“Paradise:”La patria de las mascaras rotas.
Hay series que pretenden entretener. Otras que buscan sacudir. Y luego están las que, como Paradise, se deslizan por tu columna vertebral como un escalofrío, avanzando en silencio, con la gravedad de quien sabe que lo que está a punto de contar no es solo una historia, sino un espejo. Uno incómodo, afilado, casi imposible de mirar sin estremecerse.
Dan Fogelman, el arquitecto emocional detrás de This Is Us, se lanza aquí al corazón de la oscuridad institucional con una elegancia narrativa que desarma. Pero no abandona su brújula habitual: en el centro de la intriga siguen habiendo personas rotas que intentan amarse, protegerse, sobrevivirse. Lo que cambia es el escenario: ya no es una casa familiar, sino el epicentro del poder estadounidense, un paraíso envenenado donde cada gesto tiene el peso de una decisión histórica, y cada silencio puede costar vidas.
Fogelman comenzó enamorándonos con los giros del corazón. Crazy, Stupid, Love (2011) lo presentó como un guionista hábil con el humor y las emociones contenidas. Pero fue con This Is Us cuando desplegó todo su potencial como creador: la maestría con la que tejía el tiempo, la vulnerabilidad como motor dramático, el uso de la elipsis emocional como forma de relato. Life Itself (2018), pese a su tibia recepción crítica, fue su primer intento de trazar un mapa más amplio del alma humana. Paradise es la culminación de ese viaje. Aquí todo es más grande, más afilado, más peligroso. Pero la raíz es la misma: ¿quiénes somos cuando el mundo se cae? ¿Qué queda cuando las instituciones tiemblan y el corazón se quiebra?
La serie arranca con un trueno: el cadáver del presidente de EE. UU. aparece en la cama de Xavier Collins, su protector más cercano. Una imagen brutal y casi bíblica. El guardián junto al cuerpo del hombre al que debía custodiar. Desde ahí, la trama no corre: serpentea. Como una sombra que se filtra en una habitación cerrada. El ritmo, al principio contemplativo, va tensándose episodio a episodio. No hay persecuciones frenéticas ni cliffhangers de manual. Paradise no quiere ser adrenalina, quiere ser ansiedad sorda. El tipo de tensión que se instala en el estómago y no te suelta. Porque aquí el enemigo no es un asesino con guantes negros, sino el sistema entero y sus grietas morales. Los capítulos se entrelazan con una construcción temporal que recuerda a los mecanismos de The Crown o The Americans, pero con el sello Fogelman: cada giro de guion duele porque afecta al alma de los personajes, no solo a la línea de investigación.
Pocas veces un personaje ha cargado tanto peso con tan poca gesticulación. Sterling K. Brown da vida a Xavier Collins con una contención que corta el aire. Su rostro se convierte en un campo de batalla entre el deber y la duda, el amor paterno y la vergüenza, el honor y la traición. Es un personaje que se desmorona en silencio mientras todos esperan que se mantenga firme. Y Brown lo interpreta como si se jugara el alma en cada escena.
El reparto que lo rodea es igualmente impecable: Julianne Nicholson, en su doble rol de Sinatra/Samantha, compone una figura casi hitchcockiana: una mujer que sabe más de lo que muestra, que se mueve entre la lealtad y la amenaza con la precisión de un bisturí. James Marsden aporta su carisma ambiguo al papel de Cal Bradford: una mezcla de seductor, burócrata y oportunista moral. Sarah Shahi, como la doctora Gabriela Torabi, aporta luz, inteligencia y sensibilidad en un entorno donde la humanidad escasea. Y el núcleo emocional se completa con la relación entre Xavier y sus hijos (Aliyah Mastin y Percy Daggs IV), especialmente Presley, una niña cuya ternura rompe el blindaje emocional de la serie.
El mundo de Paradise es falso desde el primer fotograma. Esa comunidad cerrada, de jardines perfectos y muros blancos, recuerda al ideal de los años 50… pero envenenado. Cada encuadre está cuidadosamente diseñado para generar inquietud. Las simetrías son tan perfectas que resultan opresivas. Las casas, tan luminosas que casi ciegan. No hay refugio visual. Todo parece limpio, pero nada es puro. El vestuario refleja ese control enfermizo: trajes oscuros, vestidos pastel, uniformes impecables que se van desmoronando con el desarrollo de la historia. La ropa, como los personajes, se arruga, se mancha, se rompe. Como si el tejido del sistema se desgarrara ante nuestros ojos. La fotografía trabaja con contrastes violentos: sol blanco y sombras densas. En interiores, la iluminación se vuelve progresivamente más asfixiante. Todo está diseñado para recordarnos que este “paraíso” es solo un disfraz. El verdadero escenario es la podredumbre que lo sostiene.
La banda sonora, sutil pero precisa, nunca invade la escena. Está ahí para remarcar lo que los personajes no se atreven a decir. Pequeñas piezas de piano, cuerdas agudas, silencios largos que pesan como plomo. Fogelman dirige como si estuviera coreografiando un funeral: cada movimiento es lento, cargado de sentido, milimétrico. El piloto y el episodio final llevan su firma directa. Y se nota. En esos dos momentos la serie es puro Fogelman: emocional, elegante, devastadora. Entre medias, otros directores ejecutan con eficacia, pero es en esos dos puntos donde el creador nos mira a los ojos y nos dice: esto es lo que quise contar.
Paradise podría parecer, a primera vista, una heredera directa de House of Cards o Designated Survivor. Y sí, hay algo de eso. También del cine de conspiraciones de los años 70 (The Parallax View, All the President’s Men). Pero lo que diferencia a Fogelman es su sensibilidad emocional. Donde otros buscan cinismo, él busca humanidad. Donde otros juegan con el poder, él desnuda el alma del que lo carga. En ese sentido, Paradise es también una respuesta a su propio trabajo anterior: si This Is Us hablaba de lo que une a una familia, Paradise habla de lo que separa a un país.
Sin caer en spoilers, el final de Paradise no es redentor. Es lúcido. Y eso es mucho más difícil. La gran revelación no cambia el sistema. Pero cambia al protagonista. Cambia su forma de mirar. Cambia lo que le queda por proteger. El último plano, devastador en su simpleza, resume todo lo que Fogelman quiere decir: el verdadero sacrificio no es morir por tu país… es seguir viviendo cuando tu país te ha traicionado.
Paradise es una meditación amarga sobre el poder, la culpa y la fragilidad de las instituciones. Pero también sobre el amor. El amor al país, a la familia, a la verdad. Un amor que no siempre se puede demostrar en público, pero que arde por dentro. Fogelman no pretende darnos respuestas. Nos deja con preguntas difíciles. Y lo hace con un respeto absoluto por nuestra inteligencia. Como los grandes. Como los que ya no necesitan gritar para ser escuchados.
En definitiva, Paradise es una obra mayor. Un thriller político que se atreve a ser íntimo. Una tragedia moral disfrazada de misterio. Una historia sobre lo que ocurre cuando el deber ya no basta y la verdad duele demasiado como para sostenerla solo. Un retrato brutalmente humano… firmado por un narrador que ha decidido crecer.
Y lo ha hecho. En voz baja. Como las grandes traiciones. Como los grandes relatos.
Al llegar al final de Paradise, no encontramos una explosión ni una redención gloriosa. Lo que encontramos es una verdad desnuda, que no salva, no consuela, pero sí ilumina. La gran revelación no restablece el orden ni castiga a los culpables como en un final clásico. De hecho, Fogelman renuncia conscientemente a ese tipo de justicia narrativa porque no es lo que le interesa. Lo que le importa es mostrarnos qué queda del alma de una persona cuando ha sido usada, traicionada, descartada por aquello en lo que más creía.
Xavier Collins, interpretado con dolorosa elegancia por Sterling K. Brown, sobrevive al torbellino. Pero no lo hace indemne. Lo que queda de él al final no es fuerza, ni paz, ni triunfo. Lo que queda es lucidez. Una forma amarga pero lúcida de mirar el país, la institución, la familia, e incluso a sí mismo. Es como si al final del camino, después de tanta sospecha, tanta manipulación y tanto silencio, lo único verdadero que quedara fuera la propia conciencia.
Y esa es quizás la mayor valentía de Fogelman: renunciar a la épica para entregarnos una ética. No hay una gran frase final. Hay una elección silenciosa. Y en esa elección se cifra el mensaje: la integridad no es algo que se te reconoce, es algo que tú eliges sostener cuando todo lo demás se ha derrumbado.
Desde un punto de vista filosófico, Paradise se inscribe en una tradición narrativa que cuestiona el poder no desde fuera, sino desde dentro. Como en las tragedias griegas, no hay monstruo externo: el verdadero horror nace del sistema que fabricamos, y de nuestra complicidad silenciosa con él. El patriotismo se convierte en una trampa. El deber, en una jaula. Y la verdad, en algo que duele más que la mentira.
Pero no todo es derrota. Hay una forma de victoria, aunque sea privada, íntima, silenciosa. El personaje de Collins no puede cambiar el país. Pero cambia su modo de estar en el mundo. Aprende a no mentirse. A proteger lo que de verdad importa. A vivir con la herida… sin dejar que la herida decida por él.
Y ese es, en el fondo, el mensaje que Fogelman nos deja grabado como una cicatriz: quizás no podemos salvar el sistema, pero sí podemos salvar algo de nosotros mismos dentro de él.
Una lección amarga. Pero luminosa.
Paradise nos recuerda que vivir con integridad no siempre salva el mundo, pero sí puede salvarnos de perdernos a nosotros mismos.
Xabier Garzarain

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