“L’’Etranger”la rebeldía luminosa de François Ozon.
Adaptar a Camus en 2025 no es un gesto de nostalgia: es entrar en una habitación donde la voz de un muerto sigue respirando. François Ozon, después de una filmografía que ha transitado el melodrama con artificio musical (8 femmes), la ligereza irónica (Potiche), la sexualidad como laberinto de miradas (Swimming Pool, Jeune & Jolie), el duelo íntimo (Sous le sable), el pasado filtrado por la memoria en blanco y negro (Frantz), la confesión como detonante ético (Grâce à Dieu) y el teatro de máscaras (Peter von Kant), asume en L’Étranger un reto que parece hecho a su medida: convertir la “indiferencia” de Meursault en una puesta en escena, en una respiración visual. Lo hace con una serenidad que rehúye el énfasis y con una voluntad de precisión moral que lo acompaña desde sus mejores obras. A Ozon siempre le interesaron los mecanismos invisibles que hacen hablar a una sociedad: qué se dice, qué se calla, qué se desea y qué se finge. En L’Étranger, esa curiosidad muta en bisturí.
La historia, conocida, vuelve a Argelia en los años treinta: la muerte de la madre, el baño en la playa con Marie, el vecino violento, la luz que no perdona, el disparo que parte el mundo en dos, el juicio donde lo esencial no es el crimen sino el comportamiento “inapropiado” de un hombre que no llora cuando se espera que llore. Ozon se aferra a ese esqueleto y, lejos de ilustrarlo con reverencia museística, extrae de cada escena una idea moral y un ritmo. El guion —adaptación firmada por el propio director sobre el texto de Albert Camus— apuesta por la elipsis, por diálogos breves y, sobre todo, por silencios que suenan como frases. Lo inteligente no es lo que se añade, sino lo que se decide no explicar. Meursault no obtiene un pasado aclaratorio, no hay flashbacks que alivien; su opacidad se defiende a sí misma. En tiempos en los que la ficción suele psicologizar hasta la asfixia, esa negativa es, en sí, una declaración de principios.
El ritmo nace de ese pacto con la opacidad. La película avanza con una regularidad casi mineral. Nada se precipita; todo parece ocurrir a la velocidad del calor. Hay una primera mitad de exteriores que respiran en planos sostenidos y una segunda mitad de interiores —el juicio— que comprimen el aire. El montaje evita la trampa del thriller judicial: no acelera, no teatraliza el contraataque del abogado, no busca giros. Ozon entiende que el juicio, en El extranjero, es un teatro del “parecer”: se juzga al hombre por su gramática emocional, por la etiqueta de sus gestos. Así, la puesta en escena organiza la sala como un pequeño panóptico: los ojos del público, del fiscal, del jurado, de los periodistas, pesan más que la evidencia de los hechos. La cámara, sin subrayados, nos coloca una y otra vez en posiciones incómodas: vemos a Meursault mirar y a la vez ser mirado; escuchamos preguntas que ya no interrogan, sino que condenan.
La interpretación de Benjamin Voisin es la columna vertebral del film. Construye un Meursault sin aspavientos, alejado del tópico del autómata. Su aparente apatía es una ética del gesto mínimo: la mandíbula que no termina de tensarse en el velatorio, los ojos que tardan en enfocar cuando el sol atraviesa la playa, ese modo de estar sin ofrecer asidero. Voisin no seduce ni pide perdón; insiste en una presencia que no negocia. En ese sentido, encarna una paradoja hermosa: para interpretar a alguien que no “representa” nada, hay que pulir hasta el hueso la representación. A su lado, Rebecca Marder dibuja una Marie que resiste al cliché de “la vida” frente “a la apatía”: deseo, sí, pero también una leve incomodidad ante ese hombre que no devuelve las señales que el mundo ha aprendido a leer. Su luz no redime; su afecto expone. Swann Arlaud, como abogado, compone un profesional que mide, calcula, intenta fabricar una narrativa aceptable para un jurado que exige lágrimas. Lo suyo no es el carisma, sino una grisura empática que en Ozon siempre ha sido interesante: es el rostro de los sistemas cuando creen hacer el bien. Y Denis Lavant, en apariciones breves pero incisivas, aporta ese nervio anfibio —entre lo grotesco y lo tierno— que reordena una escena con apenas un gesto. Un reparto de contención, no de estallido, que entiende el proyecto del director.
