“Pitufos”: Más azul, más alma.

Hay algo profundamente liberador en asistir a una reinvención que no solo respeta el espíritu original de su universo, sino que además lo lleva a lugares que ni siquiera sus creadores imaginaron. Con esta nueva entrega de Pitufos, basada en los personajes creados por el dibujante belga Peyo, el director Chris Miller —conocido por su capacidad de insuflar vida adulta en historias para niños, como ya hizo en Shrek Tercero o El Gato con Botas— da un paso más allá y firma la película más ambiciosa, sorprendente y emocionalmente compleja de toda su carrera. Y probablemente también la más arriesgada.


La filmografía de Miller ha sido una constante búsqueda del equilibrio entre el humor irónico y la emoción sincera. En sus primeros trabajos ya asomaba su tendencia a poner patas arriba los relatos tradicionales. Pero aquí, en esta nueva versión del mundo pitufo, demuestra una madurez narrativa inusitada. La evolución del director es evidente: el juego de referencias y parodia que marcó sus inicios ha dado paso a una narración más simbólica, más épica, casi arquetípica. Como si entendiera que la clave para que el cine infantil tenga verdadero impacto no es tratar al espectador como un niño, sino como alguien capaz de sentir, pensar y emocionarse con la misma profundidad que un adulto.



La trama arranca con una premisa sencilla: Papá Pitufo ha sido secuestrado por dos brujos gemelos, Gargamel y Razamel, encarnaciones duales del miedo, la avaricia y el poder corrupto. Con su ausencia, Pitufina debe asumir el liderazgo de una comunidad marcada por la duda, el caos y la fragilidad emocional. Lo que podría haberse quedado en una aventura clásica se convierte, en manos de Miller y del guion afilado de Pam Brady, en una odisea íntima y coral. La misión de rescate atraviesa mundos físicos y simbólicos, y en cada uno de ellos los personajes se enfrentan no solo a enemigos, sino a sus propias inseguridades, a la idea de quiénes son más allá de su color azul, más allá de sus nombres impuestos.


El ritmo de la película es una filigrana narrativa. No hay tiempos muertos, pero tampoco se impone la velocidad. Es una cinta que respira, que sabe detenerse en los silencios, en las miradas, en esos pequeños gestos que definen a los personajes más que cualquier línea de diálogo. La acción se alterna con momentos de introspección, y en ese vaivén se construye una tensión emocional creciente. Hay una escena, en particular, en la que Pitufina y Brainy Smurf se enfrentan a una visión ilusoria de su aldea destruida que podría haber salido de una película de Christopher Nolan. Todo se percibe más grande, más serio, sin perder el humor ni la calidez.


El reparto vocal es sencillamente espectacular. Rihanna como Pitufina firma una de las interpretaciones vocales más sensibles que se han escuchado en una película animada en años. Hay fuerza, pero también vulnerabilidad. Pitufina no es la heroína clásica: es alguien que duda, que tropieza, que se rompe y se recompone, y Rihanna da vida a cada uno de esos matices. John Goodman, en el papel de Papá Pitufo, aporta esa mezcla de sabiduría y ternura que solo un actor con su voz puede ofrecer. JP Karliak se desdobla en los villanos con una brillantez técnica que impresiona. Pero también hay pequeñas joyas: Dan Levy como Joel, el humano escéptico que aprende a creer; Natasha Lyonne como Mama Poot, mezcla de bruja, filósofa y madre universal; y Octavia Spencer, que convierte a Asmodius en una figura tan enigmática como magnética.


Hay además un aspecto meta que añade riqueza: muchos de los actores improvisaron parte de sus diálogos, lo que se nota en la naturalidad y chispa de algunas escenas. Jimmy Kimmel, por ejemplo, construyó desde cero su personaje de Tardigrade, que se ha convertido en uno de los favoritos del público. Y la música original de Henry Jackman, con canciones interpretadas por la propia Rihanna, se integra como una capa emocional más de la historia. El tema central, Rise of the Blue, es al mismo tiempo himno y mantra, una invitación a resistir y a creer.


La dirección artística de Roberto Caruso y el trabajo de diseño de producción de Max Boas elevan la estética de la película a niveles pocas veces vistos en una cinta familiar. El universo pitufo conserva su identidad visual reconocible, pero se complejiza con texturas, luces y sombras que dan profundidad y belleza a cada plano. Los paisajes del mundo real están tratados con una mezcla de realismo mágico y distopía futurista. Hay ruinas cubiertas de musgo, bibliotecas subterráneas, trenes que atraviesan desiertos de cristal. Todo está pensado para emocionar a la vista, pero también para sugerir algo más profundo: la coexistencia entre lo onírico y lo tangible, entre lo que somos y lo que soñamos ser.


El vestuario y atrezo, que en una cinta animada podría parecer menor, aquí cobran protagonismo. Cada personaje tiene detalles únicos: desde las costuras en los gorros, hasta amuletos, insignias, o cicatrices que cuentan su historia sin necesidad de palabras. El cuidado del detalle es tal que uno puede ver la evolución emocional de Pitufina a través de pequeñas transformaciones en su atuendo.


Al compararla con otras producciones del género, Pitufos se aleja con decisión del tono monocorde de Minions o Trolls para acercarse más a películas como Inside OutKubo and the Two Strings o incluso El Principito de Mark Osborne. Es un cine que cree en su público, que no simplifica, que no adorna para agradar, sino que construye mundos donde habitar.


La conclusión es clara: Pitufos no es solo un reboot. Es una declaración de principios. Miller nos dice que incluso los personajes más inocentes pueden ser protagonistas de epopeyas, que la ternura no está reñida con la profundidad, y que el futuro —como dice la propia película— no está escrito, sino que se construye con valentía y unión.


Y ese es, precisamente, el mensaje: en tiempos oscuros, hace falta más azul. Más ternura. Más comunidad. Y más cine como este.


Xabier Garzarain 

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