“Erase una vez en Hollywood”: Tarantino y la memoria que late en celuloide.

  Erase una vez en Hollywood es la película más melancólica y, paradójicamente, la más luminosa de Quentin Tarantino. Tras décadas perfeccionando su cine de violencia posmoderna y homenajes entre el spaghetti western, la serie B y el cine de explotación –Reservoir Dogs, Pulp Fiction, Kill Bill, Inglourious Basterds–, Tarantino llegó a este noveno largometraje en un punto de madurez donde ya no busca epatar, sino mirar atrás. Y mirar atrás con ternura. Aquí, Tarantino ya no juega solo con los géneros: juega con el tiempo, con el cine y con la nostalgia.


Erase una vez en Hollywood no es solo una película, es un testamento. Quentin Tarantino, que tantas veces ha reescrito la historia con sangre y celuloide, aquí decide detenerse y observar el mundo que le formó. No estamos ante una fantasía violenta ni ante un juego de referencias. Estamos ante una mirada larga y melancólica hacia un Hollywood que ya no existe. La película es, en realidad, un espejo donde se refleja una época de transición, de colapso, de promesas y peligros. Y es también un canto de amor a los que no fueron leyenda, pero vivieron al borde de ella.



Los Angeles, verano de 1969. Mientras el mundo mira hacia la Luna, hacia Vietnam y hacia la presidencia de Nixon, en Hollywood se está librando otra guerra: la del cine contra su propio pasado. El sistema de estudios agoniza, las estrellas de la vieja escuela se apagan, los nuevos directores se preparan para asaltar la industria con cámaras al hombro y películas de bajo presupuesto. El viejo Oeste se esfuma, y en su lugar llegan las luces psicodélicas, el sexo libre, el LSD y una América que ya no se reconoce en los espejos. Rick Dalton y Cliff Booth son los últimos resplandores de ese mundo que se desvanece.


Rick, interpretado por Leonardo DiCaprio, es un actor que fue grande en televisión, pero ya no encuentra su lugar. Ha pasado de ser héroe a villano, y eso, en Hollywood, es una metáfora de decadencia. Cliff Booth, su doble, encarnado por Brad Pitt, es un hombre sin tiempo, sin ego, sin futuro. Vive en una caravana al margen de todo, incluso de sus propios fantasmas. Y entre ambos, circula el aire caliente de una ciudad que sueña con cambiar el mundo, pero que guarda demonios en cada esquina.


Y esos demonios aparecen, como espectros, en la figura de los hippies de la familia Manson. Margaret Qualley interpreta a una de esas jóvenes, hitchhiker de pelo salvaje, mirada inquieta y sonrisa seductora. Su personaje, Pussycat, es una criatura de la contracultura: libre, desinhibida, peligrosa. Cuando hace autostop y Cliff la recoge, se inicia una de las secuencias más intensas de la película. No hay violencia, pero hay una tensión que crece con cada kilómetro. Ella representa lo nuevo, lo anárquico, lo que no sigue reglas. Cliff representa lo viejo, lo que aún conserva un código.


La llegada de Cliff al rancho Spahn es una de las escenas más memorables. A plena luz del día, Tarantino filma un thriller sin sangre. El rancho, antaño lugar de rodajes, es ahora una comuna decadente, un espacio tomado por los hippies, por el olvido, por la amenaza. La juventud que habita allí no es inocente. Es inquietante. Es agresiva en su pasividad. La América de 1969 no es solo la de los sueños. Es también la de los monstruos vestidos de paz y amor.


Este retrato no es gratuito. Tarantino construye, plano a plano, una reflexión sobre el cambio. Hollywood se transforma, pero el país también. Las guerras ya no se libran solo en el extranjero, sino en las mentes, en los valores, en los cuerpos. La contracultura ofrece libertad, pero también vacío. La autoridad se disuelve. Los límites morales se diluyen. Y en medio de todo eso, Rick y Cliff son dos hombres que ya no entienden el mundo. Son, a su manera, héroes tristes.


La puesta en escena refuerza esa sensación de mundo en transición. La música, cuidadosamente seleccionada, no solo ilustra época: crea universo. Escuchamos temas como Out of Time de The Rolling Stones o Hush de Deep Purple, que no son solo canciones: son estados de ánimo. Son la banda sonora de una ciudad que no duerme, que se consume entre luces de neón y promesas rotas. La radio suena siempre. Es un murmullo que acompaña cada escena, como un recordatorio constante de que la vida sigue, aunque todo cambie.


