmo esquiva la urgencia del thriller clásico para construir otra tensión, más psicológica, más inquietante: esa que se esconde en las frases inacabadas, en los silencios largos, en los planos que se quedan un segundo más de lo esperado. A veces la narración se detiene en una mirada, otras veces se lanza al vacío con una huida, un disparo o una caída cómica que deja de ser graciosa justo antes de estrellarse.


Dubosc se reserva el papel de Michel, y lo interpreta con una fragilidad sin maquillaje. Lejos del histrionismo que lo hizo famoso, aquí su cuerpo se encoge, su mirada se desvía, su voz apenas alcanza a sostener lo que calla. Es un hombre corriente atrapado en un lugar donde ya no existen los inocentes. A su lado, Laure Calamy borda a Cathy, un personaje que podría haber sido caricaturesco en otras manos, pero que aquí es puro cine: contradictoria, feroz, cansada y viva. Benoît Poelvoorde, siempre entre la risa y el abismo, da forma a Roland con una energía desbordante, como si fuera el único personaje que sabe que esto es una película y aún así decide no salvarse. Kim Higelin aporta un aire de violencia contenida, de infancia rota que observa el mundo con una mezcla de deseo y asco. Incluso los personajes menores tienen alma: hay dolor en cada frase de Florence, misterio en el silencio de Samy, y un mundo entero detrás de los ojos del niño que interpreta a Doudou.


El rodaje, según el propio Dubosc, fue tan extremo como el paisaje que lo envuelve. Filmar en zonas montañosas bajo la nieve, con actores no profesionales, niños imprevisibles y localizaciones reales, convirtió el proceso en una pequeña epopeya. Pero eso se nota en la pantalla. Nada parece decorado. Las casas huelen a humedad, los abrigos están raídos, las luces parpadean con electricidad rancia. La nieve no embellece: entierra. Los belenes están rotos, los pasillos suenan a madera que cruje con secretos. El atrezo es real, y lo es también el frío que cala en los huesos de los personajes. Hay una verdad sucia, pegajosa, en cada detalle.


Y, sin embargo, todo está bajo control. La dirección de Dubosc es sorprendentemente sobria. Evita los subrayados. No cae en la trampa del sketch ni en la tentación del drama forzado. Filma como si llevara haciéndolo toda la vida. Los planos se sostienen, los encuadres respiran, las decisiones visuales no gritan, pero se sienten. Y cuando llega el humor, no lo hace como alivio, sino como detonador: te ríes y, justo después, sientes que deberías haber llorado. Hay una escena con un trineo y una canción que podría haber sido un gag de Les Bronzés, pero aquí es una bala directa al corazón. La música de Sylvain Goldberg se cuela como una sombra: una melodía de juguete que se transforma en amenaza, una nota que tiembla mientras alguien miente. A veces lo que más pesa es lo que no suena. El silencio aquí es tan importante como el guion.


La película dialoga con muchas otras sin copiar a ninguna. Claro que hay ecos de Fargo: el frío, el crimen, el humor gélido. Pero también hay algo de L’Heure de la sortie, con esa violencia que se respira más que se muestra. Hay sombras del cine rural de Bruno Dumont, especialmente en Ma Loute o P’tit Quinquin, con ese costumbrismo grotesco que revela el absurdo profundo de la condición humana. Incluso se intuyen referencias más lejanas: el pueblo podrido de Twin Peaks, la comunidad agresiva de The Wicker Man, la desesperanza disfrazada de rutina en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Pero lo más insólito es que todo eso convive con un ADN francés muy reconocible: un costumbrismo de clase trabajadora, una ironía sin red, una ternura seca que recuerda a Le tout nouveau testament o incluso a La comunidad de Álex de la Iglesia, en su lado más coral y feroz.


La fotografía de Ludovic Colbeau-Justin y Dominique Fausset apuesta por el contraste: exteriores blancos, cegadores, fríos como una lápida; interiores oscuros, saturados de objetos, texturas, olores. La cámara nunca está del todo limpia, como si la propia lente hubiera estado empapada de humedad. Y eso no molesta: al contrario, construye una atmósfera única, casi táctil. El vestuario de Isabelle Mathieu evita la postal navideña y abraza lo cotidiano, lo feo, lo verdadero. Aquí la gente lleva lo que puede, lo que queda limpio, lo que no huele mal del todo. Hay belleza en esa miseria sin espectáculo.


Y entonces la película termina. Pero no cierra. No concluye como un misterio resuelto, sino como una confesión a medias. Las respuestas que esperábamos no llegan. Lo que queda es una intuición: que todos han hecho algo. Que nadie está limpio. Que en ese pueblo, como en tantos otros, el crimen es solo un síntoma. Lo importante no era saber quién mató a Papá Noel, sino descubrir lo que cada personaje calla cuando se apagan las luces.


Dubosc, sin señalar a nadie, construye un espejo turbio donde el espectador acaba viéndose reflejado. Porque esta no es una película sobre un asesinato, sino sobre la comunidad que finge no verlo. Y sobre el miedo de mirar lo salvaje de frente. El oso que aparece en la historia —real, simbólico, monstruoso— no es un animal cualquiera. Es lo que no podemos controlar. Lo que hemos expulsado de nuestras casas y sigue esperando en el bosque.


Lo que esta película dice, sin decirlo del todo, es que todos llevamos algo muerto en el maletero. Que todos tenemos una parte que no queremos enseñar. Y que quizá, cuando el frío nos rodea, lo único que nos queda es reírnos a tiempo… antes de que la risa se nos congele en la boca.


Xabier Garzarain 

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