La fotografía de Manuel Dacosse, en blanco y negro, sostiene la gran apuesta estética. No se trata de “embellecer” el pasado con un B/N de postal, sino de devolverle al mundo su aridez moral. Dacosse trabaja el contraste como lenguaje: blancos que queman, negros que no son pozo sino superficie dura, grises que nunca se vuelven crema. El sol argelino —ese protagonista invisible de la novela— aparece aquí como un cuerpo físico: corta, aplasta, desorienta. Lo decisivo no es el “calor” representado por el sudor o el polvo, sino el modo en que la luz desorganiza la percepción. En la playa, el horizonte vibra y el mar deja de ser fondo para convertirse en ruido visual. En el juicio, en cambio, la luz es una geometría disciplinada que talla caras, maderas, togas. La cámara, más que buscar ángulos “bonitos”, se inclina por posiciones morales: altura de ojos cuando el mundo exige que juzguemos, ligera baja cuando el poder habla, ligera alta cuando la humillación se instala. Es una fotografía que piensa.
Atrezo y espacio sostienen esa ética de la precisión. Nada sobra: el vaso de agua que no calma, el ventilador que apenas desplaza el aire, los objetos del velatorio reducidos al ritual sin consuelo, la cuchilla de una navaja que brilla un segundo antes de desaparecer del plano, los papeles sellados que viajan de mano en mano en el tribunal. Ozon no intenta un fresco colonial, ni despliega gigantismo de superproducción; elige, más bien, lo cotidiano como cartografía del absurdo. La Argelia de L’Étranger no es un exotismo; es un orden administrativo donde las jerarquías coloniales laten como evidencia no cuestionada: quién mira a quién, quién nombra y quién es nombrado. La decisión —fiel al texto de Camus— de no dotar al hombre árabe de una biografía, de un diálogo que “equilibre” el relato, puede incomodar. Y está bien que incomode: el vacío que deja su ausencia no es un descuido, sino una herida visible. En esa herida, la película dialoga con nuestro presente sin aleccionarnos. No reescribe la historia para aliviarnos; la encuadra de tal forma que el espectador sienta el peso de ese silencio.
La música de Fatima Al Qadiri opera como una corriente subterránea. No “acompaña”; socava. Son atmósferas de respiración lenta, pulsos casi infrasonoros, una electrónica mínima que nunca coloniza la imagen. En ocasiones, un motivo reaparece no para subrayar emoción sino para recordar el clima moral: un zumbido que, en exteriores, se confunde con insectos y, en interiores, se amalgama con el rumor de toses y papeles. Ese diálogo entre sonido y silencio, entre lo que vibra y lo que cae en seco, conecta con la tradición del “cine del vacío” europeo (Bresson, Haneke) y con las búsquedas contemporáneas que convierten la banda sonora en un espacio ético (pensemos en Atlantique o en las piezas más austeras de Schrader). Al Qadiri ilumina con discreción lo invisible: no pide lágrimas, pide atención.
El guion, por su parte, resuelve con elegancia la pregunta que ha perseguido a todas las adaptaciones: ¿hay o no hay voz en off? Ozon demuestra que el “yo” de Meursault puede existir sin invadirlo todo. Cuando el film necesita tocar el pensamiento del personaje, lo hace por vías laterales: la repetición de un gesto, una leve demora en responder, la insistencia del fiscal en “cómo” se comportó en el entierro de su madre. Esa insistencia es una idea poderosa: la sociedad no nos juzga por lo que hacemos, sino por cómo aprendimos a representar lo que se espera de nosotros. Ahí Ozon es punzante. El alegato de acusación no versa sobre pruebas, sino sobre decoro. La sala, más que tribunal, es una escuela de modales. Y Meursault, al no desempeñar el papel de “arrepentido”, al no ofrecer el repertorio de señales que congela culpas en historias aceptables, dinamita el teatro.
Relacionada con el resto de la obra de Ozon, L’Étranger opera como contracampo. Si en 8 femmes y Potiche desarrollaba el artificio como máscara gozosa, aquí limpia cualquier barniz hasta quedarse con la madera. Si en Frantz el B/N era memoria que se teñía a color cuando la ficción contaminaba el recuerdo, aquí la escala de grises no es recuerdo ni estilización: es suelo. Si en Grâce à Dieu el cineasta se medía con instituciones que administran culpa y silencio, en L’Étranger observa la maquinaria más antigua: la comunidad midiendo quién merece pertenecer por cómo siente. En ese itinerario, su Meursault no contradice su filmografía; la condensa.
La dimensión histórica y social es ineludible. Argelia, años treinta, no es un telón de fondo; es la infraestructura que produce el conflicto. El colonialismo como estado naturalizado del mundo, las jerarquías raciales, la violencia pequeña que ordena la vida diaria; todo está en la novela y todo está, sin subrayados, en la película. Ozon no reescribe a Camus para tranquilizarnos con la idea de un Meursault “consciente” y políticamente intachable; prefiere enfrentarnos a la incomodidad del original y, a la vez, componer con la puesta en escena un espejo contemporáneo: ¿cuántas veces seguimos juzgando emociones, corrigiendo tonos, exigiendo performances de duelo en redes sociales, demandando pruebas de empatía pública como salvoconducto moral? El film, sin decirlo, señala esa continuidad. Meursault es extranjero en 193X en Argel, pero también en 2025, en cualquier lugar donde la vida sea protocolo.
Todo ello cristaliza en un final que no busca clímax, sino densidad. Cuando Meursault acepta la indiferencia del mundo y se enfrenta sin victimismo al horizonte, Ozon no lo glorifica ni lo condena. Lo sostiene. Ahí está su tesis, si es que hay una: la libertad puede consistir en negarse a decorar la vida con relatos tranquilizadores. La aceptación de lo absurdo en Camus —ni nihilismo ni fe— se vuelve, filmada por Ozon, una ética de la mirada: ver las cosas como son, sin metáfora, sin consuelo, sin ornato, y seguir. No es un programa para todos; es una provocación limpia en una época adicta a narrativas redentoras.
Y sin embargo, en medio de tanta aspereza, queda un resquicio de esperanza. Ozon no nos deja encerrados en la celda con Meursault como si no hubiera salida: nos recuerda que incluso en la aceptación del absurdo late una forma de libertad que nadie puede arrebatar. Esa dignidad feroz que Camus convirtió en pensamiento y que aquí se convierte en imagen nos habla hoy como un susurro necesario: podemos seguir adelante aunque la vida no nos ofrezca sentido, podemos encontrar belleza incluso en la claridad hiriente de un mediodía sin sombra. La esperanza no está en un milagro externo, sino en la certeza de que mirar de frente, sin adornos, es también una manera de resistir.
Quizá por eso L’Étranger conmueve de una manera extraña: no porque prometa redención, sino porque nos enseña que el mero hecho de existir, de aceptar la intemperie, de habitar el mundo tal como es, ya constituye un acto de rebeldía luminosa. En ese gesto, Ozon nos entrega no solo una adaptación magistral, sino un recordatorio de que, incluso en el silencio más árido, hay un eco de vida que merece ser escuchado.
Xabier Garzarain
Adapter Camus en 2025 n’est pas un geste de nostalgie : c’est entrer dans une pièce où la voix d’un mort respire encore. François Ozon, après une filmographie qui a traversé le mélodrame avec artifices musicaux (8 femmes), la légèreté ironique (Potiche), la sexualité comme labyrinthe de regards (Swimming Pool, Jeune & Jolie), le deuil intime (Sous le sable), le passé filtré par la mémoire en noir et blanc (Frantz), la confession comme détonateur éthique (Grâce à Dieu) et le théâtre des masques (Peter von Kant), assume dans L’Étranger un défi qui semble taillé pour lui : transformer « l’indifférence » de Meursault en mise en scène, en respiration visuelle. Il le fait avec une sérénité qui refuse l’emphase et avec une précision morale qui accompagne ses meilleures œuvres. Ozon a toujours été attiré par les mécanismes invisibles qui font parler une société : ce qui se dit, ce qui se tait, ce qui se désire, ce qui se feint. Dans L’Étranger, cette curiosité devient un scalpel.
L’histoire, connue, nous ramène en Algérie dans les années trente : la mort de la mère, la baignade à la plage avec Marie, le voisin violent, la lumière qui ne pardonne pas, le coup de feu qui divise le monde en deux, le procès où l’essentiel n’est pas le crime mais le comportement « inapproprié » d’un homme qui ne pleure pas lorsqu’on attend de lui des larmes. Ozon s’accroche à cette ossature et, loin de l’illustrer avec une révérence muséale, extrait de chaque scène une idée morale et un rythme. Le scénario — adaptation signée par le réalisateur lui-même à partir du texte d’Albert Camus — mise sur l’ellipse, sur des dialogues brefs et surtout sur des silences qui résonnent comme des phrases. L’intelligence n’est pas dans ce qu’on ajoute, mais dans ce qu’on choisit de ne pas expliquer. Meursault n’obtient aucun passé clarificateur, aucun flashback apaisant ; son opacité se défend elle-même. À une époque où la fiction psychologise tout jusqu’à l’étouffement, ce refus devient une véritable déclaration de principes.
Le rythme naît de ce pacte avec l’opacité. Le film avance avec une régularité presque minérale. Rien ne se précipite ; tout semble se dérouler à la vitesse de la chaleur. Il y a une première moitié d’extérieurs qui respirent dans des plans soutenus et une seconde moitié d’intérieurs — le procès — qui compressent l’air. Le montage évite le piège du thriller judiciaire : il n’accélère pas, ne théâtralise pas la défense de l’avocat, ne cherche aucun rebondissement. Ozon comprend que le procès, dans L’Étranger, est un théâtre du « paraître » : on juge l’homme pour sa grammaire émotionnelle, pour l’étiquette de ses gestes. La mise en scène organise la salle comme un petit panoptique : les regards du public, du procureur, du jury, des journalistes pèsent davantage que les preuves. La caméra, sans soulignement, nous place encore et encore dans des positions inconfortables : nous voyons Meursault regarder et être regardé ; nous entendons des questions qui n’interrogent plus mais condamnent.
L’interprétation de Benjamin Voisin est la colonne vertébrale du film. Il construit un Meursault sans esbroufe, loin du cliché de l’automate. Son apparente apathie est une éthique du geste minimal : la mâchoire qui ne se crispe jamais complètement lors de la veillée funèbre, les yeux qui tardent à s’ajuster lorsque le soleil traverse la plage, cette manière d’occuper l’espace sans offrir de prise. Voisin ne séduit pas, ne s’excuse pas ; il impose une présence qui ne négocie pas. En ce sens, il incarne un paradoxe magnifique : pour interpréter quelqu’un qui ne « représente » rien, il faut dépouiller la représentation jusqu’à l’os. À ses côtés, Rebecca Marder dessine une Marie qui résiste au cliché de « la vie » face « à l’apathie » : du désir, oui, mais aussi une petite gêne devant cet homme qui ne renvoie pas les signaux que le monde a appris à lire. Sa lumière ne sauve pas ; son affection révèle. Swann Arlaud, en avocat, compose un professionnel qui mesure, calcule, tente de fabriquer un récit acceptable pour un jury qui exige des larmes. Ce n’est pas le charisme, mais une grisaille empathique qui a toujours fasciné Ozon : le visage des systèmes persuadés d’agir pour le bien. Et Denis Lavant, dans des apparitions brèves mais incisives, apporte ce nerf amphibie — entre le grotesque et le tendre — qui réordonne une scène avec un simple geste. Une distribution de retenue, non d’explosion, qui comprend parfaitement le projet du réalisateur.
La photographie de Manuel Dacosse, en noir et blanc, soutient le grand pari esthétique. Il ne s’agit pas d’« embellir » le passé avec un noir et blanc de carte postale, mais de lui rendre son aridité morale. Dacosse travaille le contraste comme un langage : des blancs qui brûlent, des noirs qui ne sont pas des abîmes mais des surfaces dures, des gris qui ne deviennent jamais crème. Le soleil algérien — protagoniste invisible du roman — apparaît ici comme un corps physique : il coupe, écrase, désoriente. L’important n’est pas la représentation du « chaud » par la sueur ou la poussière, mais la manière dont la lumière désorganise la perception. Sur la plage, l’horizon vibre et la mer cesse d’être un fond pour devenir un bruit visuel. Au tribunal, au contraire, la lumière devient une géométrie disciplinée qui sculpte visages, boiseries, toges. La caméra, plutôt que de chercher des angles « jolis », adopte des positions morales : hauteur des yeux quand le monde exige que nous jugions, légère contre-plongée lorsque le pouvoir parle, légère plongée lorsque l’humiliation s’installe. Une photographie qui pense.
Les décors et les objets soutiennent cette éthique de précision. Rien n’est superflu : le verre d’eau qui n’apaise pas, le ventilateur qui déplace à peine l’air, les objets du funérarium réduits à un rituel sans consolation, la lame d’un couteau qui brille un instant avant de disparaître du cadre, les papiers tamponnés qui passent de main en main au tribunal. Ozon n’essaie pas de peindre une fresque coloniale ni de déployer un gigantisme de superproduction ; il choisit plutôt le quotidien comme cartographie de l’absurde. L’Algérie de L’Étranger n’est pas un exotisme ; c’est un ordre administratif où les hiérarchies coloniales battent comme une évidence non questionnée : qui regarde qui, qui nomme et qui est nommé. La décision — fidèle au texte de Camus — de ne pas doter l’homme arabe d’une biographie, d’un dialogue qui « équilibrerait » le récit, peut déranger. Et c’est très bien. Le vide laissé par son absence n’est pas un oubli, mais une blessure visible. Dans cette blessure, le film dialogue avec notre présent sans moraliser. Il ne réécrit pas l’histoire pour nous apaiser ; il la cadre pour que nous sentions le poids de ce silence.
La musique de Fatima Al Qadiri fonctionne comme un courant souterrain. Elle n’accompagne pas ; elle mine. Ce sont des atmosphères de respiration lente, des pulsations presque infrasonores, une électronique minimale qui ne colonise jamais l’image. Parfois, un motif revient non pour souligner une émotion mais pour rappeler le climat moral : un bourdonnement qui, en extérieur, se confond avec les insectes et, en intérieur, se mêle au bruit des toux et des papiers. Ce dialogue entre son et silence, entre ce qui vibre et ce qui tombe net, s’inscrit dans la tradition du « cinéma du vide » européen (Bresson, Haneke) et dans les approches contemporaines qui font de la bande sonore un espace éthique (pensons à Atlantique ou aux œuvres les plus austères de Schrader). Al Qadiri éclaire discrètement l’invisible : elle ne cherche pas à faire pleurer ; elle exige l’attention.
Le scénario, quant à lui, résout avec élégance la question qui hante toutes les adaptations : faut-il ou non une voix off ? Ozon montre que le « je » de Meursault peut exister sans envahir tout le film. Lorsque le récit a besoin de toucher la pensée du personnage, il le fait par des chemins latéraux : la répétition d’un geste, un léger retard à répondre, l’insistance du procureur sur la manière dont il s’est comporté lors de l’enterrement de sa mère. Cette insistance est une idée puissante : la société ne nous juge pas pour ce que nous faisons, mais pour la manière dont nous avons appris à représenter ce qu’elle attend. Là, Ozon est tranchant. L’argumentation du procureur ne porte pas sur des preuves, mais sur le décorum. La salle, plus que tribunal, devient une école de manières. Et Meursault, en refusant de jouer le rôle du « repenti », en ne fournissant pas les signes qui transforment la culpabilité en récit acceptable, dynamite le théâtre.
Dans l’ensemble de l’œuvre d’Ozon, L’Étranger fonctionne comme un contrechamp. Si, dans 8 femmes et Potiche, il développait l’artifice comme un masque joyeux, ici il enlève tout vernis pour ne garder que le bois. Si, dans Frantz, le noir et blanc était mémoire colorée lorsque la fiction contaminait le souvenir, ici l’échelle de gris n’est ni souvenir ni stylisation : c’est un sol. Si, dans Grâce à Dieu, le cinéaste se confrontait aux institutions qui administrent la culpabilité et le silence, dans L’Étranger il observe la machinerie la plus ancienne : la communauté mesurant qui mérite d’appartenir selon la manière de sentir. Dans cet itinéraire, son Meursault ne contredit pas sa filmographie ; il la condense.
La dimension historique et sociale est inévitable. L’Algérie des années trente n’est pas un décor, mais une structure. Le colonialisme comme état naturalisé, les hiérarchies raciales, la petite violence qui organise la vie quotidienne : tout cela est dans le roman et tout cela, sans souligner, est dans le film. Ozon ne réécrit pas Camus pour nous rassurer avec un Meursault « conscient » et parfaitement acceptable moralement ; il préfère nous confronter à l’inconfort de l’original et, en même temps, composer un miroir contemporain : combien de fois continuons-nous à juger les émotions, à corriger les tons, à exiger des performances de deuil sur les réseaux sociaux, à demander des preuves d’empathie publique comme passeport moral ? Le film, sans le dire, pointe cette continuité. Meursault est étranger en 193X à Alger, mais aussi en 2025, partout où la vie devient protocole.
Tout cela se cristallise dans un final qui ne cherche pas l’explosion mais la densité. Lorsque Meursault accepte l’indifférence du monde et affronte l’horizon sans victimisation, Ozon ne le glorifie pas, ne le condamne pas : il le soutient. Là réside sa thèse, si thèse il y a : la liberté peut consister à refuser d’orner la vie avec des récits consolateurs. L’absurde chez Camus — ni nihilisme ni foi — devient, filmé par Ozon, une éthique du regard : voir les choses telles qu’elles sont, sans métaphore, sans consolation, sans ornement, et continuer. Ce n’est pas un programme pour tous ; c’est une provocation nette dans une époque accro aux récits rédempteurs.
Et pourtant, au milieu de cette austérité, subsiste une fente d’espoir. Ozon ne nous enferme pas dans la cellule avec Meursault comme s’il n’y avait aucune issue ; il rappelle que même dans l’acceptation de l’absurde bat une forme de liberté que nul ne peut nous arracher. Cette dignité farouche que Camus a transformée en pensée — et qui ici devient image — nous parle aujourd’hui comme un murmure nécessaire : nous pouvons avancer même lorsque la vie n’offre aucun sens ; nous pouvons trouver de la beauté même dans la clarté brûlante d’un midi sans ombre. L’espoir ne réside pas dans un miracle extérieur, mais dans la certitude que regarder la réalité en face est déjà une manière de résister.
C’est peut-être pour cela que L’Étranger émeut d’une manière étrange : non parce qu’il promet la rédemption, mais parce qu’il nous apprend que le simple fait d’exister, d’accepter l’intempérie, d’habiter le monde tel qu’il est, constitue déjà un acte de rébellion lumineuse. Dans ce geste, Ozon nous offre non seulement une adaptation magistrale, mais un rappel que, même dans le silence le plus aride, il existe un écho de vie digne d’être entendu.
Xabier Garzarain


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