Tarantino no construye una trama convencional. Lo suyo aquí es una atmósfera, un mundo de detalles, de escenas que parecen no avanzar pero respiran con la vida de dos personajes que se saben fuera de lugar, reliquias de un cine que muere. Y cuando parece que la película no tiene un conflicto claro, llega el clímax. Un estallido de violencia tarantiniana, tan catártico como desconcertante, que reescribe la historia real de la masacre de Sharon Tate con un giro que es puro cine: el cine como redención, como acto de amor y como sueño alternativo.


La fotografía de Robert Richardson no embellece, revive. El grano del celuloide, la luz cálida de los atardeceres, los interiores cargados de detalles, crean un ambiente tan real que parece soñado. Hay polvo en los platos, sudor en las caras, asfalto caliente bajo los pies. El vestuario, de Arianne Phillips, no disfraza: cuenta historias. Cada prenda habla de clase social, de aspiraciones, de recuerdos. Cliff con su camiseta ajustada y sus jeans gastados. Rick con su chaqueta de cuero, intentando parecer lo que fue. Sharon Tate con su blanco impecable, símbolo de luz que no se mancha.


Rodar esta película fue también un acto de resurrección. Tarantino rehizo calles, carteles, escaparates. No usó CGI. Usó la memoria. Reunió actores veteranos y jóvenes promesas. Y sobre todo, decidió cambiar el final de una historia real que fue trágica. La noche del 8 de agosto de 1969, la familia Manson asesinó brutalmente a Sharon Tate y a sus amigos. En la película, esa noche se reescribe. La violencia se desata, pero no contra los inocentes. Cliff Booth y Rick Dalton se convierten en héroes de un cuento imposible. Y el cine, una vez más, gana.


Y en medio de esa odisea íntima, Tarantino nos regala un momento que trasciende la propia película. Una escena detenida en el tiempo, donde coinciden tres generaciones de actores que han marcado la historia del cine: Al Pacino, Brad Pitt y Leonardo DiCaprio. No hay fuegos artificiales. Solo el peso del cine respirando en silencio. Tres presencias que se cruzan, se miran, y nos recuerdan que el cine, cuando es verdad, sucede muy pocas veces. Puede que jamás volvamos a verlos juntos. Pero ese instante ya no se borra: es un destello que queda flotando, como un susurro entre las butacas.


La relación de esta película con otras obras es evidente. Dialoga con Grupo Salvaje, que también narra el fin de una era. Con El ocaso de los dioses, que retrata la caída de una estrella. Con La noche americana, que celebra el cine mientras lo desnuda. Pero hay algo más. Tarantino, que antes se burlaba del pasado, aquí lo abraza. Su estilo sigue presente, pero hay contención, hay dolor. Ya no se trata solo de homenajear. Se trata de despedirse.


La conclusión de la película es luminosa. Rick es invitado a pasar. La puerta se abre. Sharon Tate está viva. Hay futuro. Hay posibilidad. No todo está perdido. El cine puede reparar, aunque sea en la ficción, lo que la historia destrozó. Y ese gesto, ese pequeño milagro, contiene el corazón del film.


El mensaje de Tarantino es profundo. El cine es una forma de recordar, de resistir al olvido. Es una manera de decir: esto no debería haber pasado. O esto podría haber sido distinto. El cine no cambia el mundo real, pero cambia cómo lo sentimos. Esta película no es solo un cuento de hadas. Es un ritual de duelo y esperanza. Una carta de amor escrita con cámaras y silencios. Un intento de decirle al pasado: no todo está perdido.


La conclusión es devastadora y esperanzadora a la vez. Rick Dalton y Cliff Booth sobreviven. Sharon Tate sobrevive. La historia no acaba en sangre. Acaba en posibilidad. El cine repara la herida. Tarantino nos dice: “quizás, si el cine hubiera intervenido, todo podría haber sido diferente”. La puerta que se abre al final, con Sharon invitando a Rick, es un gesto mágico. Entra. Pasa. El cine te espera.


El mensaje de Tarantino es filosófico. El cine es ficción, pero también es memoria. El cine no cambia el pasado, pero nos permite imaginar otra versión del pasado. En un mundo que olvida rápido, que convierte todo en contenido, Tarantino defiende el poder del cine como acto de resistencia contra el olvido. Su película no es un homenaje. Es una necrópolis viva, un espacio donde las almas del cine –de todos los tiempos– pueden respirar, aunque sea una vez más.


Erase una vez en Hollywood es una carta de amor. Es un cuento de hadas que nunca pasó, pero que Tarantino nos regala como si pudiera pasar. Porque mientras haya cine, todo puede ser contado de otra manera. Y si todo puede ser contado de otra manera, entonces hay esperanza.


Xabier Garzarain 